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– Deberíamos ver esa ladera de la que ha hablado Cole. A Debbie se le da bien la búsqueda de indicios. Podría echamos una mano.

– ¿Quién es Debbie? -preguntó Gittamon.

Richard miró otra vez hacia donde estaba Lucy, después se sentó en una silla dura que había en el rincón y se frotó la cara con las manos.

– Debbie DeNice, aunque en realidad se llama Debulon o algo así. Es un inspector de policía jubilado de Nueva Orleans. De Homicidios, creo. Es eso, ¿no Lee?

– Homicidios. Tiene una tasa de resolución de casos espectacular.

Richard se puso en pie de un salto.

– El mejor de Nueva Orleans. Sólo he traído a los mejores. Voy a encontrar a Ben aunque tenga que contratar a Scotland Yard, joder.

Myers miró a Gittamon y luego a mí.

– Me gustaría mandar a mi gente a tu casa, Cole -me dijo-. También me gustaría disponer de esa lista de nombres.

– La tiene Starkey. Podemos fotocopiarla.

– Si los de la DIC están de camino -prosiguió Myers, dirigiéndose a Gittamon-, será mejor que vayamos para allá, aunque antes me gustaría que me contara brevemente qué sabemos y qué está haciéndose, sargento. ¿Puedo contar con usted?

– Sí, claro, desde luego.

Le indiqué cómo ir a mi casa. Anotó mis instrucciones en una agenda electrónica y después se ofreció a llevar el ordenador de Ben al coche de Gittamon. Se marcharon juntos. Richard les siguió, pero al pasar junto a Lucy titubeó. Se volvió hacia mí y apretó los labios como si oliera a podrido.

– ¿Vienes?

– Dentro de un minuto.

Miró a su ex mujer y su expresión se suavizó. Le puso una mano en el brazo.

– Tengo habitación en el Beverly Hills, en Sunset Boulevard. No debería haber dicho todo eso, Lucille. Me arrepiento y me disculpo, aunque todo era cierto.

Volvió a mirarme y acto seguido se marchó.

Lucy se llevó una mano a la frente.

– Esto es una pesadilla.

Tiempo desde la desaparición: 18 horas, 05 minutos

El sol había llegado a su plenitud como una bengala, y brillaba con tanta intensidad que borraba el color del cielo y hacía que las palmeras resplandecieran con una luz trémula. Cuando salí a la calle, Gittamon ya no estaba por allí, pero Richard esperaba junto a la limusina negra con Myers y los dos tipos del Marquis. Me imaginé que se trataba de sus hombres, y que también eran de Nueva Orleans.

Dejaron de hablar cuando aparecí tras las aves del paraíso. Richard se ubicó delante de los demás para recibirme. Ya no se molestaba en intentar ocultar sus sentimientos; en su rostro se dibujaban la furia y la determinación.

– Tengo algo que decirte.

– A ver si lo adivino: no vas a preguntarme dónde me he comprado la camisa.

– Tú eres el culpable de todo esto. Llegará un momento en que alguien matará a uno de los dos por tu culpa, es sólo cuestión de tiempo. Pero no, no voy a permitirlo.

Myers se acercó y cogió a Richard del brazo.

– No tenemos tiempo para esas cosas.

Richard lo apartó con un gesto brusco.

– Quiero decírselo.

– Acepta su consejo, Richard -le recomendé-. Por favor. Debbie DeNice y Ray Fontenot se colocaron al otro lado de su jefe. El primero era un hombre de estructura ósea consistente y ojos grises de un tono cercano al agua sucia. Fontenot también resultó ser, como DeNice, ex inspector de la policía de Nueva Orleans. Era alto y de facciones angulosas, y tenía una cicatriz muy fea en el cuello.

– ¿Y si no qué? -intervino DeNice.

Había sido una noche muy larga. Me dolían los ojos de tanta tensión acumulada.

– Aún es por la mañana -respondí con calma-. Vamos a tener que aguantarnos durante un buen rato.

– Si de mí depende, no -contestó Richard-. No me caes bien, Cole. Me das mala espina. Todo en ti llama al mal tiempo, y quiero que te mantengas bien alejado de mi familia.

Respiré hondo. Un poco más allá, en la misma calle, una mujer de mediana edad había sacado a pasear a un doguillo que andaba como un pato en busca de un lugar en el que mear. Aquel hombre era el padre de Ben y el ex marido de Lucy. Pensé que si le decía o le hacía algo ellos sufrirían. No teníamos tiempo que perder en tonterías. Había que encontrar a Ben.

– Nos vemos en mi casa.

Intenté sortear el grupo, pero DeNice dio un paso hacia un lado para impedirme el paso.

– No sabes con quién te metes, amigo.

Fontenot esbozó una sonrisa y dijo:

– No, parece que no se ha enterado.

– Debbie. Ray -intervino Myers.

Ninguno de los dos se movió. Richard, que se había quedado mirando la casa de Lucy, se humedeció los labios, cosa que ya había hecho antes de salir. Me parecía más confuso que enfadado.

– Lucille ha sido una idiota y una egoísta al venir a Los Ángeles. Ha sido una idiota al liarse con alguien como tú y una egoísta al llevarse a Ben con ella. Espero que entre en razón antes de que uno de los dos muera.

DeNice era un hombre de espaldas anchas y expresión morbosa que me hizo pensar en un payaso homicida. Tenía el puente de la nariz cubierto de pequeñas cicatrices. Nueva Orleans debía de ser un sitio muy duro, pero me dio la impresión de que se trataba de uno de esos tipos a los que les gustan las cosas difíciles. Podía haber intentado esquivarlo, pero no me molesté en hacerlo.

– Apártate de mi camino.

En lugar de eso, abrió el abrigo de sport que llevaba para enseñarme por un instante la pistola, y me quedé pensando que quizás en los barrios marginales de su ciudad aquello impresionaba a la gente.

– Parece que no te enteras -dijo.

Algo se movió con rapidez por los extremos de mi campo visual. Un brazo en el que se marcaban unas gruesas venas agarró por detrás el cuello de DeNice y un pesado Colt Python 357 de color azul apareció bajo su brazo derecho. El ruido que hizo al ser amartillado fue como el de unos nudillos al romperse. DeNice perdió el equilibrio. Joe Pike lo levantó por detrás y le susurró al oído:

– A ver si te enteras tú de esto.

Fontenot metió la mano por dentro de la chaqueta. Pike le arreó con el 357 en la cara y Fontenot se tambaleó. La mujer del perro miró hacia donde estábamos, pero sólo vio a seis hombres en medio de la acera, uno de los cuales se llevaba las manos a la cara.