– Lo haré.
Eso fue todo. Gittamon le dijo a Lucy que esperaba su llamada y se marcharon. Nos quedamos los dos en silencio mirando el coche alejarse, pero en cuanto hubieron desaparecido la ausencia de Ben se convirtió en una fuerza física en el interior de la casa, tan real como un cadáver colgado del altillo. Los presentes éramos tres, no dos.
Lucy recogió su maletín. Seguía donde lo había dejado por la tarde.
– Quiero ir a buscar esos nombres para el sargento Gittamon.
– Claro. Yo también prepararé mi lista. Llámame cuando llegues a casa, ¿vale?
Lucy miró la hora y cerró los ojos.
– Dios mío, tengo que llamar a Richard. Contarle esto va a ser dificilísimo.
Richard Chenier era el ex marido de Lucy y el padre de Ben. vivía en Nueva Orleans y lo correcto era que lo llamase para contarle que su hijo había desaparecido. Richard y Lucy habían discutido muchas veces por mi culpa. Imaginé que estaban a punto de volver a hacerlo.
Lucy sacó las llaves torpemente, sin soltar el maletín, y de repente se puso a llorar. Yo también. Nos abrazamos, los dos hechos un mar de lágrimas.
– Lo lamento -me disculpé, con el rostro hundido en su cabello-. No sé qué ha pasado ni quién ha sido capaz de hacer una cosa así, pero lo lamento.
– No te culpes.
No se me ocurrió nada más que decir.
La acompañé al coche y me quedé allí plantado, en medio de la calle, mientras se alejaba. Las luces de casa de Grace estaban encendidas. Allí estaría ella con sus dos hijos. El frío aire nocturno y la oscuridad me animaron. Lucy se había portado bien. No me había echado la culpa, pero lo cierto era que Ben estaba conmigo y ha desaparecido. El peso de aquello recaía sobre mis hombros.
Al cabo de un rato entré en la casa. Me llevé el Game Freak al sofá y me senté. Me quedé mirando la foto en la que salíamos Roy Abbott y yo con los demás. Él parecía tener doce años. Yo no aparentaba muchos más. En realidad tenía dieciocho. Ocho más que Ben. No sabía qué le había sucedido a éste ni dónde se encontraba, pero estaba decidido a hallarlo y devolvérselo a su madre. Me quedé mirando a los hombres de la foto.
– Voy a dar con él. Voy a devolvértelo. Lo juro por Dios. Los hombres de la foto sabían que iba a hacerlo.
Los rangers no dejan atrás a sus compañeros.
4
El secuestro: primera parte
Lo último que vio Ben fue cómo la Reina de la Culpa le arrancaba los ojos a un secuaz de Cabeza Plana. Un segundo antes estaba con la Reina en la pendiente que había detrás de la casa de Elvis Cole, y de repente unas manos que no llegó a ver le cubrieron la cara y se lo llevaron, a tal velocidad que ni se dio cuenta de lo que sucedía. Las manos le taparon los ojos y la boca. Tras la sorpresa inicial de que alguien le levantara por los aires, Ben se imaginó que era Elvis, que estaba gastándole una broma. Pero aquella broma no terminaba nunca.
Se resistió e intentó dar patadas, pero alguien lo aferraba con tanta fuerza que le impedía moverse o gritar para pedir auxilio. Fue flotando por la ladera, enmudecido, hasta llegar a un vehículo que los esperaba. Oyó un fuerte portazo. Le pusieron cinta adhesiva en la boca y después una capucha le cubrió la cabeza, sumiéndolo en la oscuridad. Más cinta sirvió para inmovilizarle los brazos y las piernas. Se resistió, pero ya no era una sola persona la que lo agarraba. Estaban en una furgoneta. Ben percibió olor a gasolina y al producto de limpieza con aroma de pino que utilizaba su madre en la cocina.
El vehículo arrancó. Estaban en la carretera.
– ¿Te ha visto alguien? -preguntó de pronto el que lo agarraba.
– No podía haber ido mejor -respondió una voz áspera desde la parte delantera de la camioneta-. A ver, mira que esté bien.
Ben supuso que la segunda voz era la del hombre que lo había secuestrado, y que iba al volante. El que estaba a su lado le apretó el brazo.
– ¿Puedes respirar? Gruñe, mueve la cabeza o haz algo para que me entere.
Ben estaba demasiado asustado como para atreverse a moverse, pero el primer hombre contestó como si le hubiera hecho caso.
– Se encuentra bien. Joder, cómo le late el corazón. Oye, deberías haber dejado una zapatilla. Lleva puestas las dos.
– Estaba jugando con una Game Boy de esas. He pensado que era mejor dejar el juego que una zapatilla.
Bajaron la colina y después subieron. Ben movía las mandíbulas para liberarse de la cinta adhesiva, pero no lograba abrir la boca.
El hombre le dio una palmadita en la pierna y le dijo:
– Tranquilo, chaval.
Condujeron apenas unos minutos y después se detuvieron.
Ben imaginó que iban a bajar, pero no fue así. A lo lejos se oía lo que le pareció una sierra mecánica. De repente alguien más subió a la furgoneta.
El tercer hombre, al que Ben aún no había oído, informó:
– Ha salido al porche.
Ben reparó en el modo en que hablaba. Estaba acostumbrado a los acentos cajún y francés de toda la vida y aquél le resultaba familiar, aunque algo distinto. Era como si un francés hablara en inglés, pero con algún otro acento menos marcado. Ya eran tres; tres hombres a los que no conocía de nada lo habían raptado.
El que lo había apresado contestó:
– Sí, ya le veo.
– Desde aquí atrás no veo una puta mierda -replicó el que lo aferraba-. ¿Qué hace?
– Está bajando por la colina.
Ben se dio cuenta de que hablaban de Elvis. Los tres hombres lo vigilaban mientras él lo buscaba.
– Estar sentado aquí atrás es una putada -dijo el que estaba con Ben.
– Ha encontrado el juego del chaval-señaló el de la voz ronca-. Vuelve hacia la casa a toda prisa.
– Ojalá pudiera verlo.
– No hay nada que ver, Eric. Deja de dar la brasa y tranquilízate. Ahora tenemos que esperar a que aparezca la madre.
El secuestro: segunda parte
Cuando mencionaron a su madre, Ben sintió una fuerte punzada de miedo y de repente fue presa del pánico al pensar que iban a hacerle daño. Se le llenaron los ojos de lágrimas y se le tapó la nariz. Intentó soltarse los brazos, pero Eric se lo impidió, inmovilizándolo como si fuera una pesada ancla de acero.