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– Mantén la caña levantada, la caña levantada -le aconsejó McKittrick.

Bosch hizo lo que le pidieron y pasó cinco minutos batallando con el pez. Empezaban a dolerle los brazos. Sentía tensión en los riñones. McKittrick se puso guantes y cuando el pez se rindió por fin y Bosch lo tuvo al lado del barco, se dobló y lo agarró por las agallas para subirlo a bordo. Bosch vio un pez de color azul brillante que aparecía hermoso a la luz del sol.

– Wahoo -dijo McKittrick.

– ¿Qué?

McKittrick sostuvo el pez en horizontal.

– Wahoo. En los restaurantes finos de Los Ángeles lo llaman ono. Aquí lo llamamos wahoo. La carne cocinada es blanca como la del halibut. ¿Quieres quedártelo?

– No. Devuélvelo al mar, es precioso.

McKittrick quitó el anzuelo de la boca nerviosa del pez y después le pasó la presa a Bosch.

– ¿Quieres cogerlo? Debe de pesar unos cinco kilos.

– No, no necesito cogerlo.

Bosch se acercó y pasó el dedo por la piel resbaladiza del animal. Casi podía verse reflejado en sus escamas. Le hizo una señal con la cabeza a McKittrick y el pez fue arrojado de nuevo al mar. Durante varios segundos el wahoo permaneció quieto, medio metro por debajo de la superficie. Síndrome de estrés postraumático, pensó Bosch. Al final, el pez pareció espabilarse y se sumergió en las profundidades. Bosch puso el anzuelo en uno de los ojetes de su caña y volvió a poner ésta en su funda. Ya había terminado de pescar. Sacó otra cerveza de la nevera.

– Eh, si quieres un sándwich, adelante -dijo McKittrick.

– No, gracias.

Bosch lamentó que el pez los hubiera interrumpido.

– Me estabas diciendo que recibisteis la llamada de Conklin.

– Sí, Arno. Pero me equivocaba. La cita era sólo para Claude. No para mí. Eno fue solo.

– ¿Por qué Eno solo?

– Nunca lo supe y él actuó como si tampoco lo supiera. Yo supuse que era porque él y Arno tenían una relación previa de alguna clase.

– Pero tú no sabías de qué tipo.

– No. Claude Eno tenía unos diez años más que yo. Llevaba tiempo.

– ¿Y qué ocurrió?

– Bueno, no puedo decirte qué ocurrió. Sólo puedo decirte lo que mi compañero dice que ocurrió, ¿entiendes?

Le estaba diciendo a Bosch que no se fiaba de su propio compañero. Bosch había tenido esa misma sensación en ocasiones y asintió con la cabeza.

– Adelante.

– Volvió de la reunión diciendo que Conklin le había pedido que dejaran a Fox, porque Fox estaba limpio en este caso y era confidente en una de las investigaciones del comando. Dijo que Fox era importante para él y no quería que lo comprometieran o lo intimidaran, sobre todo en relación con un crimen que no había cometido.

– ¿Por qué estaba tan seguro Conklin?

– No lo sé, pero Eno me contó que le dijo a Conklin que los ayudantes del fiscal, no importaba quiénes fueran, no decidían si alguien estaba limpio o no para la policía y que no íbamos a retirarnos hasta que habláramos con Fox nosotros mismos. Al verse enfrentado a esto, Conklin dijo que podía entregarnos a Fox para que lo interrogáramos y le tomáramos las huellas, pero sólo si lo hacíamos en su terreno.

– ¿Que era…?

– Su despacho en el viejo tribunal. Ahora ya no existe. Construyeron ese cubo enorme justo antes de que yo me fuera. Tiene un aspecto espantoso.

– ¿Qué pasó en ese despacho? ¿Estuviste presente?

– Sí, estuve allí, pero no pasó nada. Lo entrevistamos. Fox estaba allí con Conklin y con el nazi.

– ¿El nazi?

– El poli de Conklin, Gordon Mittel.

– ¿Estaba allí?

– Sí. Supongo que estaba cuidando de Conklin mientras Conklin cuidaba de Fox.

Bosch no mostró sorpresa.

