Oyó una voz femenina que entonaba la canción. Al girar el cuello vio a una joven que estaba a unos taburetes de distancia, con los ojos cerrados mientras cantaba con suavidad. Cantaba sólo para ella, pero Bosch podía oírla.
Llevaba una falda corta blanca y una camiseta y un chaleco colorido. Bosch supuso que no tenía más de veinticinco años y le gustó que conociera la canción. La chica estaba sentada con la espalda recta y las piernas cruzadas. Su columna se mecía al ritmo del saxofón. Tenía la cara enmarcada por un cabello castaño y sus labios, ligeramente separados, eran casi angelicales. A Bosch le pareció hermosa, tan perdida en la majestuosidad de la música. Limpio o no, el sonido la transportaba y él la admiraba por dejarse llevar. Sabía que lo que veía en su rostro era lo que vería un hombre que hiciera el amor con ella. Tenía lo que otros polis llamaban una cara franca. Tan hermosa que siempre sería un escudo. No importaba lo que hiciera o lo que le hicieran, su cara sería su pasaporte. Le abriría puertas y las cerraría detrás de ella. Le permitiría salir bien parada.
La canción terminó y la joven abrió los ojos y aplaudió. Nadie había aplaudido hasta que ella empezó, pero en ese momento todos los que estaban en la barra, Bosch incluido, se unieron al aplauso. Ése era el poder de una cara franca. Bosch se volvió y le pidió al camarero otro chupito y otra cerveza. Cuando las tuvo delante, miró hacia la mujer, pero ésta se había ido. Se volvió hacia la puerta y vio que se cerraba. La había perdido.
Para volver a casa se dirigió a Sunset y siguió por ese bulevar hasta la ciudad. El tráfico era ligero. Se había quedado hasta más tarde de lo que había planeado. Fumó y puso el canal de noticias de veinticuatro horas en la radio. Escuchó que el Grant High finalmente había reabierto sus puertas en el valle de San Fernando. Allí había dado clases Sylvia. Antes de irse a Venecia.
Bosch estaba cansado y suponía que seguramente no pasaría un control de alcoholemia si lo hacían parar. Redujo la velocidad para circular por debajo del límite cuando Sunset atravesaba Beverly Hills. Sabía que los polis de Beverly Hills no le darían cuartelillo, y sólo le faltaba que lo detuvieran después de la baja involuntaria por estrés.
Giró a la izquierda en Laurel Canyon y ascendió por la carretera serpenteante que remontaba la colina. En Mulholland estuvo a punto de doblar a la derecha en rojo, pero miró hacia la izquierda y se detuvo. Vio un coyote que salía de la maleza del arroyo que había a la izquierda de la calzada y echaba una mirada tentativa al cruce. No había más coches. Sólo Bosch lo vio.
El animal era delgado y desgreñado, consumido por la lucha por la supervivencia en las colinas urbanas. La niebla que se levantaba desde el arroyo captó el reflejo de las farolas de la calle y bañó al coyote en una luz tenue, casi azul. El animal pareció estudiar por un momento el coche de Bosch; sus ojos captaron el reflejo de la luz de freno y brillaron. Por un momento Bosch creyó que el coyote podía estar mirándolo directamente a él, pero el animal enseguida se volvió y retrocedió en la niebla azul.
Un coche apareció detrás del de Bosch e hizo sonar el claxon. Bosch sacó la mano por la ventanilla y giró por Mulholland, pero entonces se detuvo a un lado. Echó el freno de mano y bajó.
Era una tarde fresca y sintió un escalofrío al cruzar la intersección hasta el lugar donde había visto al coyote. No estaba seguro de lo que estaba haciendo, pero tampoco estaba asustado. Sólo quería ver al animal otra vez. Se detuvo al borde del precipicio y miró a la oscuridad que se extendía a sus pies. La niebla azul lo rodeaba. Pasó un coche por detrás de él y, cuando el ruido se disipó, Bosch aguzó la vista y el oído. Pero no había nada. El coyote se había ido. Harry volvió caminando hasta el coche y subió por Mulholland hasta su casa de Woodrow Wilson Drive.
