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– ¿Puede probarlo?

Bosch buscó en el bolsillo, sacó una carpetita de la línea aérea con el recibo y la deslizó por la mesa.

– Para empezar éste es el recibo. Creo que dentro hay otro del coche de alquiler.

Brockman abrió rápidamente la carpetita del pasaje y empezó a leer.

– ¿Qué estuvo haciendo allí? -preguntó sin levantar la cabeza.

– La doctora Hinojos, la psiquiatra del departamento, dijo que creía que debería irme. Y pensé, ¿por qué no a Florida? Nunca he estado allí y toda mi vida me ha gustado el zumo de naranja. Pensé, ¡qué diablos!, me voy a Florida.

Brockman estaba crispado de nuevo. Bosch se dio cuenta de que no se esperaba nada semejante. La mayoría de los polis nunca se dan cuenta de lo importante que es para la investigación la entrevista inicial con un sospechoso o un testigo.

Influía en todas las otras entrevistas e incluso en los testimonios en juicios que seguían. Tenías que estar preparado. Como los abogados, tenías que conocer la mayoría de las respuestas antes de formular las preguntas. El Departamento de Asuntos Internos confiaba tanto en su presencia como factor intimidatorio que la mayoría de los detectives asignados a la división no tenían que prepararse de verdad para las entrevistas. Y cuando se topaban con un callejón sin salida como ése no sabían qué hacer.

– De acuerdo, Bosch, eh, ¿qué hizo en Florida?

– ¿Ha oído esa canción que cantaba Marvin Gaye antes de que lo mataran? Se llama…

– ¿De qué está hablando?

– …terapia sexual. Dice que es buena para el alma.

– La he oído -dijo Toliver.

Tanto Bosch como Brockman lo miraron.

– Perdón -dijo Toliver.

– Le repito, Bosch -dijo Brockman-. ¿De que está hablando?

– Estoy hablando de que pasé la mayor parte del tiempo con una mujer que conocí allí. Y el tiempo que no pasé con ella estuve en un barco, con un guía de pesca en el golfo de México. De lo que estoy hablando, capullo, es de que estuve acompañado casi cada minuto. Y las veces que no lo estuve no alcanzaban para volar de vuelta aquí y matar a Pounds. Ni siquiera sé cuándo lo mataron, pero ahora mismo ya le digo que no tiene caso, Brockman, porque no hay caso. Está buscando en la dirección equivocada.

Bosch había elegido sus palabras cuidadosamente. No estaba seguro de qué conocían de su investigación privada, si es que sabían algo, y no iba a darles nada si podía evitarlo. Tenían el expediente del caso y la caja de pruebas, pero pensó que podría explicar todo eso de otra manera. También tenían su libreta porque la había metido en el bolso de viaje en el aeropuerto. En ella, junto con los nombres, números y direcciones de Jasmine y McKittrick, estaba la dirección del domicilio de Eno en Las Vegas y otras notas sobre el caso. Aunque quizá no lograran entender qué significaban. Si tenía suerte.

Brockman sacó una libreta y un bolígrafo del bolsillo interior de su americana.

– Bueno, Bosch, dígame el nombre de la mujer y del guía de pesca. También necesito sus números. Todo.

– No lo creo.

Los ojos de Brockman se abrieron como platos.

– No me importa lo que crea. Dígame los nombres. Bosch no dijo nada, se limitó a mirar la mesa que tenía ante sí.

– Bosch, nos ha contado dónde ha estado, ahora tenemos que comprobado.

– Yo sé dónde estuve, es lo único que necesito.

– Si no ha hecho nada, deje que lo comprobemos, lo descartemos y pasemos a otras cosas y otras posibilidades.

– Tiene la compañía aérea y el alquiler de coche. Empiece por ahí. No voy a meter en esto a gente que no lo necesita. Son buena gente y, a diferencia de usted, me aprecian. No voy a dejar que usted lo estropee, entrando como un elefante en una cristalería y pisoteando las relaciones.

– No tiene alternativa, Bosch.

