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La mujer se dirigió hacia el norte por la carretera principal, hacia Sarasota. El tráfico avanzaba con lentitud. Después de recorrer tres kilómetros en quince minutos, el Town Car dobló a la izquierda en Vamo Road y a continuación, casi de inmediato, dobló a la derecha en un camino privado camuflado entre árboles altos y hierba muy crecida. Bosch estaba a sólo diez segundos de ella. Cuando la mujer dobló por el camino, Bosch redujo la velocidad, pero no giró. Vio un letrero entre los árboles.

Bienvenidos a

PELICAN COVE

Casas en condominio. Amarres

El Town Car pasó junto a la caseta de un vigilante y tras él bajó una barrera a rayas rojas y blancas.

– ¡Mierda!

Bosch no había pensado en una comunidad con barrera. Creía que esas cosas eran raras fuera de Los Ángeles. Miró de nuevo el cartel antes de dar la vuelta y dirigirse hacia la carretera principal. Se acordó de que había visto otro centro comercial justo antes de doblar en Vamo.

Había ocho viviendas en Pelican Cove que figuraban en la sección inmobiliaria del Sarasota Herald Tribune, pero sólo tres las vendía el propietario. Bosch fue a un teléfono público y llamó al primero. Le salió una cinta. En la segunda llamada, la mujer que contestó explicó que su marido iba a pasar el día jugando a golf y que ella se sentía incómoda enseñando la propiedad sola. En la tercera llamada, la mujer que respondió invitó a Bosch a venir enseguida e incluso le dijo que tendría preparada limonada fresca para cuando llegara.

Bosch sintió un momentáneo pinchazo de culpa por aprovecharse de una desconocida que sólo intentaba vender su casa, pero se le pasó enseguida, en cuanto consideró que la mujer nunca sabría que había sido utilizada y que no tenía alternativa para llegar a McKittrick.

Después de que el vigilante le dejara pasar y le explicara cómo llegar al apartamento de la señora de la limonada, Bosch recorrió el complejo densamente arbolado, buscando el Town Car plateado. No tardó mucho en descubrir que el complejo era básicamente una comunidad de jubilados. Pasó junto a muchos ancianos en coches o paseando, todos ellos con el pelo blanco y la piel dorada por el sol. Enseguida encontró el Town Car y comprobó su localización con el plano que le había dado el vigilante. Estaba a punto de hacer una visita de rigor a la mujer de la limonada para evitar sospechas, pero entonces vio otro Town Car plateado. Supuso que era un vehículo popular entre la tercera edad. Sacó su libreta y comprobó el número de matrícula que había anotado. Ninguno de los dos coches era el que había seguido antes.

Siguió conduciendo y finalmente encontró el Town Car correcto en una casa apartada, en el extremo de la urbanización. Estaba aparcado enfrente de un edificio de dos plantas, de madera oscura, rodeado por robles y árboles papeleros. Bosch creyó distinguir seis apartamentos en el edificio. Fácil, pensó. Consultó el plano y volvió a ponerse en camino hacia la señora de la limonada, que ocupaba el segundo piso de un edificio situado en el otro extremo del complejo.

– Es usted joven -dijo la mujer que abrió la puerta. Bosch estuvo a punto de decirle que ella también, pero se mordió la lengua. Aparentaba treinta y tantos, lo cual situaba su nacimiento al menos tres décadas más tarde que el de cualquiera de las personas que Bosch había visto en la urbanización hasta entonces. Tenía un rostro atractivo y moreno, enmarcado por un cabello que le llegaba a los hombros. Llevaba vaqueros, una camisa Oxford y un chaleco negro con un estampado colorido en la parte delantera. No se había preocupado de maquillarse en exceso, lo cual a Bosch le gustó. Tenía unos ojos verdes serios que a Bosch tampoco le desagradaron.

– Soy Jasmine; ¿usted es el señor Bosch?

– Sí; Harry. Acabo de llamar.

– Ha venido deprisa.

– Estaba cerca.

Ella lo invitó a entrar y empezó la visita.

– Hay tres habitaciones, como decía el periódico. La habitación principal tiene baño en suite. El segundo cuarto de baño está junto al vestíbulo principal. Pero lo mejor de la casa es la vista.

