– ¿Por qué lo amenazó?
– No lo hice.
– Él presentó una adenda a la denuncia por agresión de dos semanas antes.
– No me importa lo que presentara. No hubo ninguna amenaza. El tipo era un cobarde. Probablemente se sintió amenazado. Pero no hubo amenaza. Es diferente.
Bosch miró al otro detective, Toliver. Parecía que iba a quedarse todo el tiempo en silencio. Era su papel. Se limitaba a mirar a Bosch corno si éste fuera una pantalla de televisión.
Bosch observó el resto de la sala y por primera vez se fijó en el teléfono que estaba en el banco de la izquierda de la mesa. La luz verde mostraba que se estaba celebrando una llamada de conferencia. La entrevista se estaba trasmitiendo fuera de la sala. Probablemente a una grabadora, seguramente a la oficina de Irving en la puerta de al lado.
– Hay un testigo -dijo Brockman.
– ¿De qué?
– De la amenaza.
– Mire, teniente, ¿por qué no me dice exactamente cuál fue la amenaza para que yo sepa de qué estamos hablando? Al fin y al cabo, si cree que la hice, ¿qué hay de malo en que sepa qué fue lo que dije?
Brockman se lo pensó un momento antes de responder.
– Muy sencilla, como la mayoría, le dijo que si alguna vez, y cito, «le volvía a joder» lo mataría. No es demasiado original.
– Pero de lo más condenatoria, ¿no? Bueno, jódase, Brockman, yo nunca dije eso. No dudo de que ese gilipollas lo escribiera en una adenda, ése era su estilo, pero sea quien sea su testigo miente.
– ¿Conoce a Henry Korchmar?
– ¿Henry Korchmar?
Bosch no sabía de quién estaba hablando. Entonces cayó en la cuenta de que Brockman se refería al viejo Henry de la brigada del sí. Bosch no había oído su apellido y oírlo en ese contexto lo había confundido.
– ¿El viejo? No estaba en la sala. No es ningún testigo. Le dije que saliera y lo hizo. Sea lo que sea lo que le dijo, probablemente apoyó a Pounds porque estaba asustado. Pero no estaba presente. Si sigue adelante con eso, Brockman, yo llevaré a doce personas de esa sala de brigada que presenciaron todo el asunto a través del cristal. Y le dirán que Henry no estuvo allí, le dirán que Pounds era un mentiroso y que todo el mundo lo sabía, así que ¿dónde queda esa amenaza?
Brockman no dijo nada en la pausa, de modo que Bosch continuó.
– ¿Ve como no hace su trabajo? Supongo que sabe que todos los que trabajan en aquella sala de brigada saben que ustedes son los carroñeros de este departamento. Tienen más respeto por la gente que meten entre rejas. Y lo sabe, Brockman, por eso estaba demasiado intimidado para acudir a ellos. En cambio, se fía de la palabra de un viejo que probablemente no sabía que Pounds estaba muerto cuando usted habló con él.
Bosch supo por la forma en que Brockman apartaba la vista que había dado en el clavo. Fortalecido por la victoria, Harry se levantó y se dirigió a la puerta.
– ¿Adónde va?
– A buscar agua.
– Acompáñale, Jerry.
Bosch se detuvo en la puerta y miró atrás.
– ¿Cree que voy a huir, Brockman? Si cree eso es que no me conoce en absoluto. Si cree eso, no está preparado para esta entrevista. ¿Por qué no vuelve a Hollywood algún día? Yo le enseñaré a interrogar a sospechosos de asesinato. Gratis.
Bosch salió y Toliver fue tras él. En la fuente que había al fondo del pasillo, tomó un buen trago de agua y luego se limpió la boca con la mano. Estaba nervioso, crispado. No sabía cuánto tiempo pasaría antes de que Brockman pudiera ver a través de la fachada que estaba aparentando.
Cuando volvió a la sala de conferencias, Toliver se quedó tres pasos detrás de él.
– Todavía eres joven -dijo Bosch por encima del hombro-. Puede que aún tengas alguna oportunidad, Toliver.
