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– Trato hecho, yo tampoco quiero que se ponga de mal humor.

Bosch no tenía que preocuparse porque nadie más de la brigada le dijera a Pounds que había estado allí. Para sellar el acuerdo le dio a Henry un amistoso pellizco en el hombro al pasar por detrás de él. Volvió a la mesa de homicidios y, mientras él se acercaba, Burns empezó a levantarse del antiguo lugar de Bosch.

– ¿Necesitas entrar aquí, Harry? -preguntó.

Bosch creyó detectar una energía nerviosa en la voz del otro hombre. Comprendió el aprieto en el que se encontraba y no quiso hacerle pasar un mal rato.

– Sí, si no te importa -‹lijo-. Creo que voy a sacar de ahí mis objetos personales para que puedas moverte con comodidad.

Bosch rodeó el escritorio y abrió el cajón. Había dos cajas de Junior Mints encima de papeles viejos que habían sido enterrados tiempo atrás.

– Ah, los caramelos son míos, lo siento -dijo Burns.

Se estiró para coger las dos cajas de caramelos y se quedó de pie junto a la mesa, sosteniéndolos como un niño grande con traje mientras Bosch revisaba los papeles.

Todo era un show. Bosch cogió algunos papeles, los metió en una carpeta y con un gesto le indicó a Burns que ya podía volver a guardar los caramelos.

– Ten cuidado, Bob.

– Bill. ¿Cuidado de qué?

– De las hormigas.

Bosch se acercó a la hilera de archivadores que recorría la pared de al lado de la mesa y abrió uno de los cajones que tenían su tarjeta de visita pegada en él. Era el tercero empezando por abajo y sabía que estaba casi vacío. De nuevo de espaldas a la mesa, sacó del bolsillo la cartera de la placa y la puso en el cajón. Acto seguido, con las manos en el cajón y fuera de la vista, abrió la cartera y sacó la placa dorada. Se puso la placa en un bolsillo y la cartera en el otro. Para disimular sacó una carpeta del cajón y cerró éste.

Se volvió y miró a Jerry Edgar.

– Bueno, ya está. Me llevo unos papeles personales que podría necesitar. ¿Qué hay de nuevo?

– Nada, la cosa está tranquila.

Otra vez en el colgador, Bosch dio su espalda a la mesa y cogió la americana con una mano mientras con la otra sacó la cartera de la placa del bolsillo y la deslizó en la chaqueta de Pounds. Después se puso la cazadora, se despidió de Henry y volvió a la mesa de homicidios.

– Me voy -les dijo a Edgar y Burns mientras cogía las dos carpetas que había sacado-. No quiero que Pounds me vea y monte un número. Buena suerte, chicos.

En el camino de salida, Bosch se detuvo y le dio otro cigarrillo al yonqui. El detenido que se había quejado antes ya no estaba en el banco, si no Bosch también le habría dado uno.

De nuevo en el Mustang, Harry dejó las carpetas en el asiento de atrás y sacó su cartera sin placa del maletín. Colocó la placa de Pounds en su lugar junto a su propia tarjeta de identificación. Pensó que funcionaría siempre y cuando nadie la mirara muy de cerca. La placa ponía «teniente». La tarjeta de identificación de Bosch lo identificaba como detective. Era una discrepancia menor y Bosch se sentía satisfecho. Lo mejor de todo, pensó, era que había muchas posibilidades de que durante un tiempo Pounds no echara en falta su placa. Apenas salía de comisaría para ir a visitar escenas de crímenes y por tanto rara vez tenía que abrir la cartera para mostrar la placa. Existía una buena oportunidad de que no reparara en su desaparición. Lo único que tenía que hacer era devolverla en cuanto ya no la necesitara.

Bosch llegó al despacho de Carmen Hinojos temprano para su sesión de la tarde. Esperó hasta exactamente las tres y media y llamó a la puerta. Hinojos le sonrió mientras entraba en el despacho y Bosch se fijó en que el sol de media tarde se colaba por la ventana y derramaba su luz sobre el escritorio de la psiquiatra. Se dirigió a la silla que ocupaba habitualmente, pero en el último instante se detuvo y se sentó en la silla situada a la izquierda de la mesa. Hinojos se fijó en la maniobra y puso cara de enfado como si Bosch fuera un colegial.

