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Se quedaron unos momentos en silencio. Bosch pensó en la posibilidad de que el asesino fuera un chiflado que pasaba por allí, actuó y huyó. Un asesino en serie que se había perdido hacía mucho en la oscuridad del tiempo. Si ése era el caso, entonces su investigación privada había terminado. Era un fracaso.

– ¿Alguna cosa más de las fotos?

– Es todo lo que tengo…, no, espere. Hay otra cosa, Y puede que ya la conozca. -Hinojos cogió el sobre y lo abrió. Buscó en el interior y empezó a extraer una foto.

– No quiero mirar eso -dijo Bosch con rapidez.

– No es una foto de ella. De hecho, es de su ropa, dispuesta en una mesa. ¿Puede mirar eso?

Hinojos hizo una pausa, manteniendo la foto medio dentro y medio fue del sobre. Bosch le indicó que siguiera adelante con un gesto de la mano.

– Ya he visto la ropa.

– Entonces probablemente ya habrá considerado esto.

La psiquiatra deslizó la foto al borde del escritorio y Bosch se inclinó para estudiarla. Era una imagen en color que había amarilleado por el paso del tiempo, incluso en el interior del sobre. Las mismas prendas de ropa que había encontrado en la caja de pruebas estaban extendidas en la mesa en una formación que delineaba un cuerpo, de la forma en que una mujer podría extenderlas en la cama antes de vestirse para salir. A Bosch le recordó los recortables de muñecas de papel. Incluso el cinturón con la hebilla de concha estaba allí, pero se hallaba entre la blusa y la falda negra, no en el imaginario cuello.

– Vale -dijo ella-. Lo que he encontrado extraño aquí es el cinturón.

– La supuesta arma homicida.

– Sí. Mire, tiene la concha grande plateada en la hebilla y conchas plateadas más pequeñas como ornamentación. Es bastante llamativo.

– Sí.

– Pero los botones de la blusa son dorados. Además, en las fotos del cadáver se ve que llevaba pendientes de lágrimas dorados y una cadena de cuello dorada. Y también un brazalete.

– Sí, eso lo sabía. También estaban en la caja de pruebas. Bosch no entendía adónde quería ir a parar Hinojosa.

– Harry, esto no es una regla universal ni nada por el estilo, por eso dudaba en comentárselo. Pero normalmente la gente (las mujeres) no combina el dorado y el plateado. Y mí me parece que su madre estaba bien vestida para esa velada. Que llevaba joyas que combinaban con los botones de la blusa. Iba conjuntada y tenía estilo. Lo que estoy diciendo es que no creo que ella hubiera llevado ese cinturón con el resto de elementos. Era plateado y extravagante.

Bosch no dijo nada. Algo estaba abriéndose camino en su mente y su punta era afilada.

– Y por último, estos botones de la falda en la cadera. Es un estilo que sigue vigente e incluso yo tengo algo similar. Lo que lo hace tan funcional es que a causa de la cinturilla amplia puede llevarse con o sin cinturón. No hay presillas.

Bosch miró la foto.

– No hay presillas.

– Exacto.

– Entonces lo que está diciendo es…

– Que éste podría no haber sido su cinturón. Podría haber…

– Pero era suyo. Yo lo recuerdo. El cinturón de la concha marina. Se lo regalé por su cumpleaños. Lo identifiqué para los detectives, para McKittrick, el día que vino a decírmelo.

– Bueno…, entonces eso derrumba todo lo que iba a decir. Supuse que cuando llegó a su apartamento el asesino ya la estaba esperando con él.

– No, no ocurrió en su apartamento. Nunca encontraron la escena del crimen. Escuche, no importa si era su cinturón o no, ¿qué iba a decir?

– Oh, no lo sé, sólo una teoría acerca de que fuera propiedad de alguna otra mujer, quien podría haber sido el factor motivador oculto tras la acción del asesino. Se llama agresión de transferencia. Ahora no tiene sentido con lo que me dice, pero hay ejemplos de lo que iba a sugerir. Un hombre se lleva las medias de su ex novia y estrangula a otra mujer con ellas. En su mente está estrangulando a su novia. Algo así. Iba a sugerir que podría haber ocurrido en este caso con el cinturón.

