– Tranquilo, chaval. Estate quieto de una vez.
Ben quería avisar a su madre, llamar a la policía y darles de patadas a aquellos hombres hasta que se pusieran a llorar como críos, pero no podía hacer nada de eso. Eric lo agarraba con firmeza.
– Joder, deja de dar golpes. Vas a hacerte daño.
Siguieron esperando. Cuando parecía que habían pasado horas, la voz ronca anunció:
– Ya está bien.
La camioneta arrancó. Bajaron otra vez y después volvieron a subir por calles tortuosas. Al cabo de un rato, el vehículo se detuvo. Ben oyó el traqueteo mecánico de la puerta de un garaje al abrirse. Avanzaron y después el motor se paró y la puerta bajó y se cerró a sus espaldas.
– Venga, chaval-dijo Eric.
Le cortó la cinta que le inmovilizaba las piernas y le tiró de los pies.
– ¡Ay!
– Vamos, ya puedes andar. Yo te diré por dónde hay que ir. -Le apretaba el brazo con fuerza.
Estaba en un garaje. La capucha se le había subido un poco, lo que le bastó para ver de refilón la furgoneta, que era blanca, estaba sucia y tenía unas letras azul marino pintadas en el lateral. Eric lo obligó a volverse antes de que tuviera tiempo de leerlas.
– Ahí delante hay un escalón. Sube. ¡Venga, levanta los pies, joder!
Ben buscó el escalón con el dedo gordo del pie.
– Así vamos a tardar una eternidad.
Eric lo metió en la casa como si fuera un bebe. A Ben no le hacía ninguna gracia que le llevaran en brazos. ¡Podía haber ido andando! ¡No hacía falta que lo entraran en volandas!
Por el camino, Ben vislumbró habitaciones sin muebles, en penumbra. Luego Eric le soltó las piernas.
– Te dejo en el suelo. Ponte erguido.
Ben se quedó de pie.
– Vale, te coloco una silla detrás -añadió Eric-. Siéntate. Yo te aguanto. Tranquilo, que no te golpearás.
Ben fue dejándose caer hasta que la silla sostuvo su peso. Estar sentado con los brazos pegados a los costados era incómodo; la cinta adhesiva le pellizcaba la piel.
– Vale, ya podemos irnos. ¿Mike está fuera?
Mike. Mike era el que lo había raptado. Eric, el que había esperado en la furgoneta. Ben ya sabía cómo se llamaban dos de ellos.
– Quiero verle la cara -pidió el tercero, con aquel acento francés tan raro. Tenía una voz tenue y estremecedora.
– A Mike no le hará gracia.
– Si te da miedo ponte detrás de él.
La voz estaba a apenas unos centímetros.
– Bueno, va.
Ben no sabía ni dónde estaba ni lo que pretendían aquellos hombres, pero de repente le entró otra vez el miedo, como cuando habían hablado de su madre. Aún no había visto a ninguno de los tres, pero sabía que estaba a punto de hacerlo, y al pensar en ello se asustó. No quería. No quería ver nada de nada.
Uno de ellos, que estaba a sus espaldas le quitó la capucha. Ante Ben había un hombre altísimo que lo miraba sin expresión alguna. Era tan enorme que parecía que rozaba el techo con la cabeza, y tan negro que su piel absorbía la escasa luz de la habitación y resplandecía como el oro. En la frente, por encima de las cejas, tenía toda una hilera de cicatrices redondas, de color lila y del tamaño de las gomas de borrar que van incrustadas en un extremo de los lápices. Tres cicatrices más reseguían el contorno de sus mejillas debajo de cada ojo. Eran bultos duros, como si le hubieran metido algo por debajo de la piel. Aquellas cicatrices le aterrorizaban; eran escalofriantes, espantosas. Ben intentó apartar la cabeza, pero Eric se la agarraba con fuerza.
– Es africano, chaval-le dijo-. No te va a comer hasta después de haberte cocinado…
El africano retiro con cuidado la cinta adhesiva de la boca de Ben, que temblaba de pánico. Fuera estaba muy oscuro. Era noche cerrada.
– Quiero irme a casa.
Eric soltó una risita, como si aquello tuviera gracia. Era pelirrojo y de piel blancuzca y llevaba el pelo corto. Entre los incisivos tenía una brecha como una puerta abierta.
Estaban en el salón de una casa, vacío. Había una chimenea de piedra blanca en un extremo y las ventanas habían sido tapadas con sábanas. A su espalda se abrió una puerta y el africano dio un paso atrás. Un tercer hombre entró en la habitación y Eric habló a toda prisa:
– Mazi ha empezado con el rollo africano. Yo ya le he dicho que no lo hiciera.
Mike le pegó a Mazi con la palma de la mano en el pecho con tal rapidez que el africano empezó a caer antes siquiera de que Ben se diera cuenta de que le había dado. Mazi era alto y corpulento, pero Mike parecía más fuerte. Tenía las muñecas gruesas y los dedos nudosos, y llevaba una camiseta negra que le quedaba apretada en los pectorales y los bíceps. Parecía un muñeco GI Joe.
Mazi reaccionó a tiempo y se mantuvo en pie, pero no devolvió el golpe.
– El jefe eres tú -reconoció.
– Pues a ver si te enteras, joder.
Mike apartó aún más al africano y después miró a Ben.
– ¿Qué tal vas?
– ¿Qué le habéis hecho a mi madre?
– Nada. Lo único que hemos hecho ha sido esperar a que volviera para poder llamar. Queríamos que se enterara de que has desaparecido.
– No quiero desaparecer. Quiero irme a casa.
– Ya lo sé. En cuanto podamos dejaremos que vuelvas. ¿Quieres comer algo?
– Quiero irme a casa.
– ¿Tienes que hacer pis?
– Llevadme a mi casa. Quiero ver a mi mamá.
Mike le dio un cachete en la cabeza. Llevaba un triángulo tatuado en el dorso de la mano derecha. Era viejo y la tinta ya estaba algo borrosa.
– Me llamo Mike. Éste es Mazi y ése, Eric. Vas a pasar un tiempo con nosotros, así que será mejor que te acostumbres. -Y después miró a sus compañeros-. Metedlo en la caja.
Todo fue igual de rápido que cuando lo habían cogido en la colina, debajo de los nogales. Lo levantaron del suelo otra vez, volvieron a envolverle las piernas con cinta adhesiva y se lo llevaron hasta el extremo opuesto de la vivienda. Lo agarraban con tanta fuerza que no podía hacer el mínimo ruido. Lo sacaron de la casa. El aire de la noche era frío. Le habían tapado los ojos y no veía nada. Lo metieron en una caja de plástico grande, semejante a un ataúd. Dio patadas y se resistió. Intentó sentarse, pero lo obligaron a quedarse tumbado. Sintió que una tapa pesada se cerraba encima de él. De repente la caja empezó a moverse, a tambalearse, y después se cayó, como si le hubieran tirado a un pozo. El choque contra el suelo fue muy seco.