– Mire, quiero trabajar en el Parker y no quiero esperar diez años como todos los demás. Para un blanco es la forma más fácil y más rápida de llegar.
– No vale la pena, eso es lo que te estoy diciendo. Los que se quedan en asuntos internos más de dos o tres años se quedan toda la vida, porque nadie más confía en ellos. Son leprosos. Mejor que te lo pienses. El Parker Center no es el único sitio del mundo para trabajar.
Pasaron unos segundos antes de que Toliver tratara de armar una defensa.
– Alguien ha de ser policía de la policía. Hay mucha gente que parece que no lo entiende.
– Es verdad. Pero en este departamento nadie controla a la policía de la policía. Piénsalo.
La conversación se vio interrumpida por el agudo tono que Bosch reconoció como el timbre de su móvil en el asiento trasero del coche, donde estaban las pertenencias que le habían requisado durante el registro de su casa. Irving había ordenado que se lo devolvieran todo. Entre ellas estaba su maletín y oyó que el teléfono sonaba en el interior de éste. Se estiró hacia atrás, abrió el maletín y cogió el móvil.
– Sí, soy Bosch.
– Bosch, soy Russell.
– Eh, todavía no tengo nada que decirte, Keisha. Sigo trabajando en ello.
– No, yo tengo algo que decirte. ¿Dónde estás?
– Estoy en el mogollón. En la ciento uno llegando a Barham, mi salida.
– Bueno, tengo que hablar contigo, Bosch. Estoy escribiendo un artículo para mañana. Creo que querrás comentarlo en tu defensa.
– ¿Mi defensa?
Sintió ganas de decir «¿Qué pasa ahora?», pero encajó el golpe y mantuvo la calma.
– ¿De qué estás hablando?
– ¿Has leído mi artículo de hoy?
– No, no he tenido tiempo. ¿Qué…?
– Es sobre la muerte de Harvey Pounds. Hoy tengo una continuación… Se refiere a ti, Bosch.
Joder, pensó. Pero trató de mantener la calma. Sabía que si Russell detectaba pánico en su voz ella ganaría confianza en lo que fuera que estuviera a punto de escribir. Tenía que convencerla de que su información era equivocada. Tenía que minar esa confianza. Entonces se dio cuenta de que Toliver estaba sentado a su lado y oiría todo lo que dijera.
– Ahora no puedo hablar. ¿Cuándo es tu hora límite?
– Ahora. Hemos de hablar ahora.
Bosch miró el reloj. Eran las seis menos veinticinco.
– Puedes esperar hasta las seis, ¿verdad?
Había trabajado antes con periodistas y sabía que ésa era la hora límite para la primera edición del Times.
– No, no puedo esperar a las seis. Si quieres decir algo, dilo ahora.
– No puedo. Dame quince minutos y vuelve a llamarme. Ahora no puedo hablar.
Hubo una pausa hasta que ella dijo:
– Entonces no podré demorarlo más, será mejor que hables.
Estaban en la salida de Barham y llegarían a su casa en diez minutos.
– No te preocupes por eso. Mientras tanto, avisa a tu director de que podrías retirar el artículo.
– No lo haré.
– Mira, Keisha, ya sé qué vas a preguntarme. Es una trampa y está mal. Has de confiar en mí. Te lo explicaré dentro de quince minutos.
– ¿Cómo sabes que es una trampa?
– Lo sé. Viene de Angel Brockman.
Cerró el teléfono y miró a Toliver.
– ¿Ves, Toliver? ¿Es esto lo que quieres hacer con tu trabajo? ¿Con tu vida?
Toliver no dijo nada.
– Cuando vuelvas, dile a tu jefe que puede meterse la edición de mañana del Times por el culo. No habrá ningún artículo. Mira, ni siquiera los periodistas se fían de los tipos de asuntos internos. Lo único que he tenido que hacer ha sido mencionar a Brockman. Empezará a dar marcha atrás cuando le diga que sé lo que está pasando. Nadie se fía de vosotros, tíos. Jerry, déjalo.
– Ah, y todo el mundo se fía de usted, Bosch.
