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– Tampoco yo -cortó abrupto, y volviendo a la mesa se sentó-. Más café, por favor. Por cierto, ¿cómo se llama? Su nombre de pila, quiero decir.

– Edith.

– Edith. ¿Edith? Nunca he conocido a nadie con tal nombre. Mi madre tenía un nombre tonto… Ariadna. Sin embargo, es bonito. Como ya le dije, no la recuerdo, pero mi tío dice que era muy gentil.

– ¿Qué fue de ellos? -siguió en el mismo tono de voz.

– Murieron en un accidente de coche cuando yo tenía dos años. Si, creo recordar a alguien como mi madre, alguien dulce, bonita… pero seguramente no la recuerdo, en realidad, quizá sea sólo un sueño o tal vez pura imaginación.

– ¿Y no hubo nadie que le sustituyera?

– No. Mi tío no se ha casado nunca. ¿No se lo he dicho? Supongo que tiene alguna amante escondida en alguna parte. Nunca hablamos de esas cosas.

– ¿Nadie ha ocupado el lugar de su madre?

– Nunca he buscado a nadie. Las madres son insustituibles, ¿no?.

– Si -contestó con firmeza, y al cabo de un momento-. Pero ¿y la chica? ¿Es realmente más joven que usted?

– No tanto en años, pero lo demás… -Se encogió levemente de hombros-. Sí, es bastante lista, inteligente y todo eso. Pero yo soy viejo para ella. Soy una carga hasta para mí mismo.

– ¡Oh, vamos! -rió.

– Sí, lo soy -el no coreó su carcajada-. Me interesan muchas cosas, no la gente. ¡Hay tantas cosas que quiero hacer! No tengo tiempo para… para casarme y todo eso y esto es lo que esa chica desea.

– ¿Está enamorada de usted?

– Eso dice.

– ¿Y usted?

– ¿Yo? Cuando estoy con ella soy lo bastante normal para sentirme estremecido, ya sabe. Pero dentro de mí me conozco bien. «Te aburrirías de ella», eso es lo que me dice algo dentro. ¿Me considera loco?

– No. Sólo prudente.

– No me importaría serlo menos.

– No diga eso. Se le ha concedido como herramienta para lograrlo.

– ¿Qué?

– Lo que desee hacer.

– ¡Penetrar los secretos del universo!

Se inclinó hacia delante, los codos en la mesa, los ojos relucientes, mirándole, y ella se sintió consolada, casi elevada, por alguna razón que no quería comprender.

– Tengo que irme mañana -dijo él de improviso y con igual brusquedad se sentó al piano y se puso a tocar.

La nieve caía sobre la nieve, fría y silenciosa. Empezó cuando él salió de casa a la mañana siguiente, con un cielo gris y el monte cubierto de niebla. El invierno se cernía sobre la costa oriental. También nevaba en Filadelfia, oyó ella por radio.

– Odio tenerme que ir de esta casa tan caliente -comentó Jared.

Estaba en el umbral, envuelto en su chaquetón con la capucha sin poner.

– Se deja los esquíes en la bodega. Eso quiere decir que volverá.

– Sí, pero ahora me refería a esta mañana.

– Esta mañana -repitió Edith.

No podía decirle lo que pensaba, lo que siempre pensaba cuando caía la nieve. ¡Arnold yacía bajo la nieve! Por supuesto, ya se había acostumbrado para entonces, si es que alguna vez lograba acostumbrarse, claro está. ¿Y por qué sería la nieve? En primavera podría contemplar la tumba sin agonía y en otoño las brillantes hojas que caían de un arce vecino sobre la fosa casi volvían alegre el cementerio de la ciudad. Pero ¿la nieve? La plena conciencia de su muerte, desolada y final, le había llegado con la primera nevada y estaba sola allí, en la casa. Había estado junto al amplio ventanal, golpeándose los nudillos de su apretado puño derecho mientras las lágrimas corrían por las mejillas. ¡Oh, Arnold, ahí solo bajo la nieve!

Y parte de la misma desolación le invadía ahora.

La casa habíase llenado de esta presencia joven y desconocida, aunque él ya no era para ella un desconocido, nunca lo había sido ni podría serlo. Había algo que compartían, algo más que la música, pero ¿qué? Se había mostrado muy contento por la mañana, casi como alegrándose de irse, hasta el momento en que se había detenido ante ella, tan alto, y ella había visto sorprendida e incrédula la mirada de sus ojos.

