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Salió del callejón y regresó a Hollywood Boulevard. Empezó a circular de nuevo a velocidad lenta. Primero sin destino, pero pronto encontró un propósito. Todavía no estaba preparado para enfrentarse a Conklin o Mittel, pero sabía dónde residían y quería ver sus casas, sus vidas, los lugares donde habían terminado ellos.

Siguió por Hollywood Boulevard hasta llegar a Alvarado y tomó ésta hasta la Tercera, donde dobló hacia el oeste. El viaje lo llevó a la zona de pobreza tercermundista de Little Salvador, más allá de las mansiones apagadas de Hancock Park y después a Park La Brea, un enorme complejo de apartamentos, condominios y residencias de ancianos.

Bosch encontró Ogden Drive y la recorrió lentamente hasta que vio el Park La Brea Lifecare Center. Era un edificio de doce plantas de hormigón y cristal. Bosch vio, a través de la fachada de cristal del vestíbulo, a un vigilante de seguridad junto a un poste. En Los Ángeles ni siquiera los ancianos y enfermos estaban seguros. Miró hacia arriba y advirtió que la mayoría de las ventanas estaban a oscuras. Sólo eran las nueve y el lugar ya estaba muerto. Alguien hizo sonar el claxon detrás de él y Bosch acelero y se alejó, pensando en Conklin y en cómo sería su vida. Se preguntó, si al cabo de tantos años el anciano que ocupaba una habitación allí pensaba alguna vez en Marjorie Lowe.

La siguiente parada de Bosch fue en Mount Olympus, el chabacano afloramiento de casas modernas de estilo romano que se extendía por encima de Hollywood. Se suponía que la imagen debería ser neoclásica, pero había oído que la llamaban «meoclásica». Las enormes y caras mansiones estaban apiñadas una junta a otra como los dientes. Había columnas ornadas y estatuas, pero lo único que parecía clásico del lugar era el kitsch. Bosch subió por Mount Olympus Drive desde Laurel Canyon, dobló por Electra y después tomó por Hércules. Estaba conduciendo despacio, fijándose en si la dirección de las casas coincidía con la que había anotado esa mañana en su libreta.

Cuando encontró el domicilio de Mittel, se detuvo en la calle, petrificado. Era una casa que conocía. Nunca había estado en su interior, pero todo el mundo la conocía. Era una mansión circular que se alzaba en lo alto de uno de los promontorios más reconocibles de las colinas de Hollywood. Bosch miró la casa sobrecogido, imaginando las dimensiones del interior y sus vistas desde el océano a la montaña. Con las paredes redondeadas iluminadas desde el exterior con luces blancas, parecía una nave espacial que se hubiera posado en lo alto de la montaña y que se disponía a elevarse de nuevo. No era kitsch. Era una casa que hablaba del poder y la influencia de su propietario.

Una verja de hierro protegía un largo sendero que conducía a la casa. Pero esa noche la verja estaba abierta y Bosch vio varios coches y al menos tres limusinas aparcadas a un lado del camino. Otros vehículos estaban estacionados en la rotonda del fondo. Bosch sólo cayó en la cuenta de que se celebraba una fiesta cuando un destello rojo pasó la ventanilla del coche y de pronto la puerta se abrió del todo. Bosch se volvió y vio el rostro de un hombre latino de tez morena vestido con camisa blanca y chaleco rojo.

– Buenas tardes, señor. Nosotros nos ocupamos del coche. Si sube por el camino de la izquierda, le recibirán los relaciones públicas.

Bosch miró al hombre sin moverse, pensando.

– ¿Señor?

Bosch salió del Mustang y el hombre del chaleco le entrego un papel con un número. Después se metió en el coche y arrancó. Bosch se quedó a pie, conciente de que estaba a punto de dejar que los acontecimientos lo controlaran, pese a que sabía que debería evitarlo. Vaciló y contempló las luces traseras del Mustang que se alejaba. Dejó que la tentación lo venciera.

