– Iremos más deprisa si nos separamos -propuse-. Tú ve por este lado del arcén. Yo inspeccionaré la parte de arriba y me ocuparé del extremo más alejado.
Pike se marchó sin pronunciar palabra. Recorrí la parte superior del arcén, paralela a la calle, en busca de una huella de calzado o de alguna marca. No encontré nada.
La maleza brotaba en la ladera igual que moho, menos densa en torno a robles raquíticos y pinos en bastante mal estado. Fui bajando haciendo zigzag, siguiendo las hendiduras de la erosión y los senderos naturales entre bolas de artemisa grandes y rígidas. En dos ocasiones vi marcas que podía haber hecho alguien al pasar, pero eran tan superficiales que no conseguí estar seguro.
El terreno caía abruptamente. Ya no veía ni mi coche ni ninguna de las casas de los dos lados de la curva, lo que significaba que la gente de las casas tampoco me veía. Miré hacia el otro lado del cañón. Las ventanas de Grace González resplandecían. Se distinguía el perfil de mi casa, que colgaba de la ladera con aquel porche que sobresalía como un trampolín. Si hubiera querido vigilada, aquél habría sido el lugar ideal.
Pike surgió en silencio de entre la maleza.
– He bajado todo lo que he podido -dijo-. A partir de allí la pendiente es muy pronunciada, tanto que nadie podría ver nada.
– Pues entonces ayúdame por este lado.
Buscamos por la tierra que había al pie de dos pinos y después fuimos bajando por la ladera hasta llegar a un roble solitario. Avanzábamos separados unos diez metros, en líneas paralelas, de modo que cubríamos la mayor parte del terreno. El tiempo era fundamental. Unas sombras moradas iban extendiéndose a nuestros pies. El sol ya rozaba la sierra. A partir de allí se hundiría cada vez más deprisa, como en una carrera cuya meta era la noche.
– Aquí -dijo Pike.
Me detuve en el instante en que estaba a punto de dar un paso.
Pike se arrodilló. Tocó el suelo y después se levantó las gafas para ver mejor. Cada vez había menos luz.
– ¿Qué es?
– Tengo una huella parcial y después otra. Van hacia ti.
Se me humedecieron las manos. Hacía veintiséis horas que Ben había desaparecido. Más de un día. El sol aceleró su declive, que era como la agonía de un corazón.
– ¿Coinciden con la que hemos encontrado en mi casa?
– Aquélla no la he visto con claridad, así que no puedo saberlo. Pike se colocó sobre las pisadas. Yo me acerqué al árbol. Me dije que aquellas huellas podían ser de cualquiera, de chicos de la zona, de excursionistas, de un albañil que hubiera bajado para hacer pis, pero en el fondo sabía que eran del secuestrador de Ben Chenier. Lo noté en la piel como cuando hay un exceso de contaminación.
Pasé por encima de una hendidura, entre dos bolas de artemisa, y vi una pisada reciente en la tierra, entre un par de láminas de pizarra. Estaba orientada hacia arriba y procedía del árbol.
– Joe.
– Ya la veo.
Pike por la izquierda y yo por la derecha nos acercamos más al árbol. Estaba mustio y sus ramas puntiagudas habían perdido casi todas las hojas. Una hierba rala había brotado bajo las ramas; en la parte superior, hacia el tronco, estaba aplastada, como si alguien se hubiera sentado encima.
No me acerqué más.
– Joe.
– Lo veo. Y hay huellas en la tierra, a la izquierda. ¿Las ves?
– Sí.
– Si quieres, me acerco.
A nuestra espalda, la sierra estaba tragándose el sol. Las sombras que se extendían a nuestros pies iban ganando terreno y en las casas de la sierra más alejada se encendían las luces.
– Ahora no. Vamos a decírselo a Starkey. Chen puede comparar las pisadas. Luego hay que empezar a llamar a las puertas. Lo tenemos, Joe. Estuvo aquí. Desde este lugar esperó a Ben.
Retrocedimos y después ascendimos por la ladera siguiendo nuestras propias huellas. Llegamos al coche y volvimos a mi casa para llamar a Starkey. La habíamos visto marcharse hacía casi dos horas, pero cuando tomamos la curva nos la encontramos sentada al volante de su Crown Vic, ante la puerta de mi casa, sola, fumando.
Giré para entrar en el garaje y después nos acercamos corriendo hacia ella para contárselo todo. Se apeó.
– Creo que hemos encontrado el punto desde el que esperó, Starkey. Hemos visto huellas y hierba aplastada. Tenemos que llevarnos a Chen para comprobar si coinciden las huellas, y luego hay que ir puerta por puerta. La gente que vive por allí puede haber visto un coche o incluso la matrícula de éste.
Lo solté todo como un torrente, como si esperase que se pusiera a dar saltos de alegría, pero ni se inmutó. Tenía una expresión adusta en el rostro ensombrecido como una tormenta al acecho.
– Creo que hemos conseguido algo, Starkey. ¿Qué te pasa?
Ella apuró el cigarrillo y después lo aplastó con la punta del pie.
– Ha vuelto a llamar.
Me di cuenta de que aquello no era todo, y temí que me dijera que Ben había muerto.
Tal vez se dio cuenta de lo que pasaba por mi cabeza. Se encogió de hombros, como si el ademán fuese una respuesta a todo lo que yo no me atrevía a preguntar.
– No a ti. A tu novia.
– ¿Y qué ha dicho?
Sus ojos expresaban precaución; quizá suponía que yo sería capaz de leerlo todo en ellos y de ese modo no tendría necesidad de ser más explícita.
– Puedes escucharlo tú mismo. Ha apretado el botón de grabación del contestador y lo tiene casi todo. Queremos que nos digas si es el mismo tío.
No me moví.
– ¿Ha dicho algo de Ben?
– De Ben, no. Venga, está todo el mundo en comisaría. Id en tu coche. No quiero tener que traeros hasta aquí luego.
– Starkey, ¿le ha hecho daño a Ben? Joder, cuéntame de una vez lo que ha dicho.
Starkey subió al coche y se quedó sentada en silencio por un instante.
– Ha dicho que mataste a veintiséis civiles y que después asesinaste a tus compañeros para deshacerte de los testigos. Eso es lo que ha dicho, Cole. Has querido saberlo. Seguidme. Queremos que lo escuches.
Starkey se alejó y fui tragado por la oscuridad.
Tiempo desde la desaparición: 27 horas, 31 minutos
La comisaría de Hollywood era un edificio achaparrado de ladrillos rojos que estaba una calle al sur de Hollywood Boulevard, a medio camino entre los estudios de la Paramount y el Hollywood Bowl. A aquella hora las calles estaban repletas de coches que no iban a ninguna parte a velocidad de tortuga. Los autocares de turistas recorrían el Paseo de la Fama y se alineaban junto a la acera frente al Teatro Chino, llenos de gente que había pagado treinta y cinco dólares para sentarse dentro de un vehículo en pleno atasco. Era noche cerrada cuando giré para meterme en el aparcamiento situado tras la comisaría. La limusina de Richard estaba junto a una verja. Starkey me esperaba de pie ante su coche con otro cigarrillo entre los labios.