– Si, me gusta usted -había dicho y tan de pronto, como si hubiera efectuado un descubrimiento, que ella había reído.

– Encantada de saberlo -había respondido animada-, y por supuesto volverá. La cosa es saber cuándo.

– Ya se lo comunicaré.

La miró un momento más y luego dio media vuelta y salió, cerrando con firmeza la puerta a su espalda. Ella permaneció un segundo contemplando la puerta cerrada. La casa estaba silenciosa a su alrededor. Y vacía.

– …Las puestas de sol resultan siempre más hermosas cuando estás aquí -decía Edwin.

Ella estaba sentada junto a la redonda mesita del ventanal del grande y cuadrado salón. En la distancia las cordilleras elevaban los agudos picachos contra el resplandeciente cielo de poniente. Era el sitio que ocupaba habitualmente cuando acudía a la vasta morada por las tardes, y si el cielo estaba claro rara vez se perdía el ocaso. Hoy, segundo día de su visita, había estado muy claro. Había pasado horas con “tu viejo Filósofo”, como él mismo se titulaba hasta que, una hora antes, el anciano había sentido uno de sus ataques de fatiga y había subido a su cuarto a dormir.

Pero ahora había despertado y acudido otra vez a su encuentro.

– La puesta del sol siempre es más hermosa después de la nevada -replicó Edith.

Sintió las manos del hombre en sus hombros, su mejilla que se apoyaba suavemente en su cabello.

– El indescriptible consuelo de tu persona, de tenerte en mi casa -musitó.

– Aquí siempre me siento feliz -repuso sin moverse, clavada la vista en el firmamento.

Los matices cambiaban; la violencia del carmesí y el oro se suavizaban en rosa y amarillo pálido.

– No te muevas -le dijo él en el momento en que iba a levantarse-. Tengo algo que pedirte.

– ¿Sí, Edwin?

Le tenía a su espalda, no le veía, pero sentía aún las manos en sus hombros. En silencio volvió la cabeza y vio que una ternura poco corriente le iluminaba la cara al mirarla a los ojos.

– ¿Es algo disparatado? -sonrió.

– Me pregunto si tú lo considerarás así. Pero no… tú lo comprenderás. Así lo creo. A tu manera eres una artista, con la honradez del artista.

– Quizá sea mejor que me prepares.

Apartándose, fue a sentarse frente a ella ante la mesita. Su cabeza de cabello blanco y bien recortado bigote, la piel clara y sana, los brillantes ojos azules, le convertían en un hermoso retrato contra el fondo del cielo que se oscurecía.

– ¡Cómo puedes tener ese aspecto! -exclamó Edith.

– ¿Cómo te parezco?

– No voy a decírtelo. Ya eres bastante presumido.

– Es decir… ¿soy atrayente? Quiero decir, ¿para ti?

– Naturalmente. Ya lo sabes. Cada vez que me lo preguntas te lo repito.

– Ah, pero tengo que preguntártelo -se lamentó.

– ¡Para que yo tenga el valor de confesarlo!

De nuevo bordeaban la verdad, más allá de lo cual nunca se atrevían. O quizás es que ella no estaba preparada para la verdad, y tal vez nunca lo estuviese Lo que sentía por él era una emoción totalmente distinta del amor que había sentido gozosa por Arnold. Pero aquel amor había terminado, cortado por la muerte, y de pronto, durante algún tiempo, no había tenido a quien amar. Durante los largos meses en que había sabido que él tendría que morir, se había preguntado sobre el amor. ¿Continuaría cuando el ser amado ya había muerto? ¿Podría algo tan fuerte seguir alimentándose sólo del recuerdo? Ahora sabía que no. La costumbre de amar se convertía en necesidad de amar y seguía viva en su ser, como un río contenido en una presa. Y ahora volvía a fluir, no con tanta plenitud, no de forma inevitable, sino cautelosa y suavemente hacia este hombre sentado ante ella, de espaldas al poniente. El hombre empezó a hablar con su tono pensativo, de estar filosofando, los ojos, tan penetrantes en su tono azul, fijos en el rostro de ella.