– Si cree que me importa en qué silla se sienta, se equivoca.

– ¿Ah, sí? Bueno.

Se levantó y se sentó en la otra silla. Le gustaba estar cerca de la ventana.

– Puede que no llegue a tiempo a la sesión del lunes -dijo después de acomodarse.

Hinojos torció el gesto otra vez, en esta ocasión con más seriedad.

– ¿Por qué no?

– Me voy fuera. Trataré de volver a tiempo.

– ¿Fuera? ¿Qué ha ocurrido con su investigación?

– Forma parte de ella. Voy a Florida para buscar a uno de los investigadores originales. Uno está muerto, y el otro en Florida. Así que tengo que localizarlo.

– ¿No podría simplemente llamar?

– No quiero llamar. No quiero darle la oportunidad de que se deshaga de mí.

Hinojosa asintió con la cabeza.

– Cuando se va.

– Esta noche. Voy en vuelo nocturno a Tampa.

– Harry, fíjese en usted. Casi parece un zombi. Podría dormir un poco y coger un avión por la mañana.

– No, he de estar allí antes de que llegue el correo.

– ¿Qué quiere decir?

– Nada. Es una larga historia. De todos modos quería pedirle algo. Necesito su ayuda.

Hinojos estudió la propuesta durante varios segundos, aparentemente sopesando hasta dónde quería avanzar en la cueva sin conocer su profundidad.

– ¿Qué quiere?

– ¿Alguna vez ha trabajado para el departamento?

La psiquiatra entrecerró los ojos, sin darse cuenta de adónde conduciría la petición de Bosch.

– Alguna cosa. De vez en cuando me traen algo, o me piden que elabore el perfil de un sospechoso. Pero por lo general el departamento usa personal externo, psiquiatras forenses que tienen experiencia en esto.

– Pero ¿ha estado en escenas de crímenes?

– En realidad, no. Sólo he trabajado a partir de fotos que me traían.

– Perfecto.

Bosch se colocó el maletín en el regazo y lo abrió. Sacó el sobre de la escena del crimen y las fotos de la autopsia y las colocó suavemente en el escritorio de Hinojos.

– Éstas son de mi caso. No quiero mirarlas. No puedo mirarlas. Pero necesito que alguien lo haga y me diga lo que hay. Probablemente no hay nada, pero me gustaría tener otra opinión. La investigación del caso que hicieron estos dos tipos fue…, bueno, prácticamente no hubo investigación.

– Oh, Harry. -Hinojos sacudió la cabeza-. No estoy segura de que sea sensato. ¿Por qué yo?

– Porque usted sabe lo que estoy haciendo. Y porque confío en usted. N o creo que pueda fiarme de nadie más.

– ¿Se fiaría de mí si yo no estuviera éticamente obligada a no revelar a otros el contenido de lo que hablamos aquí?

Bosch examinó el rostro de la psiquiatra.

– No lo sé -dijo finalmente.

– Ya me lo parecía.

Hinojos deslizó el sobre a un lado de la mesa.

– Dejemos esto aparte por ahora y continuemos con la sesión. Tengo que pensarlo.

– De acuerdo, puede guardarlas. Pero dígamelo, ¿vale? Sólo quiero saber su impresión acerca de ellas. Como psiquiatra y como mujer.

– Ya veremos.

– ¿De qué quiere que hablemos?

– ¿Qué está pasando con la investigación?

– ¿Es una pregunta profesional, doctora Hinojos? ¿O sólo tiene curiosidad por el caso?

– No, tengo curiosidad por usted. Y estoy preocupada. Todavía no estoy convencida de que lo que está haciendo sea seguro, ni psicológica ni físicamente. Está tonteando con las vidas de gente poderosa. Y yo estoy pillada en medio. Sé lo que se propone, pero apenas puedo hacer nada para detenerle. Me temo que me ha engañado.

– ¿Engañado?

– Me ha arrastrado a esto. Apuesto a que quería enseñarme estas fotos desde el momento en que me dijo lo que estaba haciendo.