– Vale, la pondré en un sobre para usted por si acaso yo no estoy aquí. Adiós.
– Eh, Hirsch.
– ¿Sí?
– Te sientes bien, ¿no?
– ¿Qué?
– Has hecho lo que tenías que hacer. No has conseguido a ningún resultado, pero has hecho lo correcto.
– Sí, supongo.
Actuaba como si no lo entendiera porque sentía vergüenza, pero lo entendía.
– Bueno, ya nos veremos, Hirsch.
Después de colgar, Bosch se sentó en el borde de la cama, encendió un cigarrillo y pensó en lo que iba a hacer ese día. La información de Hirsch no era buena, pero tampoco era desalentadora. Ciertamente no descartaba a Arno Conklin. Podría no descartar siquiera a Gordon Mittel. Bosch no estaba seguro de si el trabajo de Mittel para presidentes y senadores habría requerido una comprobación de huellas dactilares. Consideró que su investigación permanecía intacta. No iba a cambiar de planes.
Pensó en la noche anterior y en el riesgo que había corrido al enfrentarse a Mittel del modo en que lo había hecho. Sonrió ante su absoluta temeridad y se preguntó qué pensaría Hinojos de eso. Sabía que diría que era un síntoma de su problema. No lo vería como un movimiento sutil.
Se levantó y puso en marcha el café, y después se duchó y se preparó para el día. Se llevó el café y la caja de cereales de la nevera a la terraza, dejando la puerta corredera abierta para poder oír el equipo de música, donde había sintonizado las noticias de la KFWB.
Hacía un frío cortante, pero sabía que pronto haría calor. Las urracas descendían en picado al arroyo que discurría por debajo de su terraza y vio abejorros del tamaño de una moneda de veinticinco centavos libando de las flores amarillas del jazmín de invierno.
En la radio comentaban que un contratista habla ganado la bonificación de catorce millones de dólares por haber completado la reconstrucción de la autovía 10 tres meses antes de lo previsto. Las autoridades que se habían congregado para anunciar la proeza de la ingeniería compararon la autovía caída con la propia ciudad. La autovía estaba levantada de nuevo, y la ciudad también volvía a estar en movimiento. Tenían mucho que aprender, pensó Bosch.
Al cabo de un rato, Bosch entró, buscó las páginas amarillas y empezó a hacer gestiones telefónicas desde la cocina. Llamó a las principales compañías aéreas, comparó precios y reservó un pasaje a Florida. La mejor oferta para viajar ese mismo día era de setecientos dólares, que seguía siendo una cantidad muy elevada para él. Pagó con tarjeta de crédito. También reservó un coche de alquiler en el aeropuerto internacional de Tampa.
Cuando hubo terminado, volvió a salir a la terraza y pensó en el siguiente proyecto que tenía que abordar. Necesitaba una placa.
Durante un buen rato se quedó sentado en la silla de la terraza y sopesó si la necesitaba por su propio sentido de la seguridad o porque era una auténtica necesidad para su misión.
Sabía lo desnudo y vulnerable que se había sentido esa semana sin la pistola y la placa, extremidades que habían formado parte de su cuerpo durante más de dos décadas. No obstante, se había resistido a la tentación de llevar la pistola que tenía en el armario de al lado de la puerta de entrada. Sabía que podía hacerla. Pero la placa era diferente. Más que la pistola, la placa era el símbolo de lo que era. Le abría puertas mejor que ninguna llave, le daba más autoridad que cualquier palabra, que cualquier arma. Decidió que la placa era una necesidad. Si iba a ir a Florida y tenía que engañar a McKittrick, tenía que parecer auténtico. Tenía que llevar placa.
Su placa probablemente estaba en un cajón del escritorio del subdirector Irvin S. Irving. No había forma de conseguirla sin ser descubierto. Pero Bosch sabía que había otra que podía servirle igual.
Harry miró su reloj. Las nueve y cuarto. Faltaban cuarenta y cinco minutos para la reunión de mando en la comisaría de Hollywood. Tenía tiempo de sobra.
