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Bosch no estaba preparado para lo que le esperaba al abrir la puerta. Había una sola luz encendida en la habitación, la de una pequeña lámpara de lectura situada junto a la cama que dejaba la mayor parte de la estancia en penumbra. Vio un anciano sentado en la cama, apoyado en tres almohadas, con un libro en sus manos frágiles y lentes bifocales en el puente de la nariz. Lo que a Bosch le pareció sobrecogedor del retablo que tenía ante sí era que la ropa de cama estaba abultada en torno a la cintura del hombre, pero plana en el resto de la cama. La cama estaba plana. No había piernas. La silla de ruedas que permanecía a la derecha del lecho completaba la impresión. Había una manta sobre la silla, pero de debajo de ella salían dos piernas con pantalones negros y mocasines que se extendían hasta el reposapiés. Daba la sensación de que la mitad del hombre estaba en la cama, pero que éste había dejado la otra mitad en la silla. La cara de Bosch debió de mostrar su confusión.

– Son prótesis -dijo la voz con escofina desde el lecho-. Perdí mis piernas… Diabetes. Casi no queda nada de mí, salvo la vanidad de un anciano. Me hicieron esas piernas para mis apariciones públicas.

Bosch se acercó a la luz. La piel del hombre era como la parte de atrás del papel pintado arrancado de la pared. Amarillenta, pálida. Los ojos estaban hundidos en las sombras de un rostro esquelético y el pelo era apenas una insinuación en torno a las orejas. Tenía las manos finas ribeteadas de venas azules del tamaño de lombrices debajo de una piel moteada. Estaba muerto, Bosch lo supo. La muerte ciertamente lo tenía más agarrado que la vida.

Conklin dejó el libro en la mesa, junto a la lámpara. Llegar hasta la mesa le supuso un gran esfuerzo. Bosch vio el título: La lluvia de neón.

– Es de misterio -dijo Conklin, y se rió socarronamente-. Me concedo leer libros de misterio. He aprendido a apreciar la escritura. Nunca lo había hecho antes. Nunca me tomé el tiempo necesario. Vamos, Monte, no hace falta que me tenga miedo. Soy un anciano inofensivo.

Bosch se acercó hasta que la luz le iluminó el rostro. Vio que los ojos llorosos de Conklin lo examinaban y concluían que él no era Monte Kim. Había pasado mucho tiempo, pero Conklin parecía capaz de saberlo.

– He venido en lugar de Monte -susurró Bosch. Conklin giró ligeramente la cabeza y Bosch vio que sus ojos se posaban en el botón de emergencia que había en la mesita de noche. Debió de suponer que no tenía oportunidad ni fuerzas para estirarse de nuevo. Se volvió hacia Bosch.

– Entonces, ¿quién es usted?

– Yo también estoy trabajando en un misterio.

– ¿Detective?

– Sí, me llamo Harry Bosch y quiero preguntarle por…

Bosch se detuvo al advertir un cambio en el rostro de Conklin. Bosch no sabía si era miedo o quizá reconocimiento, pero algo había cambiado. Conklin levantó la mirada hacia Bosch y éste se dio cuenta de que el anciano estaba sonriendo.

– Hieronymus Bosch -susurró-. Como el pintor. Bosch asintió lentamente. Se dio cuenta de que estaba tan impresionado como el anciano.

– ¿Cómo lo sabe?

– Porque te conozco.

– ¿Cómo?

– Por tu madre. Me habló de ti y de tu nombre especial. Yo amaba a tu madre.

Fue como ser golpeado en el pecho por un saco de arena. Bosch sintió que el aire se le escapaba y puso una mano en la cama para mantenerse en pie.

– Siéntate. Siéntate, por favor.

Conklin estiró una mano temblorosa para que Bosch se sentara en la cama. Asintió con la cabeza cuando Boscl y hizo lo que le había dicho.

– ¡No! -dijo Bosch en voz alta, al tiempo e se levantaba de la cama casi tan deprisa como se había sentado-. Usted la usó y la mató. Después pagó a gente para que o encubrieran. Por eso estoy aquí. He venido a saber la verdad. Quiero que me la diga y no quiero ninguna mentira de que la amaba. Es un mentiroso.

Conklin tenía una expresión de súplica, pero apartó la mirada hacia la parte oscura de la habitación.

