– ¿Qué? ¿Por qué?
– ¡Cuelgue! Y le daré la información.
Bosch cerró el teléfono.
– Déme los nombres -dijo Mona.
Bosch le dio los nombres y ella se levantó y salió con porte enfadado. Apenas quedaba espacio para rodear la mesa, pero tenía el movimiento tan interiorizado por la práctica que pasó como una bailarina.
– ¿Cuánto tardará? -preguntó Bosch.
– Lo que tarde -respondió ella desde la puerta, recuperando parte de su bravuconería burocrática.
– No, Mona. Tiene diez minutos, nada más. Después será mejor que no vuelva porque Whitey estará aquí esperándola.
La mujer se detuvo y lo miró. Bosch le guiñó un ojo.
Después de que ella se levantó, Bosch también lo hizo y se colocó al otro lado de la mesa. La empujó cinco centímetros hacia la pared opuesta, estrechando el paso que quedaba detrás de la silla de Mona Tozzi.
La mujer volvió al cabo de siete minutos, con un trozo de papel. Bosch se dio cuenta de que había un problema en cuanto vio la expresión triunfante de Mona. Pensó en la mujer a la que habían juzgado no hacía mucho por cortarle el pene a su marido. Tal vez era la misma cara que tenía esa esposa cuando salió con el miembro viril por la puerta.
– Bueno, detective Bosch, tiene usted un pequeño problema.
– ¿Cuál es?
Mona empezó a rodear la mesa e inmediatamente su grueso muslo chocó con la esquina de formica. Parecía más embarazoso que doloroso. Tuvo que aletear con los brazos para recuperar el equilibrio y el impacto de la colisión sacudió el escritorio y volcó la botella. El líquido rojo empezó a filtrarse por la pajita en el calendario de mesa.
– ¡Mierda!
Mona rápidamente terminó de rodear la mesa y enderezó la botella. Antes de sentarse miró el escritorio, sospechando que lo habían movido.
– ¿Está usted bien? -preguntó Bosch-. ¿Cuál es el problema con las direcciones?
La mujer no hizo caso de la primera pregunta, se olvidó de la vergüenza y miró a Bosch con una sonrisa. Se sentó. Habló mientras abría el cajón del escritorio y sacaba un fajo de servilletas robadas de la cafetería.
– Bueno, el problema es que no creo que hable con el ex detective Claude Eno pronto. Al menos, no creo que lo haga.
– Está muerto.
Mona empezó a secar las gotas.
– Sí. Los cheques los recibe su viuda.
– ¿Y McKittrick?
– Veamos, con McKittrick hay una posibilidad. Tengo aquí su dirección. Está en Venice.
– ¿En Venice? ¿Qué problema hay?
– En Venice, Florida.
Mona sonrió, complacida consigo misma.
– Florida -repitió Bosch.
No tenía ni idea de que hubiera una Venice en Florida.
– Es un estado, está al otro lado del país.
– Ya sé dónde está.
– Ah, y otra cosa. La dirección que tengo es sólo un apartado de correos. Lo lamento.
– Sí, estoy seguro. ¿Y un teléfono?
La mujer echó las servilletas húmedas en una papelera que había en la esquina de la sala.
– No lo tenemos. Inténtelo en información.
– Lo haré. ¿Dice cuándo se retiró?
– Eso no me lo pidió.
– Entonces déme lo que ha traído.
Bosch sabía que ella podía conseguir más, que en algún sitio tenían que tener un número de teléfono, pero estaba coartado porque se trataba de una investigación no oficial. Si iba demasiado lejos, lo único que conseguiría sería que sus actividades se descubrieran y se vieran comprometidas.
Mona le tendió el papel. Bosch lo miró. Había dos direcciones, el apartado de correos de McKittrick y el domicilio en Las Vegas de la viuda de Eno. Se llamaba Olive.
Bosch pensó en algo.
– ¿Cuándo salen los cheques?
– Tiene gracia que lo pregunte.
– ¿Por qué?
– Porque hoy es final de mes. Siempre salen el último día del mes.
Eso era una oportunidad y Bosch sintió que se la merecía, que se la había ganado. Cogió el papel que la funcionaria le había dado, se lo guardó en el maletín y se levantó.
– Siempre es un placer trabajar con los empleados públicos de la ciudad.