– Ya lo creo que sí. Ahora mismo. Si quiere acusarme, hágalo. Si llegamos a ese punto, recurriré a esa gente y su caso se irá a la mierda, Brockman. ¿Cree que tiene problemas de relaciones públicas en el departamento por mandar a Bill Connors al armario? Acabará este caso con más problemas de relaciones públicas que Nixon. No le voy a decir los nombres. Si quiere escribir algo en su libreta, escriba que le he dicho: «A la mierda.» Con eso bastará.

El rostro de Brockman se llenó de manchas rosas y blancas. Se quedó un momento en silencio antes de hablar.

– ¿Sabe lo que creo? Todavía creo que lo hizo. Creo que contrató a alguien para que lo hiciera y se fue de fiesta a Florida para estar lejos. Un guía de pesca. Si eso no suena a montaje que me digan qué. ¿Y la mujer? ¿Quién era? ¿Una puta que recogió en un bar? ¿Qué era, una coartada de cincuenta dólares? ¿O llegó a los cien?

En un movimiento explosivo, Bosch empujó la mesa contra Brockman, cogiéndolo completamente por sorpresa. La mesa resbaló por debajo de sus brazos y le impactó en el pecho. La silla del detective de asuntos internos chocó con la pared de atrás. Bosch mantuvo la presión, apretó a Brockman contra la pared y empujó su propia silla hacia atrás hasta que ésta se apoyó en la otra pared. Levantó la pierna izquierda y puso el pie en la mesa para mantener la presión. Vio que las manchas de color en el rostro de Brockman se hacían más intensas a medida que le faltaba el aire. Los ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas, pero no tenía ningún punto para hacer palanca y no podía apartar la mesa por sí solo.

Toliver fue lento de reflejos. Aturdido, pareció mirar a Brockman demasiado tiempo, como si esperara órdenes antes de levantarse de un salto y contener a Bosch. Bosch logró repeler su primer intento, empujando al hombre más joven a una palmera que estaba en un tiesto, en una esquina de la sala. Al hacerlo, Bosch vio en su visión periférica que una figura entraba en la sala por la otra puerta. Al momento su silla fue volcada abruptamente y se encontró en el suelo con un peso pesado encima de él. Al volver ligeramente la cabeza vio que era Irving.

– ¡No se mueva, Bosch! -le gritó Irving junto a su oído-. ¡Cálmese ahora mismo!

Bosch dejó de resistirse para dar a entender que obedecía e Irving se levantó. Harry se quedó quieto unos segundos y después apoyó una mano en la mesa para levantarse. Al hacerlo, vio a Brockman tosiendo y tratando de meter aire en los pulmones mientras se llevaba ambas manos al pecho. Irving puso una mano en el pecho de Bosch como gesto apaciguador y como medio de impedir que volviera a arremeter contra Brockman. Con la otra mano, señaló a Toliver, que estaba tratando de poner de pie la palmera. Se había arrancado de raíz y no se sostenía. Al final, el joven agente la apoyó contra la pared.

– Usted -le soltó Irving-, fuera.

– Pero, señor, el…

– ¡Salga!

Toliver salió rápidamente por la puerta del pasillo mientras Brockman estaba empezando a recuperar la voz.

– Bosch, hijoputa, va a… va a ir a la cárcel. Es…

– Nadie va a ir a la cárcel -dijo Irving con severidad-. Nadie va a ir a la cárcel.

Irving se detuvo para coger aire. Bosch se fijó en que el subdirector parecía tan falto de aliento como el resto de los presentes en la sala.

– No habrá cargos por esto -dijo finalmente Irving-. Teniente, usted lo provocó y consiguió lo que consiguió.

El tono de Irving no admitía réplica. Brockman, cuyo pecho todavía oscilaba, puso los codos en la mesa y empezó a peinarse con los dedos, tratando de aparentar que le quedaba cierta compostura, aun cuando era la viva expresión de la derrota. Irving se volvió hacia Bosch, con los músculos de la mandíbula hinchados por la ira.

– Y usted, Bosch, no sé cómo ayudarle. Siempre es el bala perdida. Sabía lo que Brockman estaba haciendo, lo ha hecho usted antes. Pero no podía quedarse sentado y tragárselo. ¿Qué clase de hombre es?

Bosch no dijo nada y dudaba que Irving esperara una respuesta verbal. Brockman empezó a toser e Irving lo miró.