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Lucy: Por favor, se lo ruego…

Voz: ¡Yo estaba allí, señora! Lo sé muy bien. Mataron salvajemente a veintiséis personas…

Lucy: ¡Ben no es más que un niño! ¡Nunca le ha hecho daño a nadie! ¡Por favor!

Voz: Estaban en la selva, totalmente solos, así que pensaron: «Qué coño, si no lo contamos no se enterará nadie.» y juraron mantener el secreto, pero Cole no se fiaba de ellos…

Lucy: ¡Dígame qué quiere! Por favor, suelte a mi hijo…

Voz:… Abbott, Rodríguez, los demás… ¡Los asesinó para deshacerse de los testigos! ¡Fusiló a su propio equipo!

Lucy: ¡no es mas que un crío…

Voz: Lamento que le haya tocado a su hijo, pero Cole va a pagar por lo que hizo. Es culpa suya.

La grabación se detuvo.

El casete silbó ligeramente durante unos segundos, hasta que Gittamon rebobinó la cinta. Alguien se movió a mi espalda, Starkey o Myers. Luego Gittamon carraspeó.

– Si sabe todo eso -dije- será que se me escapó uno.

Un espasmo apareció debajo de un ojo de Lucy.

– ¿Cómo puedes hacer bromas? -preguntó.

– Pues porque esto es ridículo. ¿Qué quieres que responda ante una cosa así? No sucedió nada de lo que dice. Se lo ha inventado.

Richard golpeó la mesa con un puño.

– ¿Y nosotros cómo sabemos qué sucedió o qué hiciste?

Lucy lo miró con expresión de rabia. Empezó a decir algo, pero se detuvo.

– No hemos venido a acusar a nadie, señor Chenier-dijo Gittamon.

– El que acusa es el gilipollas de la cinta, no yo, y la verdad es que me importa una puta mierda lo que hiciera Cole en Vietnam -replicó Richard-. A mí sólo me preocupa Ben, y el hecho de que este hijo de puta -gritó mientras tocaba el magnetófono- odia tanto a Cole que ha decidido vengarse raptando a mi hijo.

– Tranquilízate -le pidió Lucy-. Sólo consigues empeorar la situación.

Richard enderezó la espalda como si estuviera agotado, harto de hablar del tema, e inquirió:

– ¿Cómo puedes estar tan ciega cuando se trata de Cole, Lucille? No sabes nada de él.

– Sé que le creo.

– Perfecto. Estupendo. Claro que es lo que cabía esperar que dijeras. -Richard hizo un gesto a Myers-., Lee, pásame eso.

Myers le entregó el maletín. Richard saco del mismo una carpeta marrón que dejó caer sonoramente sobre la mesa.

– Bueno, para que te enteres, ya que sabes tanto: Cole se metió en el ejército porque un juez le dio a elegir entre la cárcel y Vietnam. ¿Eso lo sabías, Lucille? ¿Te lo había dicho? Joder, has expuesto a nuestro hijo a delincuentes peligrosos desde que estás con este hombre y te comportas como si no fuera de mi incumbencia. Pues bien, he hecho que sea de mi incumbencia porque mi hijo lo es.

Lucy se quedó mirando la carpeta sin tocarla. Richard me miraba a mí, pero seguía dirigiéndose a ella:

– Me da igual que estés loca, me da igual que todo esto te guste. Lo he investigado y ahí lo tienes: tu noviete ha estado metido en líos desde que era un chaval. Agresión, agresión con lesiones, robo de automóvil… Venga, léelo.

Una oleada de calor me inundó el rostro. Me sentí como un niño al que hubiesen pillado mintiendo, porque aquel otro yo era distinto, vivía en un pasado tan remoto que lo había apartado de mí. Intenté recordar si le había contado todo aquello a Lucy, y por la dura expresión de sus ojos me di cuenta de que no.

– ¿Y si sacas mis notas del colegio, Richard? -dije-. ¿También las tienes?

Siguió hablando de mí sin detenerse y sin apartar la mirada:

– ¿Te lo había contado, Lucille? ¿Se lo preguntaste antes de encomendarle nuestro hijo? ¿O estabas tan obcecada con tus necesidades y tu egoísmo que ni te molestaste en hacerlo? Despierta, Lucille, por el amor de Dios.

Richard rodeó la mesa a grandes zancadas sin esperar a que Lucy o cualquier otro dijera nada y se marchó. Myers permaneció en el hueco de la puerta unos instantes, mirándome con aquellos inexpresivos ojos de lagarto. Notaba cómo me palpitaba la sangre en los oídos y sentí ganas de que dijera algo. Me daba igual que estuviéramos en la comisaría. Quería que hablara, pero no lo hizo. Se limitó a dar media vuelta y a seguir los pasos de Richard.

Lucy miraba la carpeta; sin embargo, creo que no la veía. Yo quería tocarla, pero tenía tanto calor que no podía moverme. Gittamon respiraba con dificultad, entrecortadamente.

Por fin, Starkey rompió el silencio.

– Lo lamento, señora Chenier. Tiene que haber sido muy violento.

Lucy asintió.

– Sí. Mucho.

– Me metí en líos a los dieciséis años -intervine-. ¿Qué quieres que diga?

Nadie me miró. Gittamon tendió la mano por encima de la mesa y tocó el brazo de Lucy.

– La desaparición de un hijo es algo muy duro. Para todo el mundo. ¿Quiere que alguien la lleve a casa?

– Ya la llevo yo -me ofrecí.

– Sé que todo esto es muy difícil, señor Cole, pero nos gustaría hacerle algunas preguntas más.

Lucy se puso en pie sin apartar la mirada de la carpeta.

– He venido con mi coche. No se preocupe.

Le puse la mano en el brazo.

– Lo ha contado de forma que parezca más grave de lo que fue. Era un crío.

Lucy asintió. También me tocó, pero seguía sin mirarme.

– Me encuentro bien -contestó-. ¿Ya hemos terminado, sargento?

– Usted sí, señora Chenier. ¿Necesita algo? A lo mejor quiere dormir en un hotel o en casa de algún amigo.

– No, quiero estar en casa por si vuelve a llamar. Gracias a los dos. Les agradezco lo que están haciendo.

– Bueno, muy bien.

Lucy se pegó a la pared para rodear la mesa y después se detuvo en la puerta. Me miró y me di cuenta de que le costaba hacerlo.

– Lo siento. Ha sido un espectáculo lamentable.

– Luego iré a verte.

Se marchó sin contestar. Starkey la observó mientras se alejaba y después se sentó en una de las sillas vacías.