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– ¿Estoy en peligro?

Bosch se encogió de hombros en su mejor gesto de «ni lo sé ni me importa».

– Si lo está, podemos protegerle. Si no nos ayuda, no podemos ayudarle. Ya sabe cómo funciona.

– Oh, Dios mío. Sabía que… ¿Qué otro caso?

– Una de las chicas de Johnny Fox que murió alrededor de un año antes que él. Se llamaba Marjorie Lowe.

Kim negó con la cabeza. No reconocía el nombre. Se pasó la mano por la calva, usándola como una escobilla para trasladar el sudor hacia la parte de la cabeza donde conservaba algo de pelo. Bosch vio que había preparado perfectamente al hombre obeso para que respondiera a las preguntas.

– ¿Entonces qué hay de Fox? -preguntó Bosch-. No tengo toda la noche.

– Mire, no sé nada. Lo único que hice fue cambiar un favor por otro.

– Cuéntemelo.

Se calmó un momento antes de responder.

– Mire, ¿sabe quién era Jack Ruby?

– ¿En Dallas?

– Sí, el tipo que mató a Oswald. Bueno, Johnny Fox era el Jack Ruby de Los Ángeles. La misma época, la misma clase de individuo. Fox trabajaba con mujeres, era un jugador, sabía a qué polis podía untar y los untaba cuando era preciso. Por eso no pisó la cárcel. Era el clásico carroñero de Hollywood. Cuando vi en el registro de la División de Hollywood que había muerto, iba a pasar. Era escoria y nosotros no escribíamos sobre la escoria. Entonces una fuente que tenía en la poli me dijo que Johnny estaba a sueldo de Conklin.

– Eso sí era noticia.

– Sí. Así que llamé a Mittel, el director de campaña de Conklin, y lo intenté con él. Quería una respuesta. No sé cuánto sabe de aquella época, pero Conklin poseía una imagen impecable. Era el hombre que atacaba todos los vicios de la ciudad y allí tenía un matón del vicio en nómina. Era una gran historia. Aunque Fox no tenía antecedentes, no me importaba, había informes de inteligencia sobre él y yo tenía acceso a ellos. El artículo iba a hacer daño y Mittel lo sabía.

Se detuvo allí, al borde de la historia. Conocía el resto, pero para que la dijera en voz alta había que empujado al abismo.

– Mittel lo sabía -repitió Bosch-, así que le ofreció un trato. Le propuso ser el parachoques de Conklin si limpiaba la historia.

– No exactamente.

– ¿Entonces qué? ¿Cuál era el trato?

– Estoy seguro de que cualquier delito ha prescrito…

– No se preocupe por eso. Dígamelo sólo a mí, y sólo lo sabremos usted, su perro y yo.

Kim respiró hondo y continuó.

– Estábamos a media campaña, así que Conklin ya tenía portavoz. Mittel me ofreció un puesto como ayudante del portavoz después de la elección. Trabajaría desde la oficina del tribunal de Van Nuys, y me ocuparía de lo relacionado con el valle de San Fernando.

– Si Conklin ganaba.

– Sí, pero eso estaba hecho. A no ser que la historia de Fox causara un problema. Pero yo me resistí, y presioné un poco. Le dije a Mittel que quería el puesto de portavoz principal después de la elección de Arno o que lo olvidara. Después contactó conmigo y aceptó.

– Después de hablar con Conklin.

– Supongo. El caso es que escribí un artículo que no mencionaba los datos del pasado de Fox.

– Lo leí.

– Eso fue lo único que hice. Conseguí el puesto. Y nunca se volvió a mencionar el asunto.

Bosch valoró a Kim durante un momento. Era débil. No veía que ser un periodista era una vocación como la de ser policía. Uno toma un juramento consigo mismo. Al parecer Kim no había tenido dificultades para romperlo. Bosch no podía imaginarse a alguien como Keisha Russell obrando del mismo modo ante las mismas circunstancias. Trató de disimular su desagrado y siguió adelante.

– Ahora recuerde. Es importante. Cuando llamó a Mittel y le habló del pasado de Fox, ¿tuvo la impresión de que ya lo conocía?

– Sí, lo conocía. No sé si los polis se lo habían contado ese día o si ya tenía conocimiento previo. Pero sabía que Fox estaba muerto y sabía quién era. Creo que le sorprendió bastante que yo lo supiera y se puso ansioso por hacer un trato para que la información no se publicara… Fue la primera vez que hice algo así. Ojalá no lo hubiera hecho.