Le señaló a Bosch unas puertas correderas de cristal que daban a una amplia extensión de agua punteada de islas de mangles. En las ramas de los árboles de esas islas, por lo demás vírgenes, había centenares de aves. La mujer tenía razón, la vista era hermosa.

– ¿Qué es eso? -preguntó Bosch-. El agua.

– Es… Usted no es de por aquí, ¿verdad? Es Little Sarasota Bay.

Bosch asintió al tiempo que reparaba en el error que acababa de cometer al formular la pregunta.

– No, no lo soy. Pero estoy pensando en mudarme.

– ¿De dónde es?

– De Los Ángeles.

– Ah, sí, he oído que mucha gente se está marchando de allí porque el suelo no para de temblar.

– Algo así.

Jasmine lo condujo por un pasillo hasta lo que debería ser la habitación principal. Bosch quedó inmediatamente impresionado por cómo la habitación no encajaba con aquella mujer. Era oscura, pesada y vieja. Un escritorio de caoba con aspecto de pesar una tonelada, mesitas de noche pareadas con lámparas adornadas y con pantallas de brocado. La casa olía a viejo. No podía ser el lugar donde ella dormía.

Al volverse, Bosch se fijó en que en la pared contigua a la puerta había una vieja pintura, un retrato de la mujer que estaba a su lado. Era una versión más joven de Jasmine, con el rostro más adusto, más severo. Bosch se estaba preguntando qué clase de persona cuelga un retrato de sí misma en su dormitorio cuando se fijó en que el lienzo estaba firmado. El nombre del artista era Jazz.

– Jazz. ¿Es usted?

– Sí, mi padre insistió en colgarlo aquí. De hecho tendría que haberlo quitado.

Se acercó a la pared y empezó a descolgar el cuadro.

– ¿Su padre? -Bosch se colocó al otro lado del cuadro para ayudarla.

– Sí. Se lo regalé hace mucho tiempo. Entonces di gracias porque no lo colgó en la sala de estar donde sus amigos pudieran verlo, pero incluso aquí es un poco excesivo.

La mujer dio la vuelta al cuadro y lo apoyó en la pared.

Bosch entendió lo que había estado diciendo.

– ¿Es la casa de su padre?

– Ah, sí. Yo me he quedado aquí mientras está el anuncio en el periódico. ¿Quiere ver el baño en suite? Tiene un jacuzzi. Eso no lo mencionaba el anuncio.

Bosch se acercó más a ella en la puerta del cuarto de baño. Le miró las manos, un instinto natural, y vio que no llevaba anillos. Pudo olerla al pasar y el aroma que detectó coincidía con el nombre: jazmín. Estaba empezando a sentir cierta atracción por ella, pero no estaba seguro de si era por la excitación de estar allí bajo falsas pretensiones o bien se trataba de una atracción real. Estaba cansado y lo sabía, y decidió que ya bastaba. Sus defensas estaban bajas. Miró por encima el cuarto de baño y salió.

– Es bonito. ¿Vivía solo?

– ¿Mi padre? Sí, solo. Mi madre murió cuando yo era pequeña. Mi padre falleció en Navidades.

– Lo siento.

– Gracias. ¿Qué más puedo contarle?

– Nada. Era sólo curiosidad por saber quién había vivido aquí.

– No, me refiero a qué más puedo explicarle del condominio.

– Ah, eh… Nada. Es muy bonito. Todavía estoy en la fase de echar un vistazo, supongo, no estoy seguro de qué voy a hacer. Yo…

– ¿Qué hace usted en realidad?

– ¿Disculpe?

– ¿Qué está haciendo aquí, señor Bosch? No está buscando un condominio. Ni siquiera está mirando la casa.

La voz de la mujer estaba exenta de ira. Era una voz cargada de la confianza que tenía en interpretar a las personas.

Bosch sintió que se ruborizaba. Lo habían descubierto.

– Yo sólo… Yo sólo he venido a mirar casas.

Era una réplica tremendamente débil, pero no se le ocurrió nada más que decir. Jasmine advirtió su aprieto y lo dejó estar.