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– ¿A quién has llamado para preguntar por mí?

– No te lo voy a decir. Por eso habla conmigo, porque sabe que yo no voy a decírtelo.

Bosch asintió para dar a entender que no iba a insistir en la cuestión.

– Bueno, tienes razón -dijo-. No creo que me aprecien particularmente allí. Pero no sé. Es como si cuanto más me empujan en un sentido más ganas tengo yo de empujar en el otro. Creo que si dejaran de presionarme probablemente decidiría irme.

– Creo que entiendo lo que quieres decir.

McKittrick guardó las dos cañas que habían usado y empezó a preparar las otras dos con anzuelos y plomos.

– Vamos a usar salmonete.

Bosch asintió. No tenía ni idea de pesca, pero observaba a McKittrick de cerca. Se le ocurrió que podía ser un buen momento para empezar.

– Así que entregaste la placa después de veinte años en Los Ángeles. ¿Qué hiciste después?

– Lo estás viendo. Me mudé aquí, yo soy de Palmetto, costa arriba. Me compré un barco y me convertí en guía de pesca. Hice eso durante otros veinte años, me jubilé y ahora pesco sólo para mí.

Bosch sonrió y observó mientras McKittrick abría una bolsa con tiras de salmonete y las colocaba en los anzuelos. Después de coger dos cervezas frescas, se colocaron en lados separados del barco y se sentaron a esperar en la borda.

– ¿Entonces cómo terminaste en Los Ángeles? -preguntó Bosch.

– ¿Cómo es eso que dicen de rejuvenecerse viajando al oeste? Bueno, después de que se rindió Japón, yo pasé por Los Ángeles de camino a casa y vi esas montañas que iban del mar al cielo… Maldición, cené en el Derby la primera noche que pasé en la ciudad. Estaba a punto de vaciar mi cartera y ¿sabes quién estaba allí y pagó mi cuenta? El mismísimo Clark Gable. No bromeo. Joder, me enamoré de ese sitio y tardé casi treinta años en ver la luz… Mary es de Los Ángeles, ¿sabes? Nació y se crió allí. Pero le gusta vivir aquí.

McKittrick asintió para darse confianza a sí mismo. Bosch esperó unos segundos y el ex policía seguía mirando a sus recuerdos distantes.

– Era un buen tipo.

– ¿Quién?

– Clark Gable.

Bosch aplastó la lata vacía de cerveza en la mano y fue a buscar otra.

– Bueno, háblame del caso -dijo después de abrirla-. ¿Qué ocurrió?

– Ya sabes lo que ocurrió si has leído el expediente. Estaba todo allí. Me jodieron. Un día tenía una investigación y al día siguiente estaba escribiendo: «No hay pistas en este momento.» Era una broma. Por eso recuerdo tan bien el caso. No deberían haber hecho lo que hicieron.

– ¿Quién?

– Ya sabes, los peces gordos.

– ¿Qué hicieron?

– Nos quitaron el caso y Eno les dejó que lo hicieran. Llegó a un acuerdo con ellos. Mierda. -Sacudió la cabeza con amargura.

– Jake -probó Bosch. Esta vez él no protestó porque lo llamara por el nombre-. ¿Por qué no empiezas por el principio? Necesito que me cuentes todo lo que puedas.

McKittrick permaneció en silencio mientras enrollaba el sedal. Nadie había mordido su anzuelo. Lo colocó de nuevo, puso la caña en otro de los agujeros de la borda y sacó otra cerveza. Cogió una gorra de Tampa Bay Lightning de debajo de la consola y se la puso. Se apoyó en la borda con su cerveza y miró a Bosch.

– Vale, chico, escucha. No tenía nada contra tu madre. Voy a contártelo como lo sentía, ¿sí?

– Es lo único que pido.

– ¿Quieres una gorra? Te vas a quemar.

– Estoy bien.

McKittrick asintió con la cabeza y finalmente empezó.

– Vale, así que recibimos la llamada en casa. Era un sábado por la mañana. Uno de los chicos de a pie la había encontrado. No la habían matado en aquel callejón. Eso estaba muy claro. La habían dejado allí. Cuando llegué desde Tujunga, la investigación de la escena del crimen ya estaba en marcha. Mi compañero también estaba allí, Eno. Él estaba al mando y llegó primero. Se hizo cargo de la escena.