– Vale, ¿qué os dijo Fox?

– Como he dicho, no mucho. Al menos, así es como lo recuerdo. Nos dio una coartada y los nombres de la gente que podía corroborarla. Yo le tomé las huellas.

– ¿Qué dijo de la víctima?

– Más o menos lo que ya sabíamos por la amiga.

– ¿Meredith Roman?

– Sí, creo que se llamaba así. Fox contó que fue a una fiesta, que la contrataron como una especie de elemento decorativo para ir del brazo de un tipo. Dijo que fue en Hancock Park. No dio la dirección. Dijo que no tenía nada que ver con aquella cita. Eso no tenía sentido para nosotros. Vamos, un macarra que no sabe dónde… que no sabe dónde está una de sus chicas. Era lo único que teníamos y cuando empezamos a ir a por él con eso, Conklin se interpuso como un árbitro.

– No quería que le preguntaras.

– Era lo más absurdo que había visto. Allí estaba el siguiente fiscal del distrito, todo el mundo sabía que iba a ganar. Y estaba poniéndose de parte de aquel hijo de puta… Perdón.

– No importa.

– Conklin estaba intentando que nos sintiéramos fuera de lugar, mientras todo el tiempo ese montón de mierda de Fox estaba allí sentado con un palillo en la boca. Han pasado, ¿cuántos?, treinta y tantos años y aún me acuerdo de ese palillo. Me sacaba de quicio. Bueno, para resumir, nunca pudimos presionarle para que nos dijera si había preparado la cita a la que asistió ella.

El barco se balanceó en una ola alta y Bosch miró en torno, pero no vio ningún otro barco. Era extraño. Miró aguas adentro y por primera vez se dio cuenta de lo distinto que era del Pacífico. El Pacífico era frío y de un azul imponente, el golfo era de un verde cálido que te invitaba.

– Nos fuimos -continuó McKittrick-. Supuse que tendríamos otra oportunidad con él. Así que nos fuimos y empezamos a investigar su coartada. Resultó que era buena. Y no digo que era buena porque lo dijeran sus propios testigos. Encontramos a gente independiente. Gente que no lo conocía a él. Por como la recuerdo era sólida como una roca.

– ¿Recuerdas dónde estuvo?

– La mayor parte de la noche en un bar de Ivar, un sitio que frecuentaban los macarras. No recuerdo el nombre. Después se fue a Ventura, pasó varias horas jugando a cartas hasta que lo llamaron por teléfono y se fue. La otra cosa importante es que no era una coartada preparada para esa noche en particular. Era su rutina. Lo conocían bien en todos esos sitios.

– ¿Cuál fue la llamada telefónica?

– Nunca lo supimos. No supimos de ella hasta que empezamos a comprobar su coartada y alguien la mencionó. Nunca llegamos a preguntarle a Fox. Pero a decir verdad nunca nos preocupó demasiado. Como he dicho, su coartada era sólida y no recibió la llamada hasta la madrugada. Las cuatro o las cinco. La víc… Tu madre llevaba horas muerta para entonces. La hora de la defunción se fijó en la medianoche. La llamada no importaba.

Bosch asintió, pero era la clase de detalle que él no habría dejado abierto si la investigación hubiera sido suya. Era un detalle demasiado curioso. ¿Quién llama a una sala de póquer a esas horas? ¿Qué clase de llamada habría hecho que Fox abandonara la partida?

– ¿Y las huellas?

– Las comprobé de todos modos y no coincidían con las del cinturón. Estaba limpio. El capullo estaba limpio.

A Bosch se le ocurrió algo.

– Comprobaron que las huellas del cinturón no eran las de la víctima, ¿verdad?

– Oye, Bosch. Ya sé que vosotros sois unos pomposos que os creéis más listos que nadie, pero entonces no nos chupábamos el dedo.

– Lo siento.

– Había algunas huellas en la hebilla que eran de la víctima. Nada más. El resto eran indudablemente del asesino por su localización. Teníamos varias buenas directas y parciales en otros dos lugares y estaba claro que habían cogido el cinturón con toda la mano. No coges el cinturón así para ir a ponértelo. Lo coges así cuando vas a estrangular a alguien.