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Carmen Hinojos estaba en la sala de espera cuando Bosch llegó cinco minutos tarde. La psiquiatra le hizo una seña para que pasara y rechazó sus disculpas por llegar tarde como si fueran innecesarias. Llevaba un vestido azul oscuro y cuando Bosch pasó a su lado en el umbral olió una fragancia como de jabón. Bosch ocupó la silla situada a la derecha del escritorio, de nuevo cerca de la ventana.

Hinojos sonrió y Bosch se preguntó por el motivo de la sonrisa. Había dos sillas en el lado opuesto de la mesa del que ocupaba ella. Por el momento, en tres sesiones, Bosch siempre había elegido la misma, la más próxima a la ventana. Se preguntó si la psiquiatra había tomado nota del detalle, y si significaba alguna cosa.

– ¿Está cansado? -preguntó Hinojos-. No parece que haya dormido mucho esta noche.

– Supongo que no he dormido demasiado. Pero estoy bien.

– ¿Ha cambiado de opinión acerca de algo de lo que discutimos ayer?

– No, la verdad es que no.

– ¿Está continuando con esa investigación privada?

– Por el momento.

Por la manera en que la psiquiatra asintió con la cabeza, Bosch supuso que ya esperaba esa respuesta.

– Quería que hablara de su madre hoy.

– ¿Por qué? No tiene nada que ver con el motivo de que yo esté aquí, ni con que yo esté de baja.

– Creo que es importante. Creo que nos ayudará a llegar a lo que está ocurriendo con usted, lo que ha hecho que aborde esta investigación privada suya. Podría explicar sus acciones recientes.

– Lo dudo. ¿Qué quiere saber?

– Cuando habló ayer, hizo varias referencias a su estilo de vida, pero en ningún momento dijo lo que ella hacía o era. Pensando en eso después de la sesión, me estaba preguntando si usted tenía problemas en aceptar lo que ella era. Hasta el punto de no ser capaz de decir que ella…

– ¿Era una prostituta? Ya está, ya lo he dicho. Era una prostituta. Soy un hombre adulto, doctora. Acepto la verdad. Acepto la verdad en cualquier cosa siempre que sea la verdad. Creo que se ha equivocado por mucho esta vez.

– Quizá. ¿Qué siente por ella ahora?

– ¿A qué se refiere?

– ¿Furia? ¿Odio? ¿Amor?

– No he pensado en eso. Ciertamente odio no. En su momento la quería mucho. Y su muerte no cambió eso.

– ¿Y abandono?

– Soy demasiado mayor para eso.

– ¿Y entonces? Cuando ella murió.

Bosch reflexionó un momento.

– Estoy seguro de que había algo de eso. Su estilo de vida, su trabajo, la mató. Y yo me quedé al otro lado de la valla. Supongo que estaba furioso por eso y me sentía abandonado. También estaba herido. La herida era la peor parte. Ella me amaba.

– ¿A qué se refiere con que lo dejó al otro lado de la valla?

– Se lo dije ayer. Yo estaba en McClaren, en el orfanato.

– Sí, ¿así que su muerte impidió que saliera de allí?

– Durante un tiempo.

– ¿Cuánto?

– Estuve entrando y saliendo hasta que cumplí dieciséis. Viví unos pocos meses con padres de acogida en dos ocasiones diferentes, pero siempre me devolvían. Luego, cuando cumplí dieciséis, me eligió otra pareja. Estuve con ellos hasta los diecisiete. Más tarde descubrí que siguieron cobrando el cheque del DSSP durante un año después de que yo me fuera.

– ¿DSSP?

– Departamento de Servicios Sociales Públicos. Ahora lo llaman División de Servicios Juveniles. El caso es que cuando una pareja acoge a un niño, cobra un pago mensual de apoyo. Mucha gente acoge niños sólo por esos cheques. No estoy diciendo que esa gente lo hiciera, pero nunca le dijeron a la DSSP que ya no estaba en su casa después de que me fui.

– Entiendo. ¿Adónde fue?

– A Vietnam.

– Espere un momento. Retrocedamos. Ha dicho que dos veces antes de eso vivió con padres de acogida, pero las dos veces lo devolvieron. ¿Qué ocurrió? ¿Por qué lo devolvían?

