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Bosch se detuvo y estudió a la psiquiatra. Todavía veía su escepticismo. Comprendió que sólo era otra ciudadana que se llevaría un susto de muerte si recibiera una dosis de la realidad de la calle.

– Cuando le leen los derechos a alguien, se acabó -dijo-. Fin. Edgar y yo volvimos de tomar café y el putero está allí sentado y nos suelta que quiere un abogado. Yo digo: «¿Qué abogado, quién está hablando de abogados? Usted es un testigo, no un sospechoso.» Y él nos dice que el teniente acaba de leerle sus derechos. En ese momento no supe a quién odiaba más si a Pounds por haber jodido el caso o a ese tipo por matar a la chica.

– Bueno, dígame una cosa, ¿qué habría ocurrido si Pounds no hubiera hecho lo que hizo?

– Nos habríamos hecho amigos del tipo, le habríamos pedido que contara la historia con el máximo detalle posible con la esperanza de que hubiera inconsistencias cuando se comparara con lo que les dijo a los agentes de uniforme. Entonces le habríamos dicho: «Las inconsistencias en sus declaraciones le convierten en sospechoso.» Entonces sí le habríamos leído sus derechos, y con un poco de suerte le habríamos vencido con las inconsistencias y con los problemas que encontramos en la escena del crimen. Habríamos tratado de obtener una confesión, y tal vez la habríamos conseguido. La mayor parte de lo que hacemos consiste en hacer que la gente hable. No es como en la tele. Es cien veces más duro y más sucio. Pero, igual que usted, lo que hacemos es lograr que la gente hable… Al menos ésa es mi opinión. Ahora, por culpa de Pounds, nunca sabremos lo que habría ocurrido.

– Bueno, ¿qué pasó después de que usted descubrió que le habían leído los derechos a su sospechoso?

– Salí de allí y me fui derecho al despacho de Pounds. Él supo que algo iba mal porque se levantó. Eso lo recuerdo. Le pregunté si había informado a mi sospechoso y cuando dijo que sí discutimos. Los dos, a gritos… Después no recuerdo exactamente lo que sucedió. No estoy tratando de negar nada. Simplemente no recuerdo los detalles. Debí de agarrarle y empujarle. Y rompió el cristal con la cara.

– ¿Qué hizo cuando ocurrió eso?

– Bueno, algunos de los chicos llegaron corriendo y me sacaron de allí. El jefe de comisaría me envió a casa. Pounds tuvo que ir al hospital a que le curaran la nariz. Asuntos internos le tomó declaración y a mí me suspendieron. Y entonces intervino Irving y lo cambió por una baja involuntaria por estrés. Y aquí estoy.

– ¿Qué ocurrió con el caso?

– El putero nunca habló. Consiguió su abogado y salió. El viernes pasado Edgar acudió a la fiscalía con lo que teníamos y lo rechazaron. Dijeron que no iban a ir a juicio en un caso sin testigos con unas pocas inconsistencias menores… Las huellas de la chica estaban en el cuchillo. Menuda sorpresa. Lo que resultó fue que ella no contó. Al menos no lo suficiente para que corrieran el riesgo de perder.

Ninguno de los dos habló durante unos segundos. Bosch supuso que ella estaba pensando en las similitudes entre este caso y el de su madre.

– Así que lo que tenemos -dijo Bosch al fin- es un asesino en la calle y al tipo que permitió que saliera libre de nuevo sentado en su despacho. Ya le han arreglado el cristal, todo ha vuelto a la normalidad. Así es nuestro sistema. Me enfurecí por eso y mire lo que me costó. Una baja por estrés y tal vez la pérdida de mi trabajo.

Hinojos se aclaró la garganta antes de abordar su valoración de la historia.

– Tal y como ha expuesto las circunstancias de lo que ocurrió es muy fácil comprender su rabia. Pero no la acción última que tomó. ¿Alguna vez ha oído hablar del «momento de locura»?

Bosch negó con la cabeza.

– Es una forma de describir un arrebato violento que tiene sus raíces en diversas presiones que sufre un individuo. Crece y se desata en un momento, normalmente de manera violenta y con frecuencia contra un objetivo que no es completamente responsable de la presión.

– Si necesita que diga que Pounds es una víctima inocente, no voy a decirlo.

– No necesito eso. Sólo necesito que examine esta situación y cómo pudo ocurrir.

– No lo sé. Joder, ocurrió y punto.

– Cuando agrede físicamente a alguien, ¿no siente que se rebaja al mismo nivel que el hombre que quedó en libertad?

– Ni de lejos, doctora. Deje que le diga algo. Puede usted mirar todas las partes de mi vida, puede agregar los terremotos, los incendios, las inundaciones, los disturbios e incluso Vietnam, pero cuando se trata de mí y de Pounds en esa sala acristalada, nada de eso importaba. Puede llamarlo un momento de locura o como le parezca. A veces, el momento es lo único que importa y en ese momento hice lo que debía. Y si el objetivo de estas sesiones es que comprenda que me equivoqué, olvídelo. Irving me acorraló el otro día en el vestíbulo y me pidió que pensara en escribir una carta de disculpa. A la mierda. Hice lo que debía.

Hinojos asintió con la cabeza, se acomodó en su silla y pareció más incómoda de lo que había estado durante la larga diatriba de Bosch. Al final, Hinojos miró su reloj y Bosch el de él. Se le había acabado el tiempo.

– Bueno -dijo Bosch-. Supongo que he hecho retroceder un siglo la causa de la psicoterapia, ¿eh?

– No, en absoluto. Cuanto más se conoce a una persona y más se conoce su historia, más entiende uno las cosas que pasan. Por eso disfruto con mi trabajo.

– Yo también.

– ¿Ha hablado con el teniente Pounds tras el incidente?

– Lo vi cuando fui a dejarle las llaves de mi coche. Consiguió que me lo retiraran. Fui a su despacho y casi se puso histérico. Es un hombre muy pequeño y creo que lo sabe.

– Normalmente lo saben.

Bosch se inclinó hacia adelante, preparado para levantarse e irse, y se fijó en el sobre que Hinojos había apartado a un lado de la mesa.

– ¿Y las fotos?

– Sabía que volvería a sacar el tema. -La psiquiatra miró el sobre y torció el gesto-. Necesito pensar en ello. A varios niveles. ¿Puedo guardármelas mientras usted se va a Florida? ¿O va a necesitarlas?

– Puede quedárselas.

A las cuatro y cuarenta y cinco de la mañana hora de California, el avión aterrizó en el aeropuerto internacional de Tampa. Bosch se apoyó con cara de sueño en la ventanilla de la cabina, observando por primera vez el sol que se alzaba en el cielo de Florida. Mientras el avión rodaba por la pista, se sacó el reloj y movió las manecillas para adelantarlo tres horas. Estuvo tentado de registrarse en el motel más cercano para dormir un poco, pero sabía que no tenía tiempo. Según el mapa de AAA que llevaba consigo, parecía que había al menos dos horas de coche hasta Venice.

– Es bonito ver un cielo azul.

Era la mujer que tenía al lado, en el asiento del pasillo. Estaba inclinada hacia él, mirando asimismo por la ventanilla. Rondaría los cuarenta y cinco años y tenía el pelo prematuramente gris, casi blanco. Habían hablado un poco en la primera parte del vuelo y Bosch sabía que no iba de visita, sino que regresaba a Florida. Había estado cinco años en Los Ángeles y ya tenía suficiente. Volvía a casa. Bosch no preguntó quién o qué la esperaba allí, pero se había preguntado si ya tenía el pelo cano la primera vez que aterrizó en Los Ángeles cinco años antes.