Bosch volvió a entrar en la sala de conferencias justo cuando Brockman accedía a través de una puerta situada al otro lado de la sala. Bosch sabía que era una entrada directa al despacho de Irving. En una ocasión había trabajado en la investigación de unos asesinatos en serie en esa sala y bajo el control de Irving.
Ambos hombres volvieron a sentarse el uno enfrente del otro.
– Veamos, pues -empezó Brockman-. Voy a leerle sus derechos, detective Bosch.
Sacó una tarjeta de la cartera y procedió a leerle a Bosch las advertencias Miranda. Bosch estaba seguro de que la línea telefónica iba a una grabadora. Eso era algo que querrían tener grabado.
– Veamos -dijo Brockman cuando hubo terminado-. ¿Quiere renunciar a esos derechos y hablar con nosotros de esta situación?
– Ahora es una situación, ¿eh? Pensaba que era un asesinato. Sí, renunciaré.
– Jerry, ve a buscar un formulario. No tengo ninguno aquí.
Jerry se levantó y salió por la puerta del pasillo. Bosch oyó sus pasos apresurados sobre el linóleo y después que se abría una puerta. Iba a bajar por la escalera a asuntos internos, en la quinta planta.
– Eh, empecemos por…
– ¿No quiere esperar hasta que vuelva su testigo? ¿O está grabando esto secretamente sin mi consentimiento?
Eso inmediatamente puso nervioso a Brockman.
– Sí, Bosch, se está grabando se…, se está grabando. Pero no secretamente. Antes de que empezáramos le he dicho que estábamos grabándolo.
– Buena maniobra, teniente. Esa última frase ha sido muy buena. Tendré que recordarla.
– Ahora empecemos con…
La puerta se abrió y Toliver entró con una hoja de papel. Se la dio a Brockman, quien la examinó un momento para asegurarse de que era el formulario correcto y se lo pasó a Bosch. Harry lo cogió y rápidamente garabateó una firma en el lugar apropiado. Conocía el formulario. Se lo devolvió a Brockman y éste lo dejó en un lado de la mesa sin mirarlo. Así que no se fijó en que lo que Bosch había escrito era «capullo».
– De acuerdo, vamos a empezar, Bosch. Díganos dónde ha estado en las últimas setenta y dos horas.
– ¿No quiere registrarme antes? ¿Y tú, Jerry?
Bosch se levantó, abriendo la americana para que vieran que estaba desarmado. Pensaba que si los provocaba de esta manera harían justo lo contrario y no lo registrarían. Llevar encima la placa de Pounds era una prueba que probablemente lo condenaría si lo descubrían.
– ¡Siéntese, Bosch! -espetó Brockman-. No vamos a registrarle. Estamos tratando de concederle el beneficio de la duda, pero lo está poniendo muy difícil.
Bosch volvió a sentarse, aliviado por el momento.
– Veamos, díganos dónde estuvo, no tenemos todo el día.
Bosch pensó en ello. Le sorprendía la horquilla horaria que le pedían. Setenta y dos horas. Se preguntó qué le había ocurrido a Pounds y por qué no habían estrechado la hora de la muerte a un periodo más breve.
– Hace setenta y dos horas. Bueno, hace setenta y dos horas era viernes por la tarde y yo estaba en Chinatown, en el edificio Cincuenta y uno cincuenta. Lo que me recuerda que tendría que estar allí dentro de diez minutos, así que si me disculpan… -Se levantó.
– Siéntese, Bosch. Ya nos hemos ocupado de eso. ¡Siéntese!
Bosch se sentó y no dijo nada. No obstante, se sintió decepcionado de perderse la sesión con Carmen Hinojos.
– Vamos, Bosch, díganoslo. ¿Qué ocurrió después de eso?
– No recuerdo todos los detalles. Pero cené esa noche en el Red Wind, y también paré en el Epicentre a tomar unas copas. Después fui al aeropuerto a eso de las diez. Tomé un vuelo nocturno a Florida, a Tampa, pasé el fin de semana allí y volví aproximadamente una hora y media antes de que ustedes entraran ilegalmente en mi casa.
– No fue ilegal. Teníamos una orden.
– A mí no me mostraron ninguna orden.
– No importa, ¿qué quiere decir que estuvo en Florida?
– Supongo que significa que estuve en Florida. ¿Qué cree que significa?