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Debería haber habido fragmentos de otras pisadas entremezclados con las de Ben, como las piezas superpuestas de un rompecabezas. Debería haber encontrado marcas, hierba pisoteada y todos los rastros evidentes que deja una persona al caminar por la montaña, pero lo único que conseguimos fue aquella huella incompleta de un único pie. No podía ser, pero era, y cuanto más pensaba en la falta de indicios, más asustado me sentía. Las pruebas eran la historia física de un hecho, pero la falta de esa historia física constituía una demostración más que suficiente de que había sucedido algo.

Examiné la maleza circundante, la pendiente y los árboles que nos rodeaban, cuyas hojas secas estaban por todas partes. Un hombre había conseguido subir por aquella pendiente cubierta de broza y de hojarasca quebradiza y había hecho tan poco ruido que Ben no lo había oído acercarse. Ese hombre no habría podido ver a Ben entre tanta maleza, lo que significaba que lo había localizado por el ruido del Game Freak. Después, una vez que lo hubo encontrado, se había llevado a aquel niño de diez años sano como un roble con tanta rapidez que no le había dado oportunidad de gritar.

– Starkey -llamé.

– Por aquí hay bichos, Cole. Joder, qué asco me dan.

Estaba examinando el terreno a escasa distancia de mí.

– Starkey, olvídese de los nombres que le he dado de la gente de casos viejos. Ninguno de ellos es lo bastante bueno para hacer algo así.

Me entendió mal.

– No se preocupe, Cole. Voy a pedir que vengan los de la DIC.

Ellos descubrirán qué ha sucedido aquí.

– Yo ya sé lo que ha sucedido. Olvídese de los nombres de mis casos. Investigue sólo a los soldados que sirvieron conmigo y olvídese de todo lo demás.

– ¿No me había dicho que ninguno de ellos sería capaz de algo semejante?

Me quedé con los ojos clavados en el suelo y después miré la espesa maleza y el terreno pisoteado, esforzándome por pensar en los hombres que había conocido y en lo que podían hacer los mejores de entre ellos. Me picaba la piel de la espalda. Las hojas y las ramas que nos rodeaban se convirtieron en piezas rotas de un puzzle borroso. Un hombre que tuviera la preparación necesaria podría estar a tres metros de distancia, podría esconderse dentro del rompecabezas y observamos por entre las piezas, y seríamos incapaces de verlo aunque nos apuntara con una pistola y empezara a apretar el gatillo.

– El que ha hecho esto tiene experiencia de combate, Starkey. Usted no lo ve, pero yo sí. No es la primera vez que hace una cosa así. Ha sido entrenado para cazar personas y se le da bien.

– Está poniéndome la piel de gallina. No se agobie, ¿vale? Voy a pedir que vengan los de la DIC.

Eché un vistazo al reloj. Hacía dieciséis horas y doce minutos que Ben había desaparecido.

– ¿Gittamon está con Lucy?

– Sí, está registrando el cuarto de Ben.

– Me voy a verlos. Quiero decirles a qué nos enfrentamos.

– Venga, Cole, no me toque la moral. No sabemos a qué nos enfrentamos, así que ¿por qué no espera a que lleguen los de la DIC?

– ¿Será capaz de encontrar el camino de vuelta?

– Si espera dos minutos me voy con usted.

Me puse a subir la colina sin esperar. Starkey salió disparada detrás de mí. De vez en cuando me gritaba que fuese más despacio, pero no dejé que me alcanzase. Sombras del pasado que deberían haber estado enterradas marcaban el camino de regreso a mi casa.

Me superaban en número y era consciente de que iba a necesitar ayuda para vencerlas. Al llegar a casa entré en la cocina y llamé a una armería de Culver City que conocía.

– Que se ponga Joe.

– No está.

– Tenéis que encontrarlo. Es importante. Decidle que se reúna conmigo en casa de Lucy de inmediato. Decidle que Ben Chenier ha desaparecido.

– Vale. ¿Algo más?

– Sí. Que tengo miedo.

Colgué, salí y subí al coche. Arranqué el motor, pero me quedé sentado con las manos en el volante, intentando que dejaran de temblarme.

El hombre que se había llevado a Ben había actuado con destreza y en silencio. Había estudiado cuándo entrábamos y cuándo salíamos. Conocía mi casa y el cañón y estaba al corriente de que Ben se iba a la ladera a jugar. Y además lo había hecho todo tan bien que yo ni me había enterado. Seguramente nos había acechado durante varios días. Para cazar personas hacían falta un entrenamiento y una habilidad especiales. Había conocido a varios hombres con esa habilidad y me daban miedo. Yo mismo había sido uno de ellos.

6

Tiempo desde la desaparición: 17 horas, 41 minutos

Al oír hablar de Beverly Hills la gente piensa en mansiones, pero las llanuras que se extienden al sur de Wilshire están repletas de hileras de modestas casas unifamiliares y robustos edificios de apartamentos de una planta que no habrían desentonado en ninguna otra ciudad estadounidense. Lucy y Ben vivían en un complejo de dos pisos en forma de u cuya boca daba a la calle y cuyos brazos rodeaban un patio al que daban las escaleras y donde crecían multitud de aves del paraíso y dos palmeras enormes. No era una calle por la que pasaran habitualmente muchas limusinas, pero ante su edificio, junto a la boca de incendios, esperaba una Presidential negra.

No sin esfuerzo metí el coche en una plaza ajustada situada a media manzana de distancia y recorrí aquel trecho por la acera. El chófer de la limusina estaba leyendo una revista, sentado al volante, con las ventanillas subidas y el motor en marcha. También había dos tipos fumando en un Mercury Marquis aparcado al otro lado de la calle, delante del coche de Gittamon. Eran hombres corpulentos de cuarenta y muchos años, de tez rojiza, con el pelo corto y la expresión impasible de quien está acostumbrado a estar en mal sitio en mal momento sin que le importe demasiado. Me observaron como si fueran policías.

Subí las escaleras y llamé al timbre de Lucy. Me abrió un hombre al que nunca había visto.

– ¿Qué desea?

Era Richard. Le tendí la mano.

– Elvis Cole. Lamento mucho que tengamos que conocernos así.

Su rostro se ensombreció, e hizo como si no viera mi mano.

– Y yo lamento mucho que tengamos que conocemos -dijo.

Lucy se colocó ante él, incómoda y enfadada. A Richard se le daba muy bien ponerla de mal humor.