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– Vamos a dejar las calles llenas de casas. Yo elegiría un lugar en el que los vecinos no me vieran. Eso quiere decir que sería un sitio en el que mi coche no llamara la atención.

– Vale. O sea, que no aparcarías delante de una casa, sino en una pista o directamente entre la maleza, alejado de la calle.

– Sí, pero también querría tenerlo a mano. Una vez viera a Ben, no dispondría de demasiado tiempo para llegar hasta el coche, conducir hasta aquí, aparcar y después subir la ladera en su busca.

La distancia era considerable. Existía la posibilidad de que Ben hubiera vuelto a casa antes de que el secuestrador consiguiese llegar hasta él.

– ¿Y si eran dos? -aventuré-. Uno vigilando y el otro esperando a este lado con un móvil.

Pike se encogió de hombros y respondió:

– De todos modos tenía que haber alguien allí delante observando. La única forma que tenemos de encontrar algo es gracias a esa pista.

Elegimos puntos de referencia claros, como una casa naranja que parecía un templo marciano y una hilera de seis palmeras de California que estaban en el jardín delantero de una casa, y marcamos su ubicación en el plano. Una vez que tuvimos esos puntos de referencia, fuimos turnándonos para observar con los prismáticos la lejana ladera en busca de casas en construcción, grupos de árboles en solares sin edificar y otros lugares en los que un hombre pudiera esperar durante bastantes horas sin ser visto. Los situamos en el plano en función de los puntos de referencia.

Gittamon subió hasta la casa mientras mirábamos con los prismáticos e hizo un gesto de asentimiento hacia nosotros antes de irse. Debió de imaginarse que estábamos matando el tiempo. Myers y DeNice subieron por la pendiente al poco rato y se metieron en la limusina. Myers le dijo algo a su acompañante, que nos hizo un ademán poco amistoso. Qué madurez la suya. Fontenot ascendió la colina penosamente unos minutos después y se marchó con DeNice en el Marquis. Myers volvió a bajar para reunirse con Richard.

Dedicamos casi dos horas a peinar la sierra desde el porche. Pasado ese tiempo, Pike dijo:

– Vámonos de caza.

Hacía veintiuna horas que Ben había desaparecido.

Se me pasó por la cabeza contarle a Starkey lo que estábamos haciendo, pero decidí que sería mejor que no lo supiera. Richard se pondría hecho una furia y ella quizá se sintiera obligada a recordarnos que Gittamon nos había pedido que no pusiéramos en peligro su caso. A ellos podía preocuparles si querían la preparación de una acusación, pero a mí sólo me importaba encontrar a un chico.

Cruzamos el cañón por las serpenteantes carreteras hasta llegar a la sierra del otro lado; los niños aún no habían salido del colegio, los adultos todavía estaban trabajando y los que no entraban ni en una categoría ni en otra se habían escondido tras puertas cerradas con llave. En el mundo no había indicio alguno de que un chaval hubiera sido secuestrado.

Todo parece distinto desde una distancia de mil metros. De cerca, los árboles y las casas eran irreconocibles. Repasamos una y otra vez el plano en busca de los puntos de referencia que habíamos marcado e intentamos orientarnos.

El primer lugar que registramos fue una zona sin edificar situado al final de un pista sin asfaltar como las muchas que recorrían la piel de las montañas de Santa Mónica. Su función principal era que las cuadrillas del condado pudieran eliminar la maleza antes de la época de incendios. Aparcamos entre dos casas, al final de la zona pavimentada, y nos colamos como pudimos entre la puerta y la verja.

En el momento en que estacionábamos, Pike comentó:

– No se escondió aquí. Si hubiese dejado el coche entre estas casas se habría arriesgado a que lo vieran.

De todos modos, avanzamos por la pista, trotando para ganar tiempo. Mientras tanto intentábamos ver mi casa, pero la maleza y los robles eran tan densos que sólo alcanzamos a divisar el cielo. Era como correr por un túnel. De regreso al coche fuimos aún más deprisa.

Siete puntos que desde mi porche nos habían parecido buenos escondites resultaron estar expuestos a las miradas de los vecinos. Los tachamos. En otras cuatro ubicaciones el único acceso pasaba por aparcar delante de alguna casa. También las tachamos. Cada vez que veíamos una casa en venta parábamos para comprobar si vivía alguien en ella. Si resultaba que estaba desocupada, nos acercábamos a la puerta o saltábamos las verjas en busca de una vista de mi casa. Dos de ellas podían haber sido utilizadas como escondrijo, pero en ninguna de las dos descubrimos indicios de ello.

Hacía muchos años que Joe Pike era mi amigo y mi socio; estábamos hechos el uno para el otro y trabajábamos bien codo con codo, pero daba la impresión de que el sol quería recorrer el cielo a la carrera. Encontrar posibles escondites representaba una labor interminable, y buscar indicios una vez que habíamos dado con cada lugar era aún más lento. El tráfico se intensificó cuando las madres volvían en sus coches de recoger a sus hijos del colegio, solos o en compañía de los de varios vecinos. Unos chavales con monopatines y el pelo de punta nos observaban desde los jardines delanteros de sus casas. Los adultos que regresaban del trabajo nos miraban con recelo desde sus vehículos todo terreno.

– Mira cuánta gente hay -comenté-. Alguien tuvo que ver algo. Seguro.

Pike se encogió de hombros.

– ¿A ti te habrían visto?

Miré hacia el sol, pensando en el temido momento en que se haría de noche.

– Relájate -pidió Pike-. Ya sé que tienes miedo, pero relájate. Tenemos que ir rápido, pero sin prisas. Ya sabes cómo son estas cosas.

– Sí, lo sé.

– Si vamos con prisas pasaremos algo por alto. Hoy haremos lo que podamos y ya volveremos mañana.

– Ya te he dicho que sí.

Casi todas las calles estaban flanqueadas por casas modernas construidas en los años sesenta para ingenieros aeroespaciales y escenógrafos, pero en algunas había zonas donde la pendiente era excesiva o donde el terreno resultaba demasiado inestable para construir cimientos. Encontramos tres de esos trechos con vistas despejadas de mi casa.

Los dos primeros eran hoyos de paredes casi verticales situados en la parte interna de curvas muy pronunciadas. Podían servir de escondrijos, pero para quedarse colgado de aquellas pendientes habrían sido necesarios martillos y pitones de escalada. Un arcén en el extremo de una curva externa empezaba a descender cerca del pie de la sierra. Una casa situada al inicio de la curva estaba siendo remodelada. En el extremo más lejano se veían otras viviendas, pero en aquel mismo punto no había ninguna. Salimos de la carretera y nos apeamos. Starkey y Chen se habían convertido en puntitos de color que subían hacia mi porche. Fui incapaz de distinguir quién era quién, pero con unos prismáticos habría resultado fácil.

– Un buen panorama -comentó Pike.

Junto a la carretera, cerca de donde nos hallábamos, había dos coches pequeños y una furgoneta de reparto polvorienta. Dedujimos que serían de los albañiles de la casa. Un vehículo más no llamaría la atención.