– Bueno, lamento haberle puesto en apuros. ¿Quiere ver el resto de la casa?
– Sí, eh, bueno, ¿ha dicho que tiene tres dormitorios? Es demasiado grande para lo que estoy buscando.
– Sí, tres dormitorios, pero eso también lo decía el anuncio.
Afortunadamente, Bosch sabía que ya no podía ponerse más colorado de lo que estaba.
– Oh -dijo-. Eso ha debido de pasárseme. Eh, gracias por mostrármela, de todos modos. Es una casa muy bonita.
Avanzó con rapidez por la sala de estar hacia la puerta. Al abrirla miró a la mujer. Ella habló antes de que él pudiera decir nada.
– Algo me dice que es una buena historia.
– ¿El qué?
– Lo que está haciendo usted. Si alguna vez tiene ganas de contármela, el número está en el periódico. Pero eso ya lo sabe.
Bosch asintió. Estaba sin habla. Salió y cerró la puerta tras de sí.
Cuando volvió al lugar donde había visto el Town Car, su cara había recuperado su color normal, pero todavía se sentía avergonzado por haber sido acorralado por la mujer. Trató de no darle importancia y concentrarse en la tarea que tenía por delante.
Aparcó y fue a llamar a la puerta de la planta baja que estaba más próxima al Town Car. Finalmente una mujer mayor acudió a abrir y lo miró con cara de asustada. Con una mano agarraba el asidero de un pequeño carrito de dos ruedas que transportaba una botella de oxígeno. Dos tubos de plástico le pasaban por detrás de las orejas y le recorrían ambas mejillas antes de introducirse en sus orificios nasales.
– Lamento molestarla -dijo Bosch con rapidez-. Estaba buscando a los McKittrick.
La anciana levantó una mano frágil, cerró el puño con el pulgar hacia arriba y señaló al techo. Los ojos de Bosch fueron también en esa dirección.
– ¿Arriba?
Ella asintió con la cabeza. Bosch le dio las gracias y se dirigió a la escalera.
La mujer que había recogido el sobre rojo abrió la siguiente puerta en la que llamó Bosch y éste exhaló como si hubiera pasado la vida entera buscándola. Y así era como se sentía.
– ¿Señora McKittrick?
– ¿Sí?
Bosch sacó la cartera en la que guardaba la placa y la abrió. La sostuvo de manera que dos dedos cruzaban la mayor parte de la placa ocultando la palabra «teniente».
– Me llamo Harry Bosch. Soy detective del Departamento de Policía de Los Ángeles. ¿Está su marido en casa? Me gustaría hablar con él.
Una expresión de preocupación ensombreció enseguida el rostro de la mujer.
– ¿El Departamento de Policía de Los Ángeles? No ha estado allí en veinte años.
– Es acerca de un viejo caso. Me enviaron a hablar con él.
– Bueno, podría haber llamado.
– No teníamos el número. ¿Está aquí?
– No, está en el barco. Ha ido a pescar.
– ¿Dónde está? Tal vez pueda encontrarle.
– Bueno, no le gustan las sorpresas.
– Supongo que será una sorpresa tanto si se lo dice usted como si se lo digo yo. No veo la diferencia. Sólo tengo que hablar con él, señora McKittrick.
Tal vez estaba acostumbrada al tono que usan los policías para evitar la discusión. Cedió.
– Rodee el edificio y vaya recto. Al pasar el tercer edificio, gire a la izquierda y verá los muelles al fondo.
– ¿Dónde está su barco?
– En el amarre seis. Pone Trophy en grandes letras en el costado. No se le escapará. Todavía no ha salido porque está esperando que le lleve la comida.
– Gracias.
Había empezado a alejarse de la puerta hacia el lateral del edificio cuando ella lo llamó.
– ¿Detective Bosch? ¿Va a quedarse un rato? ¿Quiere que le prepare un sándwich?
– No sé cuanto voy a quedarme. Pero se lo agradezco.
Al dirigirse hacia el muelle cayó en la cuenta de que la mujer llamada Jasmine nunca había llegado a ofrecerle la limonada que le había prometido.