– Lo mismo digo. Y, eh…, detective, ¿podría volver a poner la silla donde estaba? Como le he dicho, Cassidy la necesitará.
– Claro, Mona. Disculpe mi mala memoria.
Después del combate con la burocracia claustrofóbica, Bosch necesitaba un poco de aire. Bajó en el ascensor hasta el vestíbulo y salió por las puertas que daban a Spring Street. Al salir, un vigilante de seguridad le indicó que fuera por el lado derecho de la escalinata de entrada al gran edificio, porque estaban rodando una película en el lado izquierdo. Bosch observó el despliegue mientras bajaba la escalera y decidió tomarse un descanso y fumarse un cigarrillo.
Se sentó en uno de los laterales de hormigón y encendió un cigarrillo. En la filmación de la película participaba un grupo de actores que interpretaban a periodistas que bajaban corriendo la escalera del ayuntamiento para entrevistar a dos personas que descendían de un coche. Lo ensayaron dos veces y después filmaron dos tomas en el tiempo que Bosch estuvo allí sentado fumándose otros tantos cigarrillos. Cada vez, los periodistas gritaban lo mismo a los dos hombres.
– Señor Barrs, señor Barrs, ¿lo hizo usted? ¿Lo hizo usted?
Los dos hombres se negaban a responder, avanzaban hasta el grupo y subían la escalera con los periodistas a la zaga. En una de las tomas, uno de los periodistas trastabilló mientras retrocedía, cayó de espaldas en la escalera y fue atropellado por los demás. El director dejó que continuara el rodaje, pensando quizá que la caída añadía realismo a la escena.
Bosch supuso que los realizadores estaban usando la escalinata y la fachada principal del ayuntamiento como escenario de un tribunal. Los hombres que salían del coche eran el acusado y su cotizado abogado. Con frecuencia se utilizaba el edificio del ayuntamiento para ese tipo de tomas, porque tenía más aspecto de tribunal que cualquiera de los tribunales de la ciudad.
Bosch ya estaba aburrido después de la segunda toma, aunque suponía que habría muchas más. Se levantó y caminó hasta la Primera y después por ésta hasta Los Ángeles Street, por la que regresó al Parker Center. Por el camino sólo en cuatro ocasiones le pidieron unas monedas, lo cual, consideró, no era mucho para el centro de la ciudad y posiblemente era un signo de que los tiempos estaban mejorando desde el punto de vista económico. Al pasar junto a la hilera de teléfonos públicos que había en el vestíbulo del edificio policial se le ocurrió detenerse en uno de ellos y marcó el número 305-555-1212. Había tratado con la Metro-Dade Police de Miami en varias ocasiones y el 305 era el único prefijo que se le venía en mente. Cuando la operadora le atendió, preguntó por Venice y ella le dijo que el código de área adecuado era el 813.
Volvió a llamar y se comunicó con información de Venice. En primer lugar le preguntó a la operadora cuál era la ciudad grande más próxima a Venice. Ésta le dijo que era Sarasota y Bosch le preguntó cuál era la ciudad grande más próxima a Sarasota. Cuando la mujer le dijo que era St. Petersburg, Bosch finalmente empezó a situarse. Sabía ubicar St. Petersburg en un mapa -en la costa oeste de Florida- porque sabía que los Dodgers ocasionalmente jugaban partidos de preparación en primavera allí y una vez lo había buscado.
Finalmente proporcionó a la operadora el nombre de McKittrick y enseguida le saltó una grabación diciendo que el número no estaba en la lista por petición del usuario. Se preguntó si alguno de los detectives de Metro-Dade con los que había tratado por teléfono podría conseguirle ese número. Todavía no tenía idea de dónde estaba exactamente Venice ni de la distancia que lo separaba de Miami. Decidió abandonar. McKittrick había tomado medidas para que contactar con él no resultara fácil. Usaba un apartado de correos y tenía un número que no figuraba en la guía. Bosch desconocía por qué un policía retirado había tomado semejantes medidas en un estado que se hallaba a cinco mil kilómetros de donde había trabajado, pero sabía que la mejor forma de contactar con McKittrick sería presentarse en persona. Una llamada de teléfono, incluso si Bosch conseguía el número, era fácil de evitar. Alguien plantado en la puerta de tu casa ya era otro cantar. Además, Bosch contaba con una oportunidad; sabía que el cheque de la pensión de McKittrick estaba en el correo, camino de su apartado postal.