– Vive y respira en un nuevo nivel existencial -le había dicho Jared-. Hace que por comparación el resto parezcamos pegados a la tierra y anticuados.
Recordaba las palabras, pero sus ojos estaban clavados en Jared. Parecía abstraído, lejano, casi despreocupado. ¡Cómo conocía ella aquella expresión! ¡Cuántas veces se había quejado por ello su madre a su padre!
– ¡Raymond! ¿Has oído ni una palabra de lo que te he dicho?
A veces, medio risueña, su madre comentaba con los que la rodeaban:
– ¡Yo creo que no se enteró ni de la ceremonia nupcial!
¡Ah, June tendría que aprender a comprender tan divina abstracción, aquella ausencia cósmica! Una vez la propia Edith le preguntó a una joven esposa cuyo marido había viajado por el espacio:
– ¿Ha vuelto él mismo?
– El mismo no -le había respondido con tristeza la esposa-. Ya no es el mismo.
¡Ah, pero June debería sentirse orgullosa, no triste! Y en ese momento, como recordando a June, la marcha nupcial irrumpió gozosa en el aire. La gente se volvió para contemplar la bonita procesión: una niñita con vestidito rosa avanzaba por el pasillo de la nave central, esparciendo pétalos de rosa; detrás de ella un chiquillo minúsculo portaba un almohadoncito de raso con los anillos, y luego, una tras otra, damas de honor… jóvenes, tan jóvenes, todas preciosas en sus vestidos de color rosa. Y por último June, toda de blanco, entre brillos de raso, espumas de encaje, junto a su padre, con su mano enguantada de blanco apoyada en el codo del hombre, alto y de cabello gris, un hombre grande a su manera. Pero nadie sería más grande que Jared. Aquélla sería la labor de su vida.
Casi inmediatamente la ceremonia terminó, reducida a lo esencial.
– No quiero tonterías -había dicho Jared con firmeza.
No hubo tonterías. Pronunciaron las breves palabras y él se acercó por la nave, alta la cabeza, con June del brazo, que sonreía valiente. Edith sintió una punzada de compasión. ¡Aquella esposa tan joven! No sería fácil ser esposa de Jared. Tendría que pensar también en June, porque una June desdichada serla una carga que Jared no debía soportar. Y sin embargo, se dijo, no tenía que entrometerse.
Dentro de sí reía. Sólo una diosa podría hacer cuanto se exigía a sí misma. Esta seria, pues, su primera labor, convertirse en diosa, la primera labor y la más difícil. Tenía que mantenerse aparte, para poder completar la monumental tarea que, en sí, tenia que resultar perfecta.
Alguien, un joven, un maestro de ceremonias, vino a acompañarla a lo largo de la nave. Cuando cruzó el umbral se dirigió a su auto que esperaba. Una hora de conducir a solas, pero sin sentirse solitaria; una hora de conducir a solas y ya estaba de nuevo en casa. Tan sólo cuando entró en el vestíbulo recordó que en algún sitio se celebraba una recepción, en la casa de June, en alguna parte, donde cortarían una tarta de. boda. Pero todo lo había olvidado, abstraída a su modo como Jared al suyo, pues ella también tenía sus sueños. ¡Que no se harían realidad en aquella casa ni en ninguna otra donde hubiera vivido jamás! El saberlo le llegó con la rapidez súbita de la convicción. Tenía que construirse una casa propia, en el lugar que tan a ciegas eligiera, junto al mar. Los planos seguían donde los guardara meses atrás, en un cajón del escritorio. Los había guardado todos aquellos meses sin saber si llegaría a terminarlos. Ahora sí sabía.
Se quitó el sombrero y lo echó en una silla. Fue a la biblioteca, al escritorio, abrió el cajón. Los planos seguían allí, donde los dejara. Se sentó a estudiarlos. Veía la casa como si ya se irguiera solitaria sobre el acantilado, frente al mar. La idea era en sí misma realidad. Como dijera Edwin, la propia idea de inmortalidad creaba realidad. Ahora la idea de la casa, de si misma, de Jared, eran realidades.
Oyó una tos en la puerta. Al volverse vio a Weston que esperaba.
– Si hace el favor, señora, ¿espera a alguien a cenar?
– Sólo… a mí misma.