Bosch estacionó en el aparcamiento de atrás de la comisaría a las diez y cinco. Estaba seguro de que Pounds, que era puntual en todo lo que hacía, ya habría acudido al despacho del capitán con los informes de la noche. En la reunión, que se celebraba cada mañana, participaban el jefe de la comisaría, el capitán de patrullas, el teniente de guardia y el jefe de detectives, que era Pounds.
Se trataban asuntos de rutina y los encuentros nunca se prolongaban más de veinte minutos. Los miembros del grupo de mando de la comisaría se limitaban a tomar café y revisar los informes nocturnos y los problemas en curso, quejas o investigaciones de particular interés.
Bosch entró por la puerta de atrás, junto a la celda de borrachos, y después recorrió el pasillo hasta la oficina de detectives. Había sido una mañana atareada. Ya había cuatro hombres esposadas en los bancos del pasillo. Uno de ellos, un yonqui al que Bosch había visto antes por allí y al que en ocasiones utilizaba como confidente no muy fiable, le pidió un cigarrillo a Bosch. Era ilegal fumar en un edificio municipal. Bosch encendió el cigarrillo de todos modos y lo puso en la boca del hombre, porque tenía los dos brazos, llenos de cicatrices de pinchazos, esposados a la espalda.
– ¿Qué ha pasado esta vez, Harley? -preguntó Bosch.
– Mierda, si un tío deja el garaje abierto es que me está invitando a entrar, ¿no?
– Cuéntaselo al juez.
Mientras Bosch se alejaba, otro de los detenidos le gritó desde el otro lado del pasillo.
– ¿Y yo qué, tío? Necesito un cigarrillo.
– Me voy.
– Que te den por culo, tío.
– Sí, eso te iba a decir.
Se metió en la sala de la brigada de detectives por la puerta de atrás. Lo primero que hizo fue confirmar que el despacho acristalado de Pounds estaba vacío. Después se fijó en el colgador de la parte delantera y supo que estaba en comisaría. El teniente ya estaba en la reunión de mando. Mientras caminaba por el pasillo formado por la separación de las mesas de los investigadores, intercambió saludos con la cabeza con algunos de los detectives.
Edgar se hallaba en la mesa de homicidios, sentado enfrente de su nuevo compañero, que ocupaba la antigua silla de Bosch. Edgar oyó uno de los «¿Qué tal, Harry?», y se volvió.
– ¿Qué pasa, Harry?
– Hola, tío, sólo he venido a buscar un par de cosas. Espera un segundo, hace calor fuera.
Bosch caminó hasta la parte delantera de la sala, donde el viejo Henry de la brigada del sí estaba haciendo un crucigrama detrás del mostrador. Bosch vio que las marcas de la goma de borrar habían vuelto la parrilla gris.
– Henry, ¿cómo va eso? ¿Sale o no sale?
– Detective Bosch.
Bosch se quitó la americana y la colgó en un gancho del colgador, junto a una chaqueta con un estampado gris. Ésta pendía de una percha y Bosch sabía que era la de Pounds. Mientras ponía su americana en el gancho, dándole la espalda a Henry y al resto de la brigada, metió la mano izquierda en la otra chaqueta, palpó el bolsillo interior y sacó la cartera con la placa de Pounds. Sabía que tenía que estar allí. Pounds era un animal de costumbres y Bosch ya había visto la cartera con la placa en la chaqueta en una ocasión anterior.
Se guardó la cartera en el bolsillo del pantalón y se volvió mientras Henry continuaba hablando. Bosch sólo tuvo un momento de vacilación ante la gravedad de lo que estaba haciendo. Coger la placa de otro policía era un delito, pero Bosch veía a Pounds como la razón de que él no tuviera su propia placa. En la balanza de su moralidad, lo que Pounds le había hecho a él era igual de malo.
– Si quiere ver al teniente, está al fondo del vestíbulo, en una reunión -‹lijo Henry.
– No, no quiero ver al teniente, Henry. De hecho, ni siquiera le diga que he estado aquí. No quiero que le suba la tensión. Sólo he venido a recoger unas cosas, enseguida me voy.