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– ¿Cuándo se fue de Los Ángeles?

– Hace veintiún años. Cumplí con mis veinte y adiós. Puede guardarse Los Ángeles, Bosch. Mierda, estuve allí en el terremoto de Sylmar en el setenta y uno. Derribó un hospital y un par de autovías. Entonces vivíamos en Tujunga, a pocos kilómetros del epicentro. Ése nunca lo olvidaré. Era como un combate entre Dios y el diablo y tú estabas allí con ellos haciendo de árbitro. Maldita sea… Bueno, ¿qué tiene que ver el terremoto con todo esto?

– Verá, es un fenómeno bastante extraño, pero el índice de asesinatos ha caído. La gente se ha vuelto más cívica, supongo. Nosotros…

– Quizá ya no queda nada por lo que merezca la pena matar.

– Puede ser. El caso es que normalmente tenemos entre setenta y ochenta asesinatos al año en la división. No sé cómo era cuando usted…

– Teníamos menos de la mitad. Fácil.

– Bueno, este año estamos por debajo de la media. Eso nos ha dado tiempo para revisar algunos de los casos antiguos. A cada uno le ha tocado una parte. Uno de los que me han tocado a mí tenía su nombre. Supongo que sabe que su compañero de entonces falleció y…

– ¿Eno está muerto? Maldición, no lo sabía. Pensé que me habría enterado. No es que hubiera importado demasiado.

– Sí, está muerto. Su mujer recibe los cheques de la pensión. Lamento que no lo supiera.

– No pasa nada. Eno y yo…, bueno, éramos compañeros. Nada más.

– El caso es que estoy aquí porque usted está vivo y él no.

– ¿Cuál es el caso?

– Marjorie Lowe. -Bosch esperó la reacción del rostro de McKittrick, pero no percibió ninguna-. ¿Lo recuerda? La encontraron en el cubo de basura de un callejón cerca de…

– Cerca de Vista. Detrás de Hollywood Boulevard, entre Vista y Gower. Los recuerdo todos, Bosch. Resueltos o no, recuerdo todos y cada uno de ellos.

«Pero no me recuerda a mí», pensó Bosch, aunque no lo dijo.

– Sí, es ése. Entre Vista y Gower.

– ¿Qué pasa?

– Nunca se resolvió.

– Ya lo sé -dijo McKittrick, levantando la voz-. Trabajé en sesenta y tres casos en los siete años que pasé en homicidios. Trabajé en Hollywood, Wilshire y en robos y homicidios. Resolví cincuenta y seis. A ver quién lo supera. Hoy en día tienen suerte si resuelven la mitad. Apostaría a ciegas contra usted.

– Y ganaría. Es un buen récord. No se trata de usted, Jake. Se trata del caso.

– No me llame Jake. No le conozco. No le he visto en mi vida. Yo… Espere un momento.

Bosch lo miró, asombrado de que pudiera haberse acordado de la piscina de McClaren. Pero entonces se dio cuenta de que McKittrick se había detenido porque su mujer se aproximaba por el muelle con una nevera de plástico en la mano. McKittrick aguardó en silencio hasta que la mujer dejó la nevera en el suelo cerca del barco y él la subió a bordo.

– Ah, detective Bosch, va a pasar mucho calor vestido así -dijo la señora McKittrick-. ¿Quiere que vaya a casa y le baje unos shorts de Jake y una camiseta?

Bosch miró a McKittrick y después a la mujer.

– No, gracias, señora.

– Va a ir a pescar, ¿no?

– Bueno, no me han invitado y…

– Oh, Jake, invítalo a pescar. Siempre estás buscando a alguien que te acompañe. Además, así podrás ponerte al día de todas esas historias truculentas que tanto te gustaban en Hollywood.

McKittrick levantó la cabeza para mirar a su mujer, y Bosch vio que pugnaba por no perder los nervios. Consiguió controlarse.

– Mary, gracias por los sándwiches -dijo McKittrick con calma-. Ahora, ¿puedes subir a casa y dejarnos solos?

Ella lo miró con ceño y sacudió la cabeza como si McKittrick fuera un niño malcriado. La mujer regresó por donde había venido sin decir una palabra más. Los dos hombres que quedaron en el barco dejaron pasar unos segundos antes de que Bosch hablara y tratara de reconducir la situación.

