– ¡La verdad es que eres bastante dominante!
– Es mi manera de ser -repuso con animación. Mientras hablaba se levantó, recogió los platos y los fue lavando y secando mientras ella le observaba divertida y terminaba su café.
– Eres muy experto.
– He acampado por todo el mundo. El año pasado en el Himalaya.
– ¿Haciendo qué?
– Estudiando rayos cósmicos. ¿Has oído hablar de un tipo llamado Tesla?
– Naturalmente. Quería electrificar el globo, ¿no?, y procurar una fuente eterna de energía eléctrica.
– Cielos, eres muy culta.
– Soy hija de mi padre. El creía que Nikola Tesla era un científico infinitamente más grande que Edison. A decir verdad, escribió artículos sobre Tesla… y a veces le presentó a benefactores millonarios.
– Tendremos que hablar de Tesla esta noche, ante el fuego. Ahora el monte nos aguarda.
La atosigó sin piedad, impaciente, inquieto, y a la media hora se hallaban en la tienda de equipos de esquiar, donde él se puso a pedir ropa con toda experiencia, negándose a aceptar las últimas novedades, pidiendo cosas de las que ella no había oído hablar durante los años transcurridos desde que enseñara a esquiar a sus hijos.
– Ropa que se ajuste a la piel -ordenó-. Especial para días como hoy. Es como si no llevaras nada puesto. Como una segunda piel.
Cuando ella salió del probador cubierta con el apretado traje que la cubría del cuello a los tobillos, la examinó con ojo crítico. Pellizcó lo que le sobraba en la cintura.
– Una talla menor es lo que necesitas. Tienes la cintura de una niña.
La mandó adentro, ella se puso un nuevo traje y salió para la inspección.
– Perfecto. Ahora ropa de abrigo. ¡Hoy en día no se lleva ropa interior larga! Más bien uno se tapa con una especie de traje espacial… Y los esquíes, también son nuevos, núcleo de plástico y fibra de cristal, buenos para cualquier clase de nieve, hielo, grava, polvo. Botas, por favor, señorita -a la sorprendida dependienta-. De cuero por fuera, de espuma por dentro, y hebillas sencillas, aunque en mi opinión la bota perfecta aún no se ha conseguido. Tal vez un día se me ocurra algo.
Por fin estuvo lista y juntos subieron al teleférico. Había dejado de nevar pero el cielo tenía de nuevo color de plomo, aunque quizá no descargara hasta el atardecer. Esquiaron todo el día y ella se sintió infantilmente orgullosa de ver que aún retenía su habilidad. El la alababa, pero también criticaba.
– Tus movimientos no son perfectos… mira, tienes que hacer tres cosas a un tiempo, ¿ves? Plantar el bastón, impulso hacia arriba, alternar el esquí de delante, ¡Así! Pero mantén los esquíes en la nieve… ¡impulso hacia arriba muy leve!
Se lo demostró con una serie de hábiles giros y ella vio que era tan magnífico esquiando como en el piano. Todo el día estuvo enseñándola y ella se esforzó por perfeccionarse, haciendo que su cuerpo ágil respondiera a las nuevas exigencias.
– Tu transversal es un poco torpe. Olvídate de los hombros. Lo que tienes que cuidar es la cadera… Echa hacia atrás la cadera que va cuesta abajo y todo lo demás, el cuerpo, los hombros, todo… se prepararán automáticamente.
Practicó una y otra vez y hasta la puesta del sol no se dio cuenta de que estaba exhausta y aún entonces él fue quien lo reconoció primero.
– Te he dejado agotada, soy un estúpido perfeccionista. Esquías maravillosamente y lo que yo he insistido no son sino los toques finales.
– ¡Pero también yo soy perfeccionista, y me encanta! -protestó.
– ¡Buena compañera! -le echó el brazo sobre los hombros-. Vamos a casa a cenar ante una buena fogata.
Así lo hicieron; él asó las chuletas al fuego en tanto que ella aliñaba la ensalada en la gran ensaladera de teca birmana.
Comieron en silencio y luego él enchufó la música estereofónica que escucharon en silencio, hasta que el sueño pudo con ellos.
– Tengo que acostarme -musitó ella, entrecerrados los ojos.