Bosch se abrochó el último botón de la camisa y se ajustó la corbata mientras subía por el sendero. Pasó un pequeño ejército de hombres con chalecos rojos y, cuando llegó hasta arriba tras rebasar las limusinas, contempló una asombrosa vista de la ciudad iluminada. Se detuvo y por un momento se limitó a mirar. Veía desde el Pacífico iluminado por la luna en una dirección hasta los rascacielos de la ciudad en la otra. Sólo la vista valía el precio de la casa, no importaba los millones que costara.

El rumor de la música suave, las risas y la conversación llegaba desde su izquierda. Siguió el sonido por un sendero de piedras que se curvaba según la forma de la casa. La caída a las casas de debajo de la colina era mortalmente empinada. Finalmente llegó a un patio llano que estaba iluminado y lleno de gente que pululaba bajo una carpa de lona tan blanca como la luna. Bosch supuso que habría al menos ciento cincuenta invitados bien vestidos tomando cócteles y probando canapés de las bandejas que llevaban chicas jóvenes con vestidos negros cortos, medias y delantales blancos. Se preguntó dónde meterían los de los chalecos rojos todos los coches.

Bosch se sintió inmediatamente mal vestido y estaba seguro de que en cuestión de segundos lo identificarían como a un colado. Sin embargo, la escena tenía algo tan de otro mundo que se mantuvo firme.

– Se le acercó un surfista de traje. Tendría unos veinticinco años, pelo corto decolorado por el sol y un intenso bronceado.

Llevaba un traje hecho a medida con aspecto de costar más que todo lo que Bosch tenía en el armario. El traje era marrón claro aunque su portador probablemente diría que era de color cacao. Sonrió a Bosch de la manera en que sonríen los enemigos.

– Hola, señor, ¿qué tal esta noche?

– Bien. No nos han presentado.

El surfista trajeado sonrió de manera un poco más brillante.

– Soy el señor Johnson y soy el responsable de seguridad de esta fiesta. ¿Puedo preguntarle si ha traído su invitación?

Bosch dudó sólo un instante.

– Oh, lo lamento. No pensé que tuviera que traerla. No pensaba que Gordon necesitara seguridad en una fiesta como ésta.

Esperaba que dejar caer el nombre de pila de Mittel diera que pensar al surfista antes de que tomara medidas de manera precipitada. El surfista torció el gesto sólo un momento.

– Entonces ¿puedo pedirle que firme?

– Por supuesto.

Bosch fue conducido a una mesa situada al lado de la zona de entrada. Había allí una pancarta azul, roja y blanca con el eslogan: «Ahora, Robert Shepherd.» Era cuanto Bosch necesitaba saber acerca del asunto.

En la mesa había un registro de invitados y detrás una mujer que lucía un vestido de cóctel de terciopelo negro que apenas camuflaba sus pechos. El señor Johnson parecía más concentrado en esos dos elementos que en Bosch mientras éste escribía el nombre de Harvey Pounds en el registro.

Al firmar, Bosch se fijó en una pila de tarjetas de promesas electorales y una copa de champán llena de lápices. Cogió una hoja de información y empezó a leer acerca del candidato en ciernes. Johnson finalmente apartó la vista de la azafata de mesa y comprobó el nombre que había escrito Bosch.

– Gracias, señor Pounds. Disfrute de la fiesta.

Acto seguido, el surfista desapareció entre la multitud, probablemente para comprobar si había un Harvey Pounds en la lista de invitados. Bosch decidió quedarse sólo unos minutos para ver si podía localizar a Mittel y luego irse antes de que el surfista viniera a buscarlo.

Se alejó de la entrada y del entoldado. Después de cruzar un breve tramo de césped hasta un muro de contención, trato de actuar como si simplemente estuviera admirando la panorámica. Y menuda panorámica; para tener una vista desde más alto habría tenido que subirse a un avión procedente del LAX, pero desde el avión no habría tenido esa amplitud de visión, la brisa fresca ni los sonidos de la ciudad debajo.