Pero Bosch ya no estaba escuchando. Se volvió y miró por la ventana, pero tampoco estaba viendo nada. En su mente contemplaba cómo las piezas encajaban. La plata y el oro, el cinturón con dos de los agujeros gastados, dos amigas unidas como hermanas. Una para las dos y las dos para una.

Pero una iba a abandonar esa vida. Había encontrado un príncipe azul.

Y la otra iba a quedarse atrás.

– Harry, ¿está bien?

Miró a Hinojos.

– Creo que acaba de hacerlo.

– ¿Hacer el qué?

Bosch cogió el maletín y sacó de él la foto tomada en el baile del día de San Patricio hacía más de tres décadas. Sabía que era una posibilidad remota, pero necesitaba comprobarla.

Esta vez no miró a su madre. Miró a Meredith Roman, de pie detrás de Johnny Fox. Y por primera vez vio que llevaba el cinturón de la hebilla de concha plateada. Lo había cogido prestado.

Entonces lo entendió. Meredith Roman había ayudado a Harry a comprar el cinturón para su madre. Ella se lo había enseñado y lo había elegido no porque fuera a gustarle a su madre, sino porque le gustaba a ella y sabía que podría usarlo. Eran dos amigas que lo compartían todo.

Bosch volvió a meter la foto en el maletín y cerró éste. Se levantó.

– Tengo que irme.

Bosch recurrió al mismo truco que antes para volver a entrar en el Parker Center. Al salir del ascensor en la cuarta planta, prácticamente se topó con Hirsch, que estaba esperando para bajar. Cogió al joven técnico de huellas por el brazo y lo retuvo en el pasillo mientras se cerraban las puertas del ascensor.

– ¿Vas a casa?

– Lo intentaba.

– Necesito otro favor. Te invitaré a comer. Te invitaré a cenar. Te invitaré a lo que quieras. Es importante y no tardarás mucho.

– Hirsch lo miró. Bosch se dio cuenta de que el joven estaba empezando a lamentar haberse implicado.

– ¿Cómo es el dicho, Hirsch? Si juegas un penique, juegas una libra. ¿Qué dices?

– Nunca lo he oído.

– Bueno, yo sí.

– Voy a cenar con mi novia esta noche y…

– Fantástico. No tardarás mucho. Llegarás a tiempo a cenar.

– Muy bien. ¿Qué necesita?

– Hirsch, eres mi héroe, ¿sabes?

Bosch dudaba incluso de que el joven tuviera novia. Fueron de nuevo al laboratorio. Estaba desierto, porque eran casi las cinco de un día tranquilo. Bosch dejó el maletín en uno de los escritorios abandonados y lo abrió. Encontró la tarjeta de Navidad y la sacó agarrándola por la esquina con dos uñas. La levantó para que Hirsch la viera.

– Llegó en el correo hace cinco años. ¿Crees que podrías extraer una huella? ¿Una huella de la remitente? Estoy seguro de que las mías estarán por todas partes.

Hirsch frunció el entrecejo y examinó la tarjeta. Su labio inferior sobresalió mientras contemplaba el desafío.

– Puedo intentarlo. Las huellas en papel suelen ser bastante estables. Los aceites duran mucho y a veces dejan marcas en el papel incluso cuando se evaporan. ¿Ha estado en este sobre?

– Sí, durante cinco años. Hasta la semana pasada.

– Eso ayuda.

Hirsch cogió cuidadosamente la tarjeta y se acercó a la mesa de trabajo, donde abrió la felicitación y la adhirió a un tablero.

– Voy a probar con el interior. Siempre es mejor. Hay menos posibilidades de que usted haya tocado la parte interior. Y quien escribe siempre toca el interior. ¿Le importa si se estropea?

– Haz lo que tengas que hacer.

Hirsch examinó la tarjeta con una lupa, después sopló suavemente sobre la superficie. Se estiró hacia un estante de aerosoles que había sobre la mesa de trabajo y cogió uno que ponía ninhidrina. Dispersó una ligera niebla sobre la superficie de la tarjeta y en unos minutos ésta empezó a ponerse de color púrpura por los costados. A continuación las formas iluminadas empezaron a florecer como rosas en la tarjeta. Huellas