Conklin había sido su primer peldaño en la escalera.
La mayoría de las historias eran simples menciones de Mittel, que había asistido a diversas galas en Beverly Hills o había sido el anfitrión en diversas campañas o cenas benéficas.
Desde el principio era un hombre encargado del dinero, un hombre al que políticos y entidades de beneficencia acudían cuando querían echar las redes en los ricos enclaves del Westside. Trabajaba para los dos bandos, republicanos o demócratas, no le importaba. No obstante, su perfil creció cuando empezó a trabajar para candidatos a una escala mayor. El actual gobernador era cliente suyo, como también lo eran un puñado de congresistas y senadores de otros estados del oeste.
Bosch leyó un perfil escrito varios años antes -y aparentemente sin su cooperación- bajo el titular «El hombre del dinero del presidente». El diario explicaba que Mittel había sido nombrado para recaudar fondos entre los contribuyentes de California para la reelección presidencial y aseguraba que el estado era una de las piedras angulares de la campaña nacional de recogida de fondos.
El artículo también mencionaba la ironía de que Mittel era un ermitaño en el mundo de perfil alto de la política. Era un hombre que trabajaba entre bastidores y rehuía los focos. Tanto era así que repetidamente había rechazado puestos de influencia de aquellos a quienes había ayudado a ser elegidos.
Mittel había preferido quedarse en Los Ángeles, donde era socio fundador de una poderosa firma legal, Mittel, Anderson, Jennings amp; Rountree. Aun así, a Bosch le pareció que lo que hacía este abogado educado en Yale tenía poco que ver con la ley tal y como Bosch la entendía. Seguramente Mittel llevaba años sin pisar un tribunal. Eso le hizo pensar en el premio Conklin y sonrió. Lástima que Mittel se hubiera retirado de la fiscalía. Habría sido un buen candidato al premio.
Había una foto que acompañaba al perfil. Mostraba a Mittel en la escalera inferior del Air Force One, saludando al entonces presidente en el aeropuerto LAX. Aunque el artículo había sido publicado años antes, Bosch se quedó pasmado por lo joven que se veía a Mittel en la foto. Leyó de nuevo el artículo y comprobó su edad. Haciendo los cálculos se dio cuenta de que Mittel tenía apenas sesenta años.
Bosch apartó los recortes de periódico y se levantó. Durante un buen rato se quedó de pie ante las puertas correderas de cristal que daban a la terraza y miró las luces del desfiladero. Empezó a considerar lo que sabía de las circunstancias de treinta y tres años atrás. Conklin, según Katherine Register, conocía a Marjorie Lowe. Estaba claro por el expediente del caso que había hurgado en la investigación de su muerte por razones desconocidas. Su búsqueda fue aparentemente cubierta por razones asimismo desconocidas. Esto había ocurrido sólo tres meses después de que anunciara su candidatura a fiscal del distrito y menos de un año antes de que una pieza clave en la investigación, Johnny Fox, muriera cuando estaba a su servicio.
Bosch pensó que era obvio que Fox habría sido conocido de Mittel, el director de campaña. Por consiguiente, concluyó que al margen de lo que Conklin hiciera o supiera, era probable que Mittel, su testaferro y el arquitecto de su candidatura política, también tuviera conocimiento.
Bosch volvió a la mesa y se centró en la lista de nombres de su libreta. Cogió el boli y también rodeó el nombre de Mittel. Tenía ganas de tomarse otra cerveza, pero se conformó con un cigarrillo.
Por la mañana, Bosch llamó a la oficina de personal del Departamento de Policía de Los Ángeles y solicitó que comprobaran si Eno y McKittrick seguían en activo. Dudaba que estuvieran todavía en el departamento, pero sabía que tenía que comprobarlo. Resultaría embarazoso realizar una búsqueda y descubrir que uno o los dos seguían en nómina. La administrativa comprobó la lista y le dijo que no había agentes con esos nombres en el departamento.
