McKittrick abrió la cartera con la placa y Bosch vio que examinaba la tarjeta de identificación y la placa dorada de teniente. La lanzó a la consola.
– ¿Qué sabes de mí, McKittrick?
– No te preocupes, todavía me quedan algunos dientes, Bosch, y también me quedan algunos amigos en el departamento. Después de que me avisó mi mujer hice una llamada. A uno de mis amigos. Te conoce. Estás de baja, Bosch. Involuntaria. Así que no sé a qué viene esa historia sobre terremotos que me has soltado. Me hace pensar que has cogido un trabajo por libre mientras estás de baja.
– Te equivocas.
– Sí, bueno, ya lo veremos. Cuando estemos en mar abierto vas a decirme quién te ha mandado o serás comida para los peces. Tú eliges.
– Nadie me ha enviado. He venido solo.
McKittrick golpeó con la palma la bola roja de la palanca del acelerador y el barco saltó hacia adelante. La proa se levantó y Bosch se agarró a la barandilla para no perder el equilibrio.
– ¡Mentira! -gritó McKittrick por encima del ruido del motor-. Eres un farsante. Has mentido antes y mientes ahora.
– Escúchame -gritó Bosch-. Dices que lo recuerdas todo del caso.
– Lo hago, maldita sea. No puedo olvidado.
– Para el motor.
McKittrick tiró hacia sí de la palanca. El barco se niveló y el ruido se redujo.
– En el caso de Marjorie Lowe te tocó el trabajo sucio. ¿Lo recuerdas? ¿Recuerdas a qué llamamos el trabajo sucio? Tenías que avisar al familiar más próximo. Tuviste que decírselo al niño. En McClaren.
– Eso estaba en los informes, Bosch, así que…
Se detuvo y miró a Bosch durante un largo momento. Entonces abrió la cartera de la placa y leyó el nombre. Volvió a mirar a Bosch.
– Recuerdo ese nombre. La piscina. Tú eres el niño.
– Yo soy el niño.
McKittrick dejó que el barco fuera a la deriva por los bajíos de Little Sarasota Bay mientras Bosch le contaba la historia. El ex policía no formuló ninguna pregunta. Se limitó a escuchar. En un momento en que Bosch hizo una pausa, abrió la nevera que su mujer le había preparado y sacó dos cervezas. Le pasó una a Bosch. La lata estaba helada.
Bosch no abrió la lata hasta que terminó de contar la historia. Le había relatado a McKittrick todo lo que sabía, incluso la parte no esencial de su disputa con Pounds. Tenía una corazonada, basada en la rabia y en el comportamiento extraño de McKittrick, de que se había equivocado con el policía retirado. Había viajado a Florida creyendo que iba a encontrarse a un poli corrupto o estúpido, y no estaba seguro de qué le desagradaría más. Sin embargo, McKittrick era un hombre atormentado por los recuerdos y por los demonios de elecciones mal hechas hacía muchos años. Bosch pensó que la piedrecita todavía tenía que salir del zapato y que su propia honradez era la mejor forma de sacarla.
– Bueno, ésta es mi historia -dijo al final-. Espero que tu mujer haya puesto más de dos cervezas.
Abrió la lata y se bebió más de la tercera parte de un trago. Sentida resbalar por la garganta en el sol de la tarde era una sensación deliciosa.
– Ah, hay muchas más -replicó McKittrick-. ¿Quieres un sándwich?
– Todavía no.
– No, ahora lo que quieres es mi historia.
– Para eso he venido.
– Bueno, vamos a pescar.
McKittrick volvió a poner en marcha el motor y siguieron un sendero de boyas a través de la bahía en dirección sur. Al final, Bosch recordó que tenía gafas de sol en el bolsillo de la americana y se las puso.
El viento le golpeaba desde todas las direcciones y ocasionalmente su calidez se veía interrumpida por una brisa fría que se levantaba de la superficie del agua. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que Bosch había salido en barco o incluso desde que había ido a pescar. Teniendo en cuenta que veinte minutos antes había estado encañonado por un arma, se sentía bastante bien.
