Bosch se quedó solo en la habitación, esperando a que alguien llegara y a que el demonio se fuera.
A causa de la conmoción, las pupilas de Bosch estaban dilatadas de manera desigual y las bolsas de los ojos aparecían hinchadas y de color morado por las hemorragias. Tenía un dolor de cabeza espantoso y treinta y siete ocho de fiebre. Como medida de precaución, el médico de la sala de urgencias había ordenado que lo ingresaran y lo monitorizaran y que no le permitieran dormir hasta las cuatro de la mañana. Trató de pasar el tiempo leyendo el periódico y mirando los programas de entrevistas, pero sólo consiguió aumentar el dolor. Finalmente, se limitó a mirar las paredes hasta que entró una enfermera, lo revisó y le dijo que ya podía dormirse. Después de eso, las enfermeras siguieron entrando en la habitación a intervalos y despertándolo cada dos horas. Le miraban las pupilas, le tomaban la temperatura y le preguntaban si estaba bien. En ningún momento le dieron nada para aliviar el dolor de cabeza. Sólo le decían que volviera a dormirse. Si en los cortos intervalos de letargo soñó con el coyote o con alguna otra cosa, no lo recordaba.
A mediodía, se levantó de manera definitiva. Al principio se sentía inseguro al ponerse de pie, pero rápidamente recuperó el equilibrio. Caminó hasta el cuarto de baño y examinó su imagen en el espejo. Rompió a reír ante lo que vio, aunque no tenía ninguna gracia. Simplemente sentía propensión a reír o llorar o hacer las dos cosas en cualquier momento.
Le habían afeitado una pequeña zona del cráneo donde se apreciaba una costura de puntos en forma de ele. Le dolía cuando se tocaba la herida, pero también se rió de eso. Logró peinarse con la mano por encima del área afeitada, lo bastante bien para camuflar la herida.
Los ojos ya eran otra cuestión. Seguían dilatados de manera desigual y aparecían resquebrajados con venas rojas, como al acabar una juerga de dos semanas. Debajo de ellos había sendos triángulos morados. Dos ojos a la funerala. Bosch no creía que hubiera tenido antes un ojo a la funerala.
Al retroceder en la habitación vio que Irving le había dejado el maletín al lado de la mesita de noche. Se dobló para cogerlo y casi perdió el equilibrio. Se agarró a la mesa en el último momento. Volvió a meterse en la cama con el maletín y empezó a examinar su contenido. No tenía ningún propósito en mente, sólo quería hacer algo.
Pasó las hojas del cuaderno y sintió que le costaba concentrarse en las palabras. Después releyó la tarjeta de Navidad que Meredith Roman, ahora Katherine Register, le había mandado cinco años antes. Se dio cuenta de que necesitaba llamarla para contarle lo que había ocurrido antes de que ella lo leyera en el periódico o lo viera en las noticias. Encontró su número en el cuaderno y lo marcó en el teléfono de la habitación. Le salió el contestador y dejó un mensaje.
– Meredith, eh, Katherine…, soy Harry Bosch. Necesito hablar contigo hoy, cuando tengas un momento. Han ocurrido algunas cosas y creo que, eh, te sentirás mejor cuando te las cuente. Así que llámame.
Antes de colgar, Bosch dejó diversos números en la cinta, incluido el de su móvil, el del Mark Twain y el de la habitación de hospital.
Abrió el bolsillo de acordeón y la tapa del maletín y sacó la foto que le había dado Monte Kim. Examinó largo rato la cara de su madre. La idea que finalmente se abrió paso era una pregunta. Bosch no tenía duda, por lo que él mismo le había dicho, de que Conklin la amaba. Pero se preguntaba si ella le correspondía. Bosch recordó una vez en que su madre lo visitó en McClaren. Le había prometido que lo sacaría de allí. En ese momento, el recurso legal avanzaba con lentitud y sabía que ella no tenía fe en los tribunales. Cuando ella hizo la promesa, Bosch sabía que no estaba pensando en la ley, sino en formas de rodeada, de manipulada. Y creía que habría encontrado una forma de hacerlo si no le hubieran robado su tiempo.
Al mirar la foto se dio cuenta de que Conklin podría haber sido simplemente parte de la promesa, parte de la manipulación. El plan de matrimonio era para Marjorie la forma de sacar a Harry del orfanato. De madre soltera con historial de detenciones a mujer de un hombre importante. Conklin habría logrado que Marjorie Lowe recuperara la custodia de su hijo. Bosch consideró que el amor podría no haber tenido nada que ver por parte de ella, que había sido sólo oportunidad. En todas sus visitas a McClaren, Marjorie Lowe nunca le había hablado de Conklin ni de ningún hombre en particular. Si hubiera estado verdaderamente enamorada, ¿acaso no se lo habría dicho?
Y al considerar esa pregunta, Bosch se dio cuenta de que el esfuerzo de su madre por salvarle, en última instancia, la había conducido a la muerte.
– ¿Está usted bien, señor Bosch?
La enfermera entró rápidamente en la habitación y dejó la bandeja en la mesa ruidosamente. Bosch no le respondió. Apenas se fijó en ella. La enfermera cogió la servilleta de la bandeja y le limpió con ella las lágrimas de las mejillas.
– No pasa nada -le calmó-. No pasa nada.
– ¿No?
– Es por la herida. No hay nada por lo que avergonzarse. Las heridas en la cabeza hacen que se mezclen las emociones. En un momento estás llorando y al siguiente estás riendo. Deje que corra esas cortinas. Tal vez eso lo anime.
– Lo único que quiero es estar solo.
La enfermera no le hizo caso y abrió las cortinas. Bosch vio otro edificio a veinte metros. Pero no lo animó. La vista era tan deprimente que le hizo reír. También le recordó que estaba en el Cedars. Reconoció la otra torre del hospital.
La enfermera cerró entonces el maletín para así poder acercar la mesa con ruedas a la cabecera de la cama. En la bandeja había una fuente que contenía un bistec Salisbury, zanahorias y patatas. Había un panecillo que parecía tan duro como una bola del ocho que había encontrado en el bolsillo la noche interior y algún tipo de postre rojo envuelto en plástico. La fuente y su olor le provocaron una náusea.
– No voy a comerme eso. ¿Hay copos de cereales?
– Tiene que tomar un almuerzo completo.
– Acabo de levantarme. Me han mantenido toda la noche en vela. No puedo comerme esto. Me da ganas de vomitar.
La enfermera recogió rápidamente la bandeja y se dirigió a la puerta.
– Veré qué puedo hacer con los cereales. -Se volvió hacia él y sonrió antes de salir por la puerta-. Anímese.
– Sí, ésa es la receta.
Bosch no sabía qué hacer salvo dejar pasar el tiempo. Empezó a pensar en su encuentro con Mittel, en lo que se había dicho y en lo que significaba. Había algo que le molestaba.
Le interrumpió el sonido de un bip procedente del panel lateral de la cama. Miró hacia abajo y vio que era el teléfono.
– ¿Hola?
– ¿Harry?
– Sí.
– Soy Jazz. ¿Estás bien?
Hubo un largo silencio. Bosch no sabía si estaba preparado para hablar con ella, pero de pronto era inevitable.
– ¿Harry?
– Estoy bien. ¿Cómo me has encontrado?
– El hombre que me llamó ayer. Irving no sé cuantos. Él…
– El jefe Irving.
– Sí. Llamó y me dijo que estabas herido. Me dio el número.
Eso molestó a Bosch, pero trató de no revelarlo.
– Bueno, estoy bien, pero no puedo hablar.
– ¿Qué ocurrió?
– Es una larga historia. No quiero explicarla ahora.
Esta vez ella se quedó en silencio. Era uno de esos momentos en que ambos interlocutores tratan de interpretar el silencio, de entender lo que el otro quiere decir en lo que no se está diciendo.
– ¿Lo sabes?
– ¿Por qué no me lo dijiste, Jasmine?
– Yo…
Más silencio.
– ¿Quieres que te lo cuente ahora?
– No lo sé…
– ¿Qué te dijo?
– ¿Quién?
– Irving.
– No fue él. Él no lo sabe. Fue otra persona, alguien que quería herirme.
– Fue hace mucho tiempo, Harry. Quiero explicarte lo que pasó…, pero no por teléfono.