Las fuertes arremetidas del canal dieron paso a unas aguas lisas como el cristal rotas únicamente por la cabeza de una solitaria foca blanca. El fondo se elevó cuando Pike redujo la velocidad y se acercó a la orilla. Enseguida empezaron a aparecer los primeros animales muertos: unos salmones largos como el brazo de un hombre flotando a merced de la corriente, procedentes del riachuelo. Sus cadáveres estaban manchados y desgarrados, abiertos en canal. Cientos de gaviotas picoteaban los restos que el agua había depositado en la orilla; en las copas de los árboles se habían apostado unas águilas de cabeza blanca, que observaban con envidia a las gaviotas. El olor a pescado podrido era cada vez más intenso.
Pike apagó el motor, dejó que el esquife se deslizara hasta la playa rocosa y después se metió en el agua que le llegaba hasta las rodillas. Arrastró la barca para alejarse lo suficiente de la marca dejada por la marea y luego la ató a una rama de cicuta que señaló con la cinta naranja, tal como le había pedido Elliot MacArthur.
La costa estaba cubierta por un muro verde e impenetrable formado por alisos, piceas y cicutas. Pike montó el campamento bajo las flexibles ramas y después ingirió una cena consistente en mantequilla de cacahuete y zanahorias peladas. A continuación alisó una zona de la playa e hizo estiramientos en ella hasta que hubo calentado los músculos. Acto seguido hizo flexiones y abdominales a pesar de los guijarros que se le clavaban en la carne. Sudó. Arqueó la columna y levantó las piernas para formar las asanas más agotadoras del hatha yoga. Reprodujo la estricta coreografía de una kata de tae kwon do, dando patadas y moviendo los brazos como aspas mientras hacía la transición de la forma coreana a las chinas de kung fu y wing chun, un método que llevaba practicando cada día desde niño. Le caía el sudor del cabello, castaño y corto. Los chasquidos de sus manos y sus pies eran tan violentos que espantaban a las águilas. Pike se obligó a acelerar el ritmo, a seguir dando vueltas y giros, enloquecido por el esfuerzo, intentando vencer el dolor.
No le bastó. El hombro no se movía con la suficiente rapidez. Los movimientos resultaban algo torpes. Era menos de lo que había sido.
Se sentó a la orilla del agua con una sensación de vacío interior. Se dijo que iba a esforzarse más, que iba a reparar el daño que había sufrido y que iba a reconstruirse como se había reconstruido de niño. El esfuerzo era su oración; el compromiso, su fe; la confianza en sí mismo, su único credo. Pike había aprendido aquel catequismo de pequeño. No tenía nada más.
Aquella noche se acostó bajo un plástico y oyó la lluvia colarse por entre los árboles. Mientras, pensaba en el oso.
A la mañana siguiente inició su misión.
El oso pardo alasqueño es el peor depredador de todos los continentes, mayor que el león africano o el tigre de Bengala. No es un oso amoroso, no se llama Pooh ni vive feliz en Disneylandia tocando el banjo. El macho puede llegar a pesar casi media tonelada, y aun así se escabulle por los bosques en el más absoluto silencio. Aunque parezca que está gordo, debido a la forma de tonel de su cuerpo, es capaz de acelerar más deprisa que un pura sangre para atrapar a un ciervo a la carrera. Sus garras alcanzan una longitud de quince centímetros y son tan afiladas como clavos; sus mandíbulas pueden triturar la columna vertebral de un alce americano o arrancar la puerta de un coche de cuajo. Cuando carga no avanza pesadamente sobre las patas traseras, como se ve en las películas, sino que se agacha, con la cabeza baja, levanta mucho el labio superior para gruñir y arremete con la velocidad de un león al atacar. Mata retorciendo el pescuezo o destrozando el cráneo de un mordisco. Si la víctima se protege el cuello y la cabeza, el oso le arranca la carne de la espalda y de las piernas sin importarle los gritos y se traga pedazos enteros sin masticados hasta alcanzar las entrañas. En la antigüedad, los romanos organizaban luchas en el circo entre osos pardos de los Urales y leones africanos. Enfrentaban a dos de éstos contra uno de aquéllos, que por lo general ganaba. Como el gran tiburón blanco que nada sin temor por las profundidades del mar, el oso pardo no tiene rival sobre la faz de la tierra.
Pike se había enterado de lo sucedido en el arroyo de Chaik gracias a un capitán de barco que había conocido en Petersburg. Tres biólogos del Departamento de Pesca y Caza se habían adentrado en la zona para realizar un recuento de la población de salmones, que estaban desovando. El primer día, los científicos informaron de que había una gran cantidad de osos pardos, algo habitual en la temporada de desove que no sorprendió a nadie. Nada más se supo de los biólogos hasta que un barco que pasaba por allí captó un confuso mensaje de socorro cuatro días después. Los técnicos de Pesca y Caza que estaban trabajando con los tramperos tlingit de la zona llegaron a la conclusión de que un macho maduro había seguido a los tres biólogos durante un buen trecho por el riachuelo y finalmente les había atacado cuando se habían detenido a montar una trampa. Aunque iban armados con rifles de gran potencia, lo violento del ataque les impidió utilizarlos. Dos de los miembros del equipo (la doctora Abigail Martin, que era la bióloga jefa, y Clark Aimes, supervisor de fauna y flora) murieron de inmediato. El tercero, un estudiante de posgrado de Seattle llamado Jacob Gottman, logró huir. El oso (que debía de pesar, según los cálculos realizados a partir de la anchura y la profundidad de sushuellas, más de media tonelada) le persiguió hasta una gravera, río abajo, donde le destripó, le arrancó el brazo derecho a la altura del codo y metió su cuerpo a empujones bajo un aliso caído. Gottman seguía con vida. Cuando el oso regresó al lugar del primer ataque para devorar a Martin y a Aimes, Gottman avanzó río abajo hasta la bahía de Chaik, donde pidió ayuda sirviéndose de un pequeño walkie-talkie. Una de susúltimas llamadas de auxilio fue escuchada por un barco salmonero de quince metros de eslora, el Emydon. Gottman se desangró antes de que llegara nadie.
– Fue lo mejor, seguro -afirmó el capitán clavando la mirada en el café-. Está claro que acabar de una vez fue lo mejor. Dicen que había ido dejando un rastro con las entrañas, que parecían una manguera.
Pike asintió sin hacer ningún comentario. Había visto cosas peores hechas por un hombre a otro, pero no lo dijo.
El capitán le contó que las pruebas realizadas a los restos encontrados indicaban que el oso tenía la rabia. Los de Pesca y Caza enviaron a dos equipos de rastreadores para cazarlo, pero ninguno de los dos lo consiguió. Los padres de Jacob Gottman ofrecieron una recompensa. Un trampero tlingit de Angoon se fue a buscar al animal, pero no regresó. Los Gottman doblaron la recompensa. El hermano y el suegro del trampero pasaron dos semanas recorriendo el arroyo, pero sólo encontraron una pista: la mayor huella que los dos habían visto en su vida, con marcas de garras del tamaño de cuchillos de caza. Afirmaban que habían sentido su presencia, que habían notado el peso oscuro y mortal del oso como una sombra entre los árboles, pero que no habían llegado a verlo. Era como si se hubiese retirado. A esperar.
– A esperar -dijo Pike.
– Eso fue lo que dijeron, sí.
Aquella noche Pike llamó a un hombre que conocía en Los Ángeles. Dos días después recibió su rifle y partió rumbo a Angoon.