– Richard, no hay tiempo para todo esto -dije-. Tenemos que encontrar a Ben.
Pike llevaba una sudadera gris sin mangas, vaqueros y gafas oscuras que resplandecían al sol. Los músculos del brazo se le marcaban como si fueran adoquines en torno al cuello de DeNice. La flechita que llevaba tatuada en el deltoides estaba muy tensada debido a la tirantez interior.
Myers observaba a Pike del modo en que lo hacen los lagartos, sin ver nada en realidad, más bien buscando algo que detonara su reacción preprogramada: ataque, retirada, lucha.
– Lo que has hecho ha sido una estupidez, Debbie -dijo con tranquilidad-, una estupidez muy poco profesional. ¿Lo ves, Richard? No se puede jugar con esta clase de gente.
Fue como si Richard despertara, como si surgiera de la niebla.
Meneó la cabeza y contestó:
– Joder, Lee, ¿que se cree que hace Debbie? Yo sólo quería hablar con Cole. No puedo permitirme una cosa así.
Myers no apartó en ningún momento los ojos de Joe. Agarró a DeNice del brazo, aunque Pike no lo había soltado.
– Lo siento, Richard. Voy a hablar con él.
Myers tiró del brazo.
– Ya está todo arreglado. Suéltalo.
El brazo de Pike se cerró con más fuerza alrededor del cuello de DeNice.
– A ver, Richard -intervine-. Ya sé que estás de mal humor, pero yo también lo estoy. Tenemos que centrarnos en encontrar a Ben. Dar con él es lo primero. Debes tenerlo presente. Y ahora métete en el coche. No quiero repetir esta conversación.
Richard me miró boquiabierto, pero se recuperó y se dirigió hacia su coche.
Myers seguía observando a Pike.
– ¿Vas a soltarlo?
– ¡Será mejor que me dejes en paz, hijo de puta! -gritó DeNice.
– Ya ha pasado, Pike -dije-. Puedes soltarlo.
– Si tú lo dices -contestó.
DeNice podía haberse comportado con sensatez, pero prefirió no hacerla. Cuando Pike lo liberó, giró sobre los talones y le lanzó un directo de derecha. Se movió con mayor rapidez de la que debería tener un hombre tan corpulento y utilizó las piernas con el codo pegado al cuerpo. Seguramente había sorprendido a muchos hombres antes con esa velocidad, y por eso creyó que tenía posibilidades. Pike esquivó el puñetazo, atrapó el brazo de su contrincante con una llave y le agarró las piernas al mismo tiempo. DeNice cayó de espaldas sobre la acera y su cabeza rebotó contra el suelo.
– ¡Joder, Lee! -gritó Richard desde la limusina.
Myers echó un vistazo a los ojos de DeNice, que estaban vidriosos. De un tirón le puso en pie y lo empujó hacia el Marquis. Fontenot ya estaba al volante del coche, con un pañuelo ensangrentado pegado a la cara.
Myers observó a Pike por un instante, y luego a mí.
– Son policías, eso es todo.
Se reunió con Richard en la limusina y los dos vehículos se alejaron.
Cuando me volví y quedé frente a Joe vi un brillo oscuro en la comisura del labio.
– Eh, ¿eso qué es?
Me acerqué. Una perla roja manchaba el borde de la boca de Joe.
– Estás sangrando. ¿Ese tío te ha dado?
A Pike nunca le daban. Pike era tan rápido que resultaba imposible que alguien lo alcanzara. Se limpió la sangre con un dedo y después se subió a mi coche.
– Cuéntame lo de Ben.
El niño y la Reina
– ¡Socorro!
Ben aplicó la oreja a un agujero de la tapa de la caja, pero sólo se percibía un silbido lejano, como el ruido que hacía una caracola al ponérsela al oído.
Acercó los labios a la abertura y gritó:
– ¿Me oye alguien?
No hubo contestación.
Por la mañana había aparecido una luz por encima de su cabeza. Brillaba como una estrella distante. Habían hecho un agujero en la caja para que entrara el aire. Ben puso un ojo delante y vio un pequeño disco de color azul al final de un tubo.
– ¡Estoy aquí abajo! ¡Auxilio! ¡Socorro! No hubo contestación.
– ¡SOCORRO!
Ben había logrado arrancarse la cinta de las muñecas y las piernas. Desesperado, se había puesto a dar patadas contra las paredes como un bebé en plena rabieta y había intentado abrir la tapa haciendo fuerza con todo el cuerpo. Se retorció como un gusano en una acera recalentada porque creía que los bichos se lo comían vivo.
Estaba absolutamente convencido de que Mike, Eric y el africano habían salido a comprar la cena a un McDonald's y un autobús sin frenos los había hecho papilla. Habían quedado aplastados, convertidos en una pasta roja con trocitos de huesos, y ahora nadie sabía que él estaba atrapado en aquella caja asquerosa. Iba a morirse de hambre y de sed y acabaría convertido en un personaje de Buffy, cazavampiros.
Perdió la noción del tiempo y se quedó medio adormilado. No sabía si seguía despierto o si soñaba.
– ¡SOCORRO! ¡ESTOY AQuí ABAJO! ¡SOCORRO, SACADME DE AQUÍ!
Nadie contestó.
– ¡MAMÁAAAAAAA!
Ben sintió que algo le daba en el pie y pegó un brinco como si diez mil voltios de corriente hubieran recorrido su cuerpo.
– ¡Venga, chaval! ¡Deja de lloriquear!
La Reina de la Culpa estaba tumbada en un extremo de la caja, apoyada sobre un codo: era una joven muy guapa de cabello negro y sedoso, piernas largas y doradas y pechos voluptuosos que se salían de una camiseta cortísima. No parecía muy contenta.
Ben pegó un chillido y la Reina se tapó los oídos.
– ¡Joder, cómo berreas!
– ¡No eres de verdad! ¡Eres un juego!
– Entonces esto no va a dolerte.
La Reina le retorció un pie. Con fuerza.
– ¡Ay! -exclamó Ben, y retrocedió de golpe, arrastrándose, sin posibilidad de ir a ninguna parte. ¡No podía ser verdad! ¡Estaba atrapado en una pesadilla!
La Reina se sonrió con una mueca cruel y después lo tocó con la punta de una resplandeciente bota de vinilo.
– ¿Te parece que no soy de verdad, guapo? Vale, muy bien. ¿Notas esto?
– ¡No!
Ella enarcó las cejas con aire de superioridad y le acarició la pierna con la bota.