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– Bueno, valía la pena intentarlo. Veré qué encuentro en Florida. Gracias, Leroy.

– Eh, Harry, ¿de qué se trata?

– Es sólo un viejo caso que tengo en mi escritorio. Me da algo que hacer mientras veo qué pasa.

– ¿Has oído algo?

– Todavía no. Me tienen hablando con la psiquiatra. Si consigo convencerla a ella volveré a mi mesa. Ya veremos.

– Venga, buena suerte. ¿Sabes?, yo y algunos de los chicos de aquí nos partimos el culo cuando oímos la historia. Hemos oído hablar de ese Pounds. Es un capullo. Hiciste bien, muchacho.

– Bueno, espero que no lo hiciera tan bien como para perder mi trabajo.

– Bah, no te pasará nada. Te envían unas cuantas veces a Chinatown, te cepillan un poco y te vuelven al hipódromo. Tranquilo.

– Gracias, Leroy.

Después de colgar, Bosch se vistió para la jornada que le esperaba, poniéndose una camisa limpia y el mismo traje que el día anterior.

Se dirigió hacia el centro en su Mustang de alquiler y pasó las siguientes dos horas en una maraña burocrática. En primer lugar fue a la oficina de personal del Parker Center, le dijo a un empleado lo que quería y después esperó media hora hasta que un supervisor le pidió que se lo repitiera todo. El supervisor le dijo que había perdido el tiempo y que la información que buscaba estaba en el ayuntamiento.

Cruzó la calle hasta el anexo del ayuntamiento, subió por la escalera y después cruzó por encima de Main Street hasta el obelisco blanco del ayuntamiento. Subió en ascensor hasta el departamento de finanzas, en la novena planta, mostró su tarjeta de identificación a otra empleada y le explicó que, a fin de racionalizar el proceso, tal vez debería hablar antes con un supervisor.

Esperó sentado en una silla de plástico, en un pasillo, durante veinte minutos antes de que lo condujeran a una pequeña oficina que se veía repleta con dos escritorios, cuatro armarios archivadores y varias cajas en el suelo. Una mujer obesa de piel pálida, pelo negro, patillas y la leve insinuación de un bigote estaba sentada detrás de uno de los escritorios. Bosch se fijó en una mancha de comida en su calendario de sobremesa, resultado de un percance previo. También había una botella reutilizable con tapón de rosca y una pajita. La tarjeta de plástico informaba de que se llamaba Mona Tozzi.

– Soy la supervisora de Carla. ¿Ha dicho que es usted agente de policía?

– Detective.

Bosch apartó la silla del escritorio vacío y se sentó enfrente de la mujer obesa.

– Disculpe, pero probablemente Cassidy va a necesitar esa silla cuando vuelva. Ése es su escritorio.

– ¿Cuándo va a volver?

– En cualquier momento. Se ha levantado a buscar un café.

– Bueno, tal vez si nos damos prisa cuando vuelva ya habremos terminado y yo ya me habré marchado.

A la mujer se le escapó una risa de «quién te crees que eres» que sonó más como un resoplido. No dijo nada.

– He pasado la última hora y media tratando de conseguir del ayuntamiento un par de direcciones y lo único que he conseguido es a un puñado de gente que quiere enviarme a ver a otra persona o hacerme esperar en el pasillo. Y lo gracioso del caso es que yo también trabajo para esta ciudad y estoy tratando de hacer un trabajo para esta ciudad y la ciudad no me da ni la hora. Y, ¿sabe?, mi psiquiatra dice que tengo este estrés postraumático y que tendría que tomarme la vida con más tranquilidad. Pero, Mona, he de decírselo, me estoy frustrando un huevo con esto.

La mujer lo miró un momento, probablemente preguntándose si podría alcanzar la puerta en el caso de que Bosch se enfureciera con ella. A continuación frunció la boca, lo que sirvió para que su bigote pasara de una insinuación a un anuncio, y tomó un largo trago de refresco. Bosch vio que un líquido del color de la sangre subía por la pajita hasta la boca de la funcionaria. Ésta se aclaró la garganta antes de hablar en tono de confrontación.