– Mire, no he venido por ninguna otra razón que no sea la de plantearle algunas preguntas sobre el caso. No estoy tratando de sugerir que hubiera nada malo con la forma en que se llevó. Sólo estoy echando otro vistazo, eso es todo.

– Se le olvida algo.

– ¿Qué?

– Que es un mentiroso.

Bosch sintió que esta vez era él quien tenía que contenerse. Estaba enfadado por el hecho de que aquel hombre le cuestionara sus motivos, por más que tuviera el derecho de hacerlo. Estuvo a punto de quitarse el disfraz de chico bueno y saltar a por él, pero sabía que no le convenía. Sabía que si McKittrick actuaba así tenía que ser por algún motivo. Algo del viejo caso era como una piedra en el zapato. La había apartado a un lado, donde no le molestaba, pero seguía allí. Bosch tenía que lograr que deseara quitársela. Se tragó su propia rabia y trató de contenerse.

– ¿Por qué soy mentiroso? -dijo.

McKittrick le daba la espalda. El ex policía estaba buscando debajo del timón. Bosch no podía ver qué era lo que trataba de hacer, pero supuso que tal vez estaba buscando las llaves del barco.

– ¿Por qué es un mentiroso? -respondió McKittrick al darse la vuelta-. Le diré por qué. Porque viene aquí sacando esa placa de mierda cuando los dos sabemos que no tiene placa.

McKittrick estaba apuntando a Bosch con una Beretta de calibre veintidós. Era pequeña, pero serviría a esa distancia y Bosch tenía que asumir que McKittrick sabía usarla.

– Joder, tío, ¿qué te pasa?

– No tenía ningún problema hasta que has aparecido tú.

Bosch levantó las manos a la altura del pecho, adoptando una posición no amenazadora.

– Cálmate.

– Cálmate tú. Baja las manos, joder. Quiero volver a ver esa placa. Sácala y tírala aquí. Despacio.

Bosch obedeció, tratando permanentemente de mirar por los muelles sin girar el cuello más de unos centímetros. No vio a nadie. Estaba solo. Y desarmado. Tiró la cartera de la placa en cubierta, cerca de los pies de McKittrick.

– Ahora quiero que rodees el puente hasta la proa. Apóyate en la barandilla de proa, donde pueda verte. Sabía que algún día alguien querría joderme. Te has equivocado de persona y de día.

Bosch hizo lo que le ordenaron y se acercó a la proa. Se agarró de la barandilla para mantener el equilibrio y se volvió para enfrentarse a su captor. Sin apartar la mirada de Bosch, McKittrick se dobló y recogió la cartera. Después fue al puente de mando y dejó la pistola encima de la consola. Bosch sabía que si intentaba algún movimiento, McKittrick llegaría antes. Éste se agachó para accionar algo y el motor arrancó.

– ¿Qué estás haciendo, McKittrick?

– Ah, ahora es McKittrick. ¿Qué ha pasado con el amistoso Jake? Bueno, vamos a ir a pescar. Querías pescar, eso es lo que haremos. Si tratas de saltar te dispararé en el agua. N o me importa.

– No voy a ninguna parte. Cálmate.

– Ahora, agáchate y desata el cabo de esa cornamusa. Tírala al muelle.

Cuando Bosch hubo terminado de cumplir la orden, McKittrick levantó la pistola y retrocedió tres pasos hacia la popa. Desató el otro cabo y desatracó el barco. Volvió al timón y puso suavemente el barco en marcha atrás. El yate se alejó del amarre. McKittrick viró y empezaron a moverse a través de la ensenada hacia la boca del canal. Bosch sentía que la cálida brisa salina le secaba el sudor en la piel. Decidió que saltaría en cuanto llegaran a mar abierto, o donde hubiera otros barcos con gente a bordo.

– Me sorprende que no vayas armado. ¿Qué clase de tipo dice que es un poli y luego va desarmado?

– Soy poli, McKittrick. Deja que me explique.

– No hace falta que lo hagas, muchacho, ya lo sé. Lo sé todo de ti.