– No sé la verdad -dijo, con una voz como de hojarasca-. Yo asumí la responsabilidad y, por consiguiente, sí, puede decirse que la maté. La única verdad que sé es que la amaba. Puedes llamarme mentiroso, pero ésa es la verdad. Si me creyeras harías que este anciano se sintiera completo de nuevo.

Bosch no podía comprender lo que estaba ocurriendo, lo que se estaba diciendo.

– Ella estuvo con usted esa noche, en Hancock Park.

– Sí.

– ¿Qué ocurrió? ¿Qué le hizo?

– La maté… con mis palabras, con mis acciones. Tardé muchos años en darme cuenta de eso.

Bosch se acercó hasta cernerse sobre el anciano. Quería sacudirlo para que dijera algo que tuviera sentido. Pero Arno Conklin era tan frágil que podría hacerse añicos.

– ¿De qué está hablando? Míreme. ¿Qué está diciendo?

Conklin giró la cabeza sobre un cuello no más ancho que un vaso de leche. Miró a Bosch y asintió solemnemente.

– Verás, esa noche hicimos planes. Marjorie y yo. Yo me había enamorado de ella en contra de cualquier juicio y advertencia. Míos y de otros. Íbamos a casarnos. Lo habíamos decidido. Íbamos a sacarte de aquel orfanato. Teníamos muchos planes. Ésa fue la noche en que los hicimos. Los dos éramos tan felices que gritamos. Al día siguiente era sábado. Yo quería ir a Las Vegas. Coger el coche y conducir por la noche antes de que pudiéramos cambiar de opinión o de que nos convencieran. Ella aceptó y fue a casa a recoger sus cosas… Nunca volvió.

– ¿Ésa es su versión? Espera que me…

– Verás, después de que ella se fue, hice una llamada. Pero con eso bastó. Llamé a mi mejor amigo para comunicarle la buena noticia y para pedirle que fuera mi padrino. Quería que nos acompañara a Las Vegas. ¿Sabes qué dijo? Declinó el honor de ser mi padrino. Dijo que si me casaba con esa…, con esa mujer, estaría acabado. Dijo que no me dejaría hacerlo. Dijo que tenía grandes planes para mí.

– Gordon Mittel.

Conklin asintió con tristeza.

– ¿Está diciendo que Mittel la mató? ¿Usted no lo sabía?

– No lo sabía.

El anciano se miró las manos débiles y las cerró en minúsculos puños sobre la manta. Parecían completamente impotentes. Bosch se limitó a observar.

– Tardé años en darme cuenta. Pensar que lo había hecho él era inaceptable. Y además, por supuesto, debo admitir que entonces estaba pensando en mí. Era un cobarde que sólo buscaba una forma de huir.

Bosch no estaba siguiendo el hilo de lo que Conklin le estaba explicando, aunque tampoco parecía que le estuviera hablando a él. El anciano se estaba contando la historia a sí mismo. De repente se despertó de su ensueño y miró a Bosch.

– Sabía que vendrías un día.

– ¿Cómo?

– Porque sabía que te preocuparías. Quizá nadie más, pero sabía que tú sí. Tenía que importarte. Eras su hijo.

– Cuénteme qué pasó esa noche. Todo.

– Necesito que me traigas un poco de agua. Para la garganta. Hay un vaso en el escritorio y una fuente en el pasillo. No dejes que corra mucho. Se enfría y me hace daño en los dientes.

Bosch miró el vaso del escritorio y después de nuevo a Conklin. Le acometió el temor de que si abandonaba la habitación aunque sólo fuera un minuto el anciano podría morir y llevarse la historia a la tumba.

– Vamos. No me pasará nada. No voy a irme a ninguna parte.

Bosch miró el botón de llamada. Una vez más Conklin adivinó sus pensamientos.

– Estoy más cerca del infierno que del cielo por lo que he hecho. Por mi silencio. Necesito contar mi historia. Creo que serás mejor confesor que ningún cura.

Cuando Bosch salió de la habitación con el vaso, vio la figura de un hombre que doblaba la esquina al final del pasillo y desaparecía. Le pareció que el hombre llevaba traje. N o era el vigilante. Vio la fuente y llenó el vaso. Conklin sonrió débilmente al coger el vaso y murmuró su agradecimiento antes de beber. Cuando terminó, Bosch puso el vaso en la mesita de noche.