Bosch puso la caña en un agujero y fue a buscar su americana.

– ¿Te importa si tomo notas?

– No, no me importa. Supongo que había estado esperando a que alguien se preocupara por este caso desde que yo tuve que dejarlo.

– Continúa. Eno estaba al mando.

– Sí, él era el jefe. Tienes que entender que entonces sólo llevábamos tres o cuatro meses de compañeros. No estábamos muy unidos. Y después de este caso nunca lo estuvimos. Cambié de compañero al cabo de un año. Pedí el traslado. Me pusieron con los detectives de homicidios de Wilshire. Después de eso nunca tuve mucho que ver con él. Ni él conmigo.

– Muy bien, ¿qué ocurrió con la investigación?

– Bueno, fue como cabía esperar. Estábamos siguiendo la rutina. Teníamos una lista de personas conocidas (en su mayor parte nos las dieron los de antivicio) y estábamos abriéndonos camino a través de eso.

– ¿Entre las personas conocidas estaban sus clientes? No había ninguna lista en el expediente.

– Creo que había algunos clientes. Y la lista no se puso en el expediente porque lo dijo Eno. Recuerda que él mandaba.

– Vale. ¿Johnny Fax estaba en la lista?

– Sí, estaba en el primer lugar. Él era su…, eh, su manager y…

– Quieres decir su macarra.

McKittrick miró a Bosch.

– Sí, era su macarra. No estaba seguro de si tú, eh…

– Olvídalo. Continúa.

– Sí. Johnny Fax estaba en la lista. Hablamos con todo el mundo que la conocía y todos describieron a ese tipo como alguien amenazador. Tenía su reputación.

Bosch pensó en la historia de Meredith Roman de que le había pegado.

– Habíamos oído que ella quería desembarazarse de él. No sé si quería establecerse por su cuenta o tal vez ir por el buen camino. ¿Quién sabe? Oímos que…

– Ella quería ser una buena ciudadana -le interrumpió Bosch-. De esa forma podría sacarme del reformatorio.

Se sintió estúpido por su comentario, sabedor de que por decirlo no iba a convencer a su interlocutor.

– Sí, bueno -dijo McKittrick-. La cuestión es que Fox no estaba muy contento con eso. Eso lo puso en lo alto de nuestra lista.

– Pero no pudisteis encontrarlo. El cronológico dice que vigilasteis su casa.

– Sí. Era nuestro hombre. Teníamos huellas que habíamos sacado del cinturón (el arma homicida), pero no hubo forma de compararlas con las suyas. A Johnny lo habían detenido algunas veces en el pasado, pero nunca lo ficharon. Nunca le tomaron las huellas. Así que necesitábamos detenerle.

– ¿Qué pensaste de que lo hubieran detenido, pero no le hubieran tomado las huellas nunca?

McKittrick se acabó su cerveza, la aplastó en la mano y echó la vacía a un gran cubo que estaba en la esquina de cubierta.

– Para ser sincero, en ese momento no caí. Ahora, por supuesto, es obvio. Tenía un ángel de la guarda.

– ¿Quién?

– Bueno, uno de los días que estábamos vigilando la casa de Fox, esperando a que apareciera, recibimos un mensaje por radio para que llamáramos a Arno Conklin. Quería hablar del caso lo antes posible. Era una llamada de mierda. Por dos razones. Primero, entonces Arno iba viento en popa. Dirigía los comandos morales de la ciudad y tenía controlada la fiscalía para las elecciones del año siguiente. La otra razón era que sólo hacía unos días que teníamos el caso y no nos habíamos acercado a la fiscalía con nada. Y de repente, el hombre más poderoso de la fiscalía quería vernos. Estoy pensando… No sé bien en qué estaba pensando, simplemente lo supe, eh, ¡tienes uno!

Bosch miró su caña y vio que se doblaba por un violento tirón. El hilo empezó a desenrollarse a medida que el pez pugnaba por liberarse. Bosch sacó la caña del agujero y tiró de ella hacia atrás. El anzuelo estaba bien enganchado. Harry empezó a accionar el carrete, pero el pez tenía mucha fuerza y desenrollaba más hilo del que él podía enrollar. McKittrick se acercó y fijó el carrete, lo cual de inmediato puso una curva más pronunciada en la caña.