– ¿Sabe qué, detective? ¿Por qué no me dice qué es lo que está tratando de descubrir?

Bosch puso su cara esperanzada.

– Genial. Sabía que alguien se interesaría. Necesito las direcciones a las que se envían cada mes los cheques de jubilación de dos agentes.

Las cejas de la mujer se juntaron.

– Lo lamento, pero estas direcciones son estrictamente confidenciales. Incluso dentro del ayuntamiento. No puedo…

– .Mona, deje que le explique algo. Soy investigador de homicidios. Como usted, trabajo para esta ciudad. Estoy siguiendo una pista de un asesinato sin resolver y necesito hablar con los detectives originales del caso. Estamos hablando de un caso de hace más de treinta años. Asesinaron a una mujer, Mona. No encuentro a los dos detectives que trabajaron el caso en su momento y en personal de la policía me enviaron aquí. Necesito saber cuáles son las direcciones donde cobran las pensiones. ¿Va a ayudarme?

– Detective… ¿es Borsch?

– Bosch.

– Detective Bosch, deje que yo le explique algo. El hecho de que trabaje para esta ciudad no le da derecho a tener acceso a archivos confidenciales. Yo trabajo para el ayuntamiento, pero no voy al Parker Center y digo déjeme ver esto, déjeme ver lo otro. La gente tiene derecho a la intimidad. Veamos, esto es lo que puedo hacer. Y es lo máximo que puedo hacer. Si me da los dos nombres, enviaré a cada uno de ellos una carta solicitando que le llamen. De ese modo usted obtendrá su información y yo protegeré los archivos. ¿Le servirá eso? Le prometo que las cartas saldrán con el correo de hoy. -Ella sonrió, pero fue la sonrisa más falsa que Bosch había visto en mucho tiempo.

– No, eso no me servirá, Mona. Sabe, estoy francamente decepcionado.

– Eso no puedo evitado.

– Sí que puede, ¿no se da cuenta?

– Tengo trabajo que hacer, detective. Si quiere que mande la carta déme los nombres. La decisión es suya.

Bosch asintió y cogió el maletín que tenía en el suelo y se lo puso en el regazo. Vio que la mujer daba un brinco cuando él abrió el cierre con evidente irritación. Sacó el teléfono móvil del maletín y marcó el número de su casa, después esperó a que saltara el contestador.

Mona parecía enfadada.

– ¿Qué está haciendo?

Bosch levantó la mano para pedir silencio.

– Sí, ¿puede pasarme con Whitey Springer? -dijo a su contestador.

Bosch observó disimuladamente la reacción de ella. Se dio cuenta de que Mona conocía el nombre. Springer era el columnista del Times especializado en cuestiones municipales. Su rasgo distintivo eran los artículos sobre las pequeñas pesadillas burocráticas: el ciudadano indefenso contra el sistema. Los burócratas podían crear esas pesadillas con impunidad, porque eran funcionarios civiles, pero los políticos leían la columna de Springer y ejercían un tremendo poder cuando se trataba de empleos con influencia o de transferencias o degradaciones en el ayuntamiento. Un burócrata vilipendiado en el diario por Springer podía mantener su empleo, eso seguro, pero probablemente nunca ascendería, y nada impedía que un miembro del consejo municipal solicitara una auditoría de la oficina o que pusieran a un observador en la esquina. Lo más sensato era evitar la columna de Springer. Todo el mundo lo sabía, y Mona no era la excepción.

– Sí, gracias, espero -dijo Bosch al teléfono. Después le dijo a Mona-: Esto le va a encantar. Un hombre tratando de resolver un asesinato, la familia de la víctima esperando treinta y tres años para saber quién la mató, y una burócrata sentada en su oficina tomando un refresco de frutas que no le quiere dar al detective las direcciones que necesita sólo para hablar con los otros policías que investigaron el caso. No soy periodista, pero creo que sirve para una buena columna. A Springer le encantará. ¿Qué le parece?

Bosch sonrió y observó que el rostro de ella se ruborizaba hasta rivalizar con el color del refresco. Sabía que el truco iba a resultar.

– De acuerdo, cuelgue -dijo.