Cuando la bahía se estrechaba hasta convertirse en un canal, McKittrick volvió a tirar hacia sí de la palanca del acelerador y moderó la velocidad. Saludó a un hombre que estaba en el puente de un yate gigante anclado a un restaurante de la orilla. Bosch no podía saber si conocía al hombre o se trataba de un saludo de buena vecindad.
– Llévalo en línea con el farol del puente.
– ¿Qué?
– Llévalo.
McKittrick se retiró del timón y se dirigió a la proa del barco. Bosch rápidamente se situó tras el timón, avistó el farol rojo que colgaba en el punto medio de un puente levadizo situado media milla más adelante, y ajustó el timón para alinear el barco. Miró por encima del hombro y vio que McKittrick sacaba una bolsa de plástico llena de morralla de un compartimiento que había en la cubierta.
– A ver a quién tenemos aquí hoy -dijo.
Fue a un lado del barco y se inclinó por encima de la borda.
Bosch vio que empezaba a palmear en el costado del Trophy. McKittrick se levantó, observó el agua durante unos diez segundos y repitió el palmoteo.
– ¿Qué pasa? -preguntó Bosch.
Justo cuando lo dijo, un delfín saltó del agua por la popa de babor y volvió a zambullirse a menos de un metro y medio del lugar en el que estaba McKittrick. Fue como un borrón gris resbaladizo, y en un primer momento Bosch no supo con exactitud lo que había ocurrido. Sin embargo, el delfín no tardó en volver a emerger al lado del barco, con el morro fuera del agua y castañeteando. Sonaba como si se estuviera riendo. Mc Kittrick lanzó dos de los pescaditos de morralla a su boca abierta.
– Éste es Sargento, mírale las cicatrices.
Bosch echó un rápido vistazo al puente de mando para asegurarse de que seguían razonablemente en ruta y retrocedió hasta la popa. El delfín continuaba allí. McKittrick señaló al agua por debajo de la aleta dorsal del animal. Bosch vio tres listas blancas que acuchillaban su suave lomo gris.
– Una vez se acercó demasiado y le hirió una hélice. La gente de Mote Marine lo cuidó, pero le quedaron esos galones de sargento.
Bosch asintió mientras McKittrick alimentaba otra vez al delfín. Sin levantar la mirada para ver si seguían en ruta, McKittrick dijo:
– Será mejor que cojas el timón.
Bosch se volvió y advirtió que se habían apartado notablemente del rumbo. Regresó al timón y corrigió la derrota. Se quedó allí mientras McKittrick permaneció en la parte de popa, lanzando peces al delfín, hasta que pasaron por debajo del puente. Bosch decidió que lo esperaría. No importaba si McKittrick contaba su historia en el trayecto de ida o en el de vuelta, la cuestión era que no iba a marcharse sin haberla escuchado.
Diez minutos después de pasar bajo el puente llegaron a un canal que los llevó al golfo de México. McKittrick puso cebo en dos de las cañas y desenredó un centenar de metros de sedal en cada una. Después volvió a situarse al timón y gritó por encima del sonido del viento y del ruido del motor.
– Quiero ir a los arrecifes. Iremos en motor hasta que lleguemos allí y después haremos un poco de pesca a la deriva en los bajíos. Entonces hablaremos.
– Suena como un plan -respondió Bosch en otro grito.
No pescaron nada y a unas dos millas de la costa McKittrick paró motores y le pidió a Bosch que se ocupara de una caña mientras él cogía la otra. Bosch, que era zurdo, tardó unos momentos en coordinarse en el carrete para diestros, pero enseguida sonrió.
– Creo que no había hecho esto desde que era niño. En McClaren de vez en cuando nos metían en un autobús y nos llevaban al muelle de Malibú.
– Joder, ¿ese muelle sigue allí?
– Sí.
– Ahora debe de ser como pescar en una cloaca.
– Supongo.
McKittrick rió y sacudió la cabeza.
– ¿Por qué te quedas allí, Bosch? No parece que te tengan demasiado aprecio.
Bosch pensó un momento antes de contestar. El comentario era adecuado, pero se preguntó si correspondía a McKittrick o a la fuente a la que él había llamado.