Más tarde, tendido en su cama después de tomar más copas y con la luz todavía encendida, se fumó el último cigarrillo de la noche y miró al techo. Había dejado la luz encendida, pero su mente estaba en la noche oscura y sagrada. Y en el coyote azul. Y en la mujer con la cara franca. Estos pensamientos no tardaron en desaparecer con él en la oscuridad.
Bosch durmió poco y se despertó antes que el sol. El último cigarrillo de la noche había estado a punto de ser el último de su vida. Se había quedado dormido con él entre los dedos y se había despertado sobresaltado por el dolor desgarrador de la quemadura. Se vendó las heridas y trató de volver a conciliar el sueño, pero no lo consiguió. Tenía un dolor punzante en los dedos y sólo podía pensar en las numerosas muertes que había investigado de borrachos desventurados que se habían quedado dormidos y se habían autoinmolado. En lo único que podía pensar era en lo que Carmen Hinojos tendría que decir de semejante proeza. ¿Qué tal estaba como síntoma de autodestrucción?
Finalmente, cuando las luces del alba empezaron a colarse en la habitación, renunció a dormir y se levantó. Mientras se preparaba un café en la cocina, fue al cuarto de baño y volvió a curarse las heridas de los dedos. Al fijarse la gasa limpia se miró en el espejo y advirtió las líneas profundas que tenía bajo los ojos.
– Mierda -se dijo a sí mismo-. ¿Qué está pasando?
Se tomó un café en la terraza de atrás mientras observaba el despertar de la ciudad silenciosa. El aire era frío y vigorizante, y desde los altos árboles del paso de Sepúlveda subía el olor terroso de los eucaliptos. La capa de niebla marina había llenado el desfiladero y las colinas no eran sino siluetas misteriosas en la niebla. Observó durante casi una hora cómo la mañana se ponía en marcha, fascinado ante el espectáculo al que asistía desde su terraza.
Hasta que volvió a entrar en la casa para llenarse otra vez la taza de café no se fijó en la luz roja que parpadeaba en el contestador automático. Tenía dos mensajes que probablemente le habían dejado el día anterior y en los que no había reparado al llegar por la noche.
Pulsó el botón para reproducidos.
«Bosch, soy el teniente Pounds, hoy es martes a las tres treinta y cinco. Tengo que informarte de que mientras sigas de baja y hasta que, eh, se decida tu estatus en el departamento, debes devolver tu vehículo al garaje de la División de Hollywood. Me consta aquí que se trata de un Chevrolet Caprice de cuatro años, matrícula uno, adán, adán, tres, cuatro, cero, dos. Por favor, realiza inmediatamente las gestiones necesarias para devolver el vehículo. Esta orden se basa en el punto tres barra quince del manual de procedimiento. Su incumplimiento puede resultar en la suspensión o el despido. Repito, es una orden del teniente Pounds, ahora son las tres treinta y seis del martes. Si no entiendes alguna parte del mensaje no dudes en llamarme a mi despacho.»
Según el contestador, el mensaje se había grabado a las cuatro de la tarde del martes probablemente justo antes de que Pounds se marchara a su casa. «Que le den por culo -pensó Bosch-. De todos modos el coche es una puta mierda. Puede quedárselo.»
El segundo mensaje era de Edgar.
«Harry, ¿estás ahí? Soy Edgar… Vale, escucha, olvidemos lo de hoy. Lo digo en serio. Digamos que yo he sido un capullo y tú has sido un capullo y que somos dos capullos y que lo olvidemos. Tanto si resulta que eres mi compañero como si resulta que eras mi compañero, estoy en deuda contigo, tío. Y si alguna vez actúo como si lo olvidara, dame una colleja como hoy. Ahora, la mala noticia. He revisado todo en busca de ese Johnny Fox. Y lo que tengo es nada de nada. Ni en el NCIC ni en Justicia ni en la fiscalía general, ni en correccional es, ni en órdenes nacionales, nada. Lo he buscado en todas partes. Parece que este tipo está limpio, si es que está vivo. Dijiste que ni siquiera tenía carnet de conducir, así que me parece que o el nombre era falso o este tipo ya no está entre los vivos. Así que eso es todo. No sé en qué andas, pero si necesitas algo más, dame un toque… Ah, y espera, colega. A partir de ahora estoy diez-siete así que puedes localizarme en casa si…»