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– Joder, se casó con un gilipollas.

Gittamon volvió a carraspear.

– ¿Por qué no nos tomamos un café y seguimos? -propuso-. Señor Cole, si desea ir al baño le indicaré dónde está.

– No, gracias.

Salió en busca del café. Starkey suspiró y me sonrió sin ganas, como hace la gente cuando siente pena por alguien.

– Menuda escena, ¿no?

Asentí.

Deslizó la carpeta por la mesa y leyó su contenido.

– Joder, Cole, menudo gamberro eras de jovencito.

Asentí.

Ninguno de los dos volvió a decir nada hasta que Gittamon hubo regresado.

Les hablé de Abbott, Rodríguez, Johnson y Fields y de cómo habían muerto. No había narrado aquellos hechos desde mis conversaciones con sus familias, no porque sintiera vergüenza o me resultara difícil, sino porque hay que olvidarse de los