Kim bajó la mirada hacia el perro y Bosch supo que era una pantalla en la que contempló cómo su vida divergió abruptamente en el momento en que aceptó el trato.

– En su artículo no mencionaba a ningún policía -dijo Bosch-. ¿Recuerda quién lo investigó?

– La verdad es que no. Fue hace mucho tiempo. Debieron de ser un par de tipos de la mesa de homicidios de Hollywood. Entonces se ocupaban de los accidentes mortales. Ahora hay una división para eso.

– ¿Claude Eno?

– ¿Eno? Lo recuerdo. Podría haber sido él. Creo que recuerdo que… Sí, fue él. Ahora lo recuerdo. Se ocupó él solo. A su compañero lo habían trasladado o se había retirado y Eno estaba trabajando solo, esperando a que le asignaran un nuevo compañero. Por eso le daban los casos de tráfico. Por lo general eran bastante sencillos, por lo que se refiere a la investigación.

– ¿Cómo es que recuerda tanto de este caso?

Kim frunció los labios y buscó una respuesta.

– Supongo… Como he dicho, ojalá no hubiera hecho nunca lo que hice. Así que, no sé, he pensado mucho en eso. Lo recuerdo.

Bosch asintió con la cabeza. No tenía más preguntas y ya estaba pensando en las implicaciones de cómo la información de Kim encajaba con la que poseía previamente. Eno había trabajado ambos casos, el de Lowe y el de Fox, y después se retiró, dejando atrás una empresa fantasma en la que también figuraban Conklin y Mittel y cobrando mil dólares al mes durante veinticinco años. Se dio cuenta de que comparado con Eno, Kim había pactado por demasiado poco. Estaba a punto de levantarse cuando se le ocurrió algo.

– Ha dicho que Mittel no volvió a mencionar a Fox ni el trato que habían hecho.

– Eso es.

– ¿Conklin los mencionó alguna vez?

– No, él tampoco dijo una palabra sobre eso.

– ¿Cómo era su relación? ¿No lo trataba como a un estafador?

– No, porque yo no era un estafador -protestó Kim, pero la indignación de su voz era hueca-. Yo hice un trabajo para él y lo hice bien. Él siempre fue muy amable conmigo.

– Él aparecía en su artículo sobre Fox. No lo tengo aquí, pero decía que nunca había conocido a Fox.

– Sí, eso era mentira. Se me ocurrió a mí.

Bosch se quedó perplejo.

– ¿Qué quiere decir? ¿Está diciendo que se lo inventó?

– Por si se echaban atrás con el trato. Puse a Conklin en el artículo diciendo que no conocía al tipo, porque tenía pruebas de que sí lo conocía. Ellos sabían que las tenía. De ese modo, si después de la elección renegaban del trato, yo podía volver a sacar a relucir el asunto y mostrar que Conklin había dicho que no conocía a Fox cuando de hecho sí que lo conocía. A partir de ahí podría haber establecido la inferencia de que también conocía el pasado de Fox cuando lo contrató. No habría servido de mucho, porque ya lo habrían elegido, pero habría causado cierto daño de relaciones públicas. Era mi pequeña póliza de seguros. ¿Entiende?

Bosch asintió.

– ¿Qué pruebas tenía de que Conklin conocía a Fox?

– Tenía fotos.

– ¿Qué fotos?

– Las había sacado el fotógrafo de sociedad para el Times en la logia masónica durante el baile del día de San Patricio, dos años antes de la elección. Había dos. Conklin y Fox estaban en una mesa. Eran descartes, pero un día podría…

– ¿Qué quiere decir que eran descartes?

– Fotos que nunca se publicaron. Pero, verá, yo solía mirar el material de sociedad en el laboratorio fotográfico para saber quiénes eran los peces gordos en la ciudad y con quién salían. Era información útil. Un día vi esas fotos de Conklin y un tipo que me sonaba, pero no sabía de dónde. Era por el marco social. No era el terreno de Fox, por eso en su momento no lo reconocí. Más tarde, cuando mataron a Fox y me dijeron que trabajaba para Conklin, me acordé de las fotos y de quién era el otro hombre. Fox. Volví a los archivos de descartes y me las llevé.