– Y yo -confesó el otro.
Se levantaron, vacilaron un momento y por un adormilado instante ella imaginó que iba a besarla. Pero en lugar de ello el hombre se enderezó y se retiró.
– Buenas noches, dulce amiga.
Nada le contestó, y tampoco hubiera podido hacerlo, pues necesitaba todas sus fuerzas para dominarse a sí misma. No, no le invitaría al beso, pues no podía predecir a dónde conduciría y ahora no se atrevía a preguntar.
– Buenas noches -repuso, y todavía medio dormida cruzó la estancia y fue a su cuarto.
Durante la noche le despertó el chapoteo de la lluvia en el tejado. Así que era el fin de la nieve, y del esquí. Mañana él se habría ido y ella volverla a estar sola. Estar sola ahora le parecía intolerable. Se marcharía para volver a Filadelfia.
…Cuando acudió a desayunar seguía lloviendo. Jared ya había preparado todo, puesto la mesa donde esperaban el zumo de naranja, el jamón tostado y la tortilla haciéndose en la sartén.
– Los cielos se muestran crueles -saludó-, pero tal vez sea mejor. Tengo que volver al laboratorio. Iba a robar otro día, luchar contra mi conciencia, pero ya no lo necesito. ¿Estás cansada?
– Un poco… no, cansada no, con agujetas.
– Mejor así; que no tengamos tentación de subir de nuevo.
De nuevo comieron en silencio y ella se preguntó, con leve resentimiento, si él estaría en guardia. Después de todo, ella no le había besado. ¡Al contrario! Pero aquella mañana gris ambos se mostraban serios.
– ¿Vas a quedarte mucho más? -preguntó Jared cuando, acabado el desayuno, se dispuso a marchar.
– No. me iré, tal vez mañana. -Y todavía resentida añadió-. Seguramente primero iré a pasar unos días con un viejo amigo, Edwin Steadley.
– Bueno, adiós -dijo él sin inmutarse. Y luego, de manera que a ella le pareció poco amable, añadió-: Por supuesto, volveremos a vernos.
– ¿Por qué no?
– Según el curso de los acontecimientos humanos -decía Edwin-, no puedo ya vivir mucho más tiempo. No procedo de una familia longeva y, en asuntos de vida o muerte, la herencia cuenta. Ya he vivido más que mis padres. Mi madre murió con sesenta y cuatro años, tras de sobrevivir tres a mi padre. El tenla cinco años menos que ella. La relación entre ambos fue extraña. En algunos aspectos mi padre era para ella como un hijo.
– A mí no me gustaría una relación así -afirmó Edith decidida.
– Ah, eso es porque tú tienes un viejo amante. Yo casi podría ser tu abuelo. Pero la verdad es, amada mía, que los jóvenes no saben en verdad como amar a una mujer. El joven piensa ante todo en poseer a la mujer para si mismo… es decir, en impregnarla. A mi edad, el hombre sabe que tal cosa es imposible, por eso se eleva al puro amor de la mujer, sin pensar en sí mismo. La contempla con delicia, como yo a ti. Le da placer, en tanto que ella acepta su caricia, que ahora es hábil, pero en todo ello sólo piensa en la mujer. Querida mía, a la luz de la luna, que gracias a cierta magia celestial brilla en este instante sobre tu lecho, tu hermoso cuerpo parece una estatua de oro pálido. ¡Cuán afortunado soy de que me admitas así en tu estancia privada!
– No consigo comprender cómo ha podido suceder -repuso sonriente entre la nube de cabello claro suelto en la almohada.
– Porque tuve el valor de pedírtelo.
– Lo pediste muy confiado -rió-. No observo en ti la menor falta de valor. ¿Pero cómo es que yo lo tuve para aceptar y cómo es que no me parece extraño, y desde luego nada mal, que te encuentres aquí? Jamás he tenido un amante. Entonces, ¿por qué ahora?
– Necesidad de darlo todo y aceptarlo todo.
– Y ¿por qué no me siento nada tímida? -preguntó con auténtica sorpresa.
– Somos uno. Nuestras mentes fueron una primero y entonces resultó necesario que completásemos esa unidad.