– No todo el mundo. Pero puedo dormir por la noche y llevo veinte años en el cuerpo. ¿Crees que tú podrás hacerlo? ¿Cuánto tiempo llevas? ¿Cinco, seis años? Te doy diez, Jerry. Es lo máximo para ti. Diez y adiós. Pero parecerás uno de esos tíos que lo dejan después de treinta.
La predicción de Bosch fue recibida con un silencio pétreo. Bosch no sabía por qué se preocupaba por alguien que formaba parte del equipo que trataba de hacerle morder el polvo, pero había algo en el rostro fresco del joven policía que le invitaba a darle el beneficio de la duda.
Tomaron la última curva a Woodrow Wilson y Bosch vio su casa. También vio un coche blanco con una matrícula amarilla aparcado enfrente de ella y un hombre que llevaba un casco de construcción y estaba de pie delante de una caja de herramientas. Era el inspector de obras municipal. Gowdy.
– Mierda -dijo Bosch-. ¿Esto también es uno de los trucos de asuntos internos?
– No lo… Si lo es, yo no sé nada.
– Sí, claro.
Sin decir una palabra más, Toliver se detuvo delante de la casa y Bosch bajó con sus pertenencias recuperadas. Gowdy lo reconoció e inmediatamente se acercó mientras Toliver se alejaba del bordillo.
– Escuche, ¿no estará viviendo en esta casa? -preguntó Gowdy-. Tiene etiqueta roja. Recibimos una llamada diciendo que alguien robaba electricidad.
– Yo también he recibido la llamada. ¿Ha visto a alguien? Venía a comprobarlo.
– No me mienta, señor Bosch. He visto que ha hecho algunas reparaciones. Tiene que saber una cosa: no puede reparar esta casa, ni siquiera puede entrar. Tiene una orden de demolición y ya ha vencido. Voy a emitir una orden de ejecución y buscaré un contratista municipal que la ejecute. Recibirá la factura. No hay motivo para esperar más. Ahora, debería salir de aquí porque voy a cortar la luz y voy a poner un candado.
Se dobló para dejar la caja de herramientas en el suelo y procedió a abrirla y sacar unos cerrojos de acero inoxidable que iba a colocar en las puertas.
– Mire, tengo un abogado -dijo Bosch-. Está tratando de solucionarlo con ustedes.
– No hay nada que solucionar. Lo siento. Si vuelve a entrar ahí será objeto de arresto. Si encuentro que se han manipulado esos cerrojos, también será objeto de arresto. Llamaré a la División de North Hollywood. Ya no estoy bromeando con usted.
Por primera vez se le ocurrió a Bosch que tal vez se trataba de un show y que el hombre sólo quería dinero. Probablemente ni siquiera sabía que Bosch era policía. La mayoría de los polis no podían permitirse vivir allí arriba y no querrían hacerlo aunque pudieran. La única razón por la que Bosch se lo podía permitir era que había comprado la propiedad con un puñado de dinero que había ganado años antes gracias a un telefilme basado en un caso que él había resuelto.
– Mire, Gowdy -dijo-, sólo dígamelo, ¿vale? Soy lento en estas cosas. Dígame lo que quiere y lo tendrá. Quiero salvar la casa, es lo único que me importa.
Gowdy lo miró unos segundos y Bosch se dio cuenta de que se había equivocado. Vio la indignación en los ojos del hombre.
– Si sigue por ese camino podría acabar en la cárcel, hijo. Le voy a decir lo que voy a hacer. Voy a olvidar lo que acaba de decir. Yo…
– Mire, lo siento… -Bosch miró a la casa por encima del hombro-. Es que, no sé, la casa es lo único que tengo.
– Tiene más que eso. Simplemente no lo ha pensado. Ahora voy a darle un respiro. Le doy cinco minutos para que entre y coja todo lo que necesita. Después, voy a poner los cerrojos. Lo lamento, pero es así. Si esa casa se cae colina abajo en el próximo quizá me lo agradecerá.
Bosch asintió con la cabeza.
– Adelante. Cinco minutos.
Bosch entró y cogió una maleta del estante superior del armario del pasillo. Primero puso allí su segunda pistola, después metió toda la ropa del armario del dormitorio que le cupo. Cargó la abultada maleta hasta la cochera y volvió a entrar para llevarse más cosas. Abrió los cajones del escritorio, los vació en la cama y lo envolvió todo con sábanas.