– Bosch, escúcheme. ¡Escúcheme! ¿Para quien trabajaba Mittel?
– Ni lo sé ni me importa.
– Lo empleaba gente muy poderosa. Algunos de los más poderosos de este estado, algunos de los más poderosos del país. Y…
– ¡Me importa una mierda!
– …una mayoría del ayuntamiento.
– ¿Y? ¿Qué me está diciendo? El ayuntamiento y el gobernador y los senadores y toda esa gente, ¿qué? ¿Ahora también están implicados? ¿También les está cubriendo el culo?
– Bosch, ¿puede calmarse y entrar en razón? Escúchese. Por supuesto que no estoy diciendo eso. Lo que estoy tratando de explicarle es que si mancha a Mittel con esto, entonces salpica a mucha gente poderosa que está asociada con él o que ha usado sus servicios. Eso podría volverse contra este departamento, así como contra usted o contra mí, con consecuencias incalculables.
Bosch comprendió que eso era todo. Irving el pragmático había tomado la decisión, probablemente junto con el jefe de policía, de poner al departamento y a ellos mismos por encima de la verdad. El asunto apestaba como la col podrida. Bosch sintió que el cansancio le pasaba por encima como una ola. Se estaba ahogando en ella. Ya tenía bastante.
– Y al lavarles la cara, les está ayudando de manera incalculable, ¿no? Y estoy seguro de que usted y el jefe han estado toda la mañana al teléfono dejando que aquella gente poderosa lo supiera. Todos están en deuda con usted, todos le deben una buena al departamento. Es genial, jefe. Es un gran trato. Supongo que no importa que no tenga nada que ver con la verdad.
– Bosch, quiero que vuelva a llamarla. Llame a esa periodista y dígale que ha recibido ese golpe en la cabeza y que…
– ¡No! No voy a llamar a nadie. Es demasiado tarde. He contado la historia.
– Pero no toda. La historia completa es igualmente dañina para usted, ¿verdad?
Allí estaba. Irving lo sabía. O bien lo sabía o había supuesto con acierto que Bosch había usado el nombre de Pounds y que en última instancia era responsable de su muerte. Ese conocimiento era su arma contra Bosch.
– Si no puedo contener esto -agregó Irving-, podría tener que tomar medidas contra usted.
– No me importa -dijo Bosch con calma-. Puede hacerme lo que quiera, pero la historia se va a conocer, jefe. La verdad.
– Pero ¿es la verdad? ¿Toda la verdad? Lo dudo, y en lo más profundo usted también lo duda. Nunca sabremos toda la verdad.
Siguió un silencio. Bosch aguardó a que Irving dijera algo más y cuando sólo hubo más silencio, colgó. Después desconectó el teléfono y finalmente se puso a dormir.
Bosch se despertó a las seis a la mañana siguiente y con vagos recuerdos de su sueño, que había sido interrumpido por una cena horrible y las visitas de enfermeras por la noche. Sentía la cabeza espesa. Se tocó con suavidad la herida y descubrió que ya no estaba tan tierna como el día anterior. Se levantó y caminó un poco por la habitación. Parecía haber recuperado el equilibrio.
En el espejo del baño sus ojos eran todavía un batiburrillo de colores, pero la dilatación de las pupilas se había reducido. Sabía que era el momento de irse. Se vistió y salió de la habitación con el maletín en la mano y la americana manchada echada sobre el brazo.
En la sala de enfermeras pulsó el botón del ascensor y esperó. Se fijó en que una de las auxiliares médicas de detrás del mostrador lo miraba. Aparentemente no lo había reconocido, especialmente vestido de calle.
– Disculpe, ¿puedo ayudarle?
– No, estoy bien.
– ¿Es usted un paciente?
– Lo era. Me voy. Habitación cuatrocientos diecinueve. Bosch.
– Espere un momento, señor, ¿qué está haciendo?
– Me marcho. Me voy a casa.
– ¿Qué?
– Envíeme la factura.
Las puertas del ascensor se abrieron y Bosch entró.