Resolvió que tendría que representar el papel de Harvey Pounds. Marcó el número de Tráfico en Sacramento, dio el nombre del teniente y preguntó de nuevo por la señora Sharp. Por el tono que ella puso en su escueto «Hola» después de levantar el teléfono, Bosch no tenía duda de que se acordaba de él.
– ¿Es la señora Sharp?
– Ha pedido por ella, ¿no?
– Sí.
– Entonces es la señora Sharp. ¿Qué puedo hacer por usted?
– Bueno, quería limar asperezas, por decirlo de alguna manera. Tengo varios nombres más de los que necesito las direcciones de las licencias de conducir y pensé que trabajar directamente con usted aceleraría el proceso y quizá repararía nuestra relación laboral.
– Cielo, no tenemos ninguna relación laboral. No cuelgue, por favor.
Ella pulsó el botón antes de que Bosch pudiera decir nada. La línea quedo muerta durante tanto tiempo que Harry empezo a pensar que su truco para fastidiar a Pounds no merecía la pena. Finalmente, una administrativa diferente contestó y dijo que la señora Sharp le había pedido que le ayudara. Bosch le dio el número de identificación de Pounds y después los nombres de Gordon Mittel, Arno Conklin, Claude Eno y Jake McKittrick. Dijo que necesitaba los domicilios que figuraban en sus licencias de conducir.
Volvieron a poner la llamada en espera. Durante el tiempo que aguardó mantuvo el auricular pegado a la oreja con el hombro y frió un huevo. Se hizo un sándwich con el huevo frito, dos rebanadas de pan blanco tostado y salsa fría de un tarro que guardaba en la nevera. Se comió el sándwich goteante inclinado sobre el fregadero. Acababa de secarse la boca y de servirse otra taza de café cuando la empleada volvió a la línea.
– Lamento haber tardado tanto.
– No se preocupe.
Entonces recordó que era Pounds y lamentó haber dicho eso. La mujer le explicó que no tenía direcciones ni información de licencia de Eno ni de McKittrick, y a continuación le dio las direcciones de Conklin y Mittel. Goff tenía razón. Conklin residía en Park La Brea. Mittel vivía encima de Hollywood, en Hércules Drive, en una urbanización llamada Mount Olympus.
Bosch estaba demasiado preocupado en ese momento para continuar con la charada de Pounds. Le dio las gracias a la empleada sin entrar en confrontación y colgó. Pensó cuál debería ser su siguiente movimiento. Eno y McKittrick o bien habían muerto o estaban fuera del estado. Sabía que podría conseguir sus direcciones en la oficina de personal del departamento, pero podía tardar todo el día. Volvió a coger el teléfono y llamó a robos y homicidios. Preguntó por el detective Leroy Ruben. Ruben había pasado casi cuarenta años en el departamento, la mitad de ellos en robos y homicidios. Puede que supiera algo de Eno y McKittrick. También podría saber que Bosch estaba de baja por estrés.
– Ruben, ¿puedo ayudarle?
– Leroy, soy Harry Bosch. ¿Qué sabes?
– No mucho, Harry. ¿Disfrutando de la buena vida?
Le estaba diciendo de entrada a Bosch que conocía su situación. Bosch sabía que su única alternativa era ser franco con él. Hasta cierto punto.
– No está mal. Pero no duermo hasta muy tarde.
– ¿No? ¿Qué estás haciendo?
– Más o menos voy por libre en un viejo caso, Leroy. Estoy tratando de encontrar a un par de viejos detectives. He pensado que tal vez tú sabías algo de ellos. Trabajaban en Hollywood.
– ¿Quiénes son?
– Claude Eno y Jake McKittrick. ¿Los recuerdas?
– Eno y McKittrick. No… O sea, sí, creo que recuerdo a McKittrick. Se retiró hará diez o quince años. Se mudó a Florida, creo. Sí, Florida. Estuvo en robos y homicidios un año o así. Al final. El otro, Eno… No recuerdo a ningún Eno.