– No lo sé. No les gustaba. Decían que no estaba funcionando. Volvía a los barracones del otro lado de la valla y esperaba. Supongo que librarse de un adolescente era tan fácil como vender un coche sin ruedas. Los padres de acogida siempre quieren a los más pequeños.

– ¿Alguna vez se escapó del orfanato?

– Un par de veces. Siempre me encontraban en Hollywood.

– Si colocar a los adolescentes era tan difícil, ¿cómo es que le ocurrió a usted la tercera vez, cuando ya tenía dieciséis?

Bosch rió falsamente y negó con la cabeza.

– Le va a encantar. Ese tipo y su mujer me eligieron porque era zurdo.

– ¿Zurdo? No entiendo.

– Era zurdo y podía lanzar una buena bola rápida.

– ¿A qué se refiere?

– Ah, Dios, era… Verá, Sandy Koufax jugaba entonces en los Dodgers. Era zurdo y supongo que le pagaban tropecientos pavos al año por lanzar. Ese tipo, el padre de acogida, Earl Morse se llamaba, había jugado a béisbol semiprofesional y nunca llegó a tener éxito. Así que quería crear una promesa zurda para la Major League. Supongo que entonces los zurdos eran bastante raros. O eso pensó él. El caso es que eran un valor apreciado. Earl pensó que elegiría a algún chico con potencial, lo entrenaría y después sería su manager o su agente o algo así, cuando llegara el momento del contrato. Lo veía como su forma de volver al béisbol. Era una locura. Pero supongo que había visto su propio sueño deportivo destrozado y quemado. Así que fue a McClaren, eligió a unos cuantos chicos y nos puso en el campo. Teníamos un equipo, jugábamos contra otros orfanatos, a veces algunas escuelas del valle también nos dejaban jugar contra ellos. La cuestión es que Earl nos eligió para que lanzáramos la bola. Era una prueba, aunque entonces ninguno de nosotros lo sabía. Ni siquiera se me ocurrió pensar en lo que estaba ocurriendo hasta más tarde. El caso es que me eligió cuando vio que era zurdo y que sabía lanzar. Se olvidó de los otros como si fueran un programa de la temporada pasada. -Bosch volvió a sacudir la cabeza al recordarlo.

– ¿Qué ocurrió? ¿Se fue con él?

– Sí, me fui con él. También estaba la mujer. Ella nunca decía gran cosa, ni a él ni a mí. Earl me hacía lanzar un centenar de bolas cada día a un neumático que estaba colgado en el patio de atrás. Después, cada noche tenía esas sesiones de entrenamiento. Lo soporté durante un año, y luego me largué.

– ¿Se escapó?

– Más o menos. Me alisté en el ejército. Aunque hacía falta que Earl firmara. Al principio no quería. Tenía para mí planes de la Major League. Pero entonces le dije que no iba a volver a lanzar una bola de béisbol mientras viviera. Firmó. Después él y su mujer siguieron cobrando los cheques de la DSSP mientras yo estaba en Vietnam. Supongo que el dinero extra le ayudó a superarlo.

Hinojos se quedó en silencio un buen rato. A Bosch le pareció que ella estaba leyendo sus notas, pero no la había visto escribir nada durante la sesión.

– ¿Sabe? -dijo Bosch en el silencio-. Unos diez años después, cuando yo estaba en la patrulla, detuve a un conductor borracho que salía de la autovía de Hollywood en Sunset. Estaba como una cuba. Cuando finalmente lo saqué del coche y lo puse en la ventanilla, me doblé para mirar y era Earl. Era domingo. Venía de ver a los Dodgers. Vi el programa en el asiento.

Hinojos lo miro, pero no dijo nada. Bosch seguía contemplando aquella diapositiva de su memoria.

– Supongo que nunca encontró al zurdo que estaba buscando… El caso es que estaba tan borracho que no me reconoció.

– ¿Qué hizo usted?

– Le quité las llaves y llamé a su mujer… Supongo que fue lo único que le di nunca al tipo.

Hinojos volvió a mirar la libreta mientras formulaba la siguiente pregunta.

– ¿Y su padre real?

– ¿Qué?