Bosch tardó quince minutos en encontrar la pequeña ensenada donde se hallaban los amarres. Una vez logrado eso, McKittrick fue fácil de localizar. Puede que hubiera unos cuarenta barcos en atracaderos, pero sólo uno de ellos estaba ocupado. Un hombre con un intenso bronceado que quedaba realzado por el pelo blanco estaba en la popa, doblado sobre el motor fuera de borda. Bosch lo examinó al acercarse, pero no vio nada reconocible en él. No encajaba con la imagen que Bosch tenía en su mente del hombre que lo había sacado de la piscina hacía tantos años.
La cubierta del motor no estaba puesta y el hombre estaba haciendo algo con un destornillador. Llevaba unos shorts de color caqui y una camisa blanca de golf que estaba demasiado vieja y manchada para el golf, pero que servía para ir a navegar. El barco tenía unos seis metros de eslora, calculó Bosch, y una pequeña cabina cerca de la proa, donde estaba el timón. Había cañas de pescar en soportes a ambos costados, dos a babor y dos a estribor.
Bosch se detuvo junto a la proa del barco a propósito. Quería estar a cierta distancia de McKittrick cuando mostrara la placa. Sonrió.
– Nunca pensé ver a alguien de homicidios de Hollywood tan lejos de casa -dijo.
McKittrick levantó la cabeza, pero no mostró sorpresa.
– No, se equivoca. Ésta es mi casa. Cuando estuve allí era cuando estaba lejos.
Bosch asintió como para decir que le parecía bien y mostró la placa. La sostuvo del mismo modo que cuando se la había mostrado a la mujer del ex policía.
– Soy Harry Bosch, de homicidios de Hollywood.
– Sí, eso he oído.
Bosch fue el que se mostró sorprendido. No podía pensar en nadie en Los Ángeles que pudiera haber advertido a McKittrick de su llegada. Nadie lo sabía. Sólo se lo había contado a Hinojos y no podía concebir que le hubiera traicionado.
McKittrick le alivió al hacer un gesto hacia el teléfono móvil que estaba en el salpicadero del barco.
– Ha llamado mi mujer.
– Ah.
– Y bien, ¿de qué se trata, detective Bosch? Cuando trabajaba allí, íbamos por parejas. De ese modo era más seguro. ¿Hay tan poco personal que van solos?
– En realidad no. Mi compañero está investigando otro viejo caso. Son posibilidades tan remotas que no gastan dinero en enviar a dos.
– Supongo que me lo va a explicar.
– Sí, de hecho, iba a hacerlo. ¿Le importa que suba a bordo?
– Adelante. Estoy arreglando esto para salir en cuanto llegue la mujer con la comida.
Bosch empezó a caminar por el muelle hasta llegar junto al barco de McKittrick. Después bajó a la nave. Ésta se bamboleó en el agua con el peso añadido, pero después se enderezó. McKittrick cogió la cubierta del motor y empezó a colocarla. Bosch se sentía fuera de lugar. Llevaba zapatos de calle y tejanos negros, una camiseta verde del ejército y una americana ligera negra. Y todavía tenía calor. Se quitó la americana y la dobló encima de una de las dos sillas que había en el puente de mando.
– ¿Qué va a pescar?
– Lo que pique. ¿Y usted?
Miró directamente a Bosch cuando lo preguntó, y Harry vio que sus ojos eran marrones como el cristal de las botellas de cerveza.
– Bueno, ha oído hablar del terremoto, supongo.
– Claro, ¿quién no? Mire, yo he pasado por terremotos y huracanes y le digo que al menos un huracán lo ves venir. Por ejemplo, Andrew trajo un montón de devastación, pero imagínela que habría causado si nadie hubiera sabido que iba a golpear. Eso es lo que pasa con los terremotos.
A Bosch le costó unos segundos situar el Andrew, el huracán que había azotado la costa del sur de Florida un par de años antes. Resultaba difícil seguir la pista de tantos desastres como se producían en el mundo. Ya había bastantes sólo en Los Ángeles. Miró a través de la ensenada y vio que un pez saltaba y al volver a caer creaba una estampida de saltos entre los otros ejemplares del cardumen. Miró a McKittrick y estaba a punto de avisarle cuando se dio cuenta de que era algo que probablemente veía todos los días de su vida.