– No puede hacer eso -lo llamó la enfermera-. Deje que vaya a buscar al médico.
Bosch levantó la mano y le dijo adiós.
– ¡Espere!
Las puertas se cerraron.
Bosch compró un periódico en el vestíbulo y cogió un taxi. Le dijo al conductor que lo llevara a Park La Brea. Por el camino, leyó el artículo de Keisha Russell. Estaba en la primera página y era un relato abreviado de lo que él le había contado el día anterior. Todo iba acompañado de la advertencia de que el caso seguía bajo investigación, pero fue grato leerlo.
Se mencionaba a Bosch como fuente y como protagonista del caso. A Irving también se lo mencionaba como fuente. Bosch supuso que al final el sub director había decidido jugársela con la verdad o con una aproximación a ella, una vez que Bosch ya la había hecho correr. Era la opción más pragmática. De este modo daba la sensación de que mantenía el control de la situación. Irving era la voz de la razón conservadora en el relato.
Las afirmaciones de Bosch venían seguidas por las advertencias de Irving de que la investigación aún estaba en pañales y que no se había llegado a conclusiones.
La parte que más le gustó a Bosch fueron las afirmaciones de algunos estadistas, incluidos varios del ayuntamiento, que expresaban su consternación tanto por las muertes de Mittel y de Conklin como por su implicación en asesinatos o en su encubrimiento. El artículo mencionaba también que la policía buscaba al empleado de Mittel, Jonathan Vaughn, como sospechoso de asesinato.
El relato era más tenue en relación a Pounds. No mencionaba que se sospechara o se supiera que Bosch había usado el nombre del teniente ni que ese uso hubiera conducido a la muerte de Pounds. El artículo simplemente citaba a Irving explicando que la conexión entre Pounds y el caso seguía investigándose, pero que al parecer Pounds podría haber dado con la misma pista que había seguido Bosch.
Irving se había contenido al hablar con Russell incluso después de haber amenazado a Bosch. Harry interpretó que el deseo del subdirector era que la ropa sucia del departamento se lavara en casa. La verdad dañaría a Bosch, pero también al departamento. Si Irving iba a actuar contra él, lo haría en privado, en el seno del departamento.
El Mustang alquilado de Bosch seguía en el aparcamiento de la residencia de La Brea. Había tenido suerte: las llaves estaban en la cerradura de la puerta, donde las había puesto un momento antes de ser agredido por Vaughn. Pagó al taxista y se metió en el Mustang.
Bosch decidió pasar por Mount Olympus antes de ir al Mark Twain. Enchufó el móvil al cargador del coche y se dirigió a Laurel Canyon Boulevard.
En Hércules Drive, frenó ante la verja de la nave espacial en tierra de Mittel. La puerta estaba cerrada y todavía había una cinta policial amarilla colgada de ella. Bosch no vio coches en el sendero de entrada; el lugar permanecía en silencio y en paz. Y enseguida supo que no tardarían en erigir un cartel de «En venta» y que el siguiente genio se mudaría allí y pensaría que era el dueño de todo lo que abarcaba su vista.
Bosch siguió conduciendo. En cualquier caso, la mansión de Mittel no era lo que quería ver.
Al cabo de quince minutos, Bosch tomó el familiar giro a Woodrow Wilson, pero se encontró con un panorama desconocido. Su casa ya no estaba, su desaparición era tan cegadora en el paisaje como un diente que falta en una sonrisa.
Junto a la acera había dos enormes contenedores de construcción llenos de maderas rotas, metal destrozado, cristales hechos añicos… Los escombros de su hogar. Asimismo habían puesto un contenedor móvil junto al bordillo y Bosch asumió -esperó- que contuviera las propiedades salvables antes de que la casa fuera arrasada.
Aparcó y caminó hasta el sendero de losas que antes conducía a la puerta principal de su casa. Miró hacia abajo, pero lo único que quedaba allí eran seis pilares que asomaban de la ladera como lápidas. Podía reconstruir la casa a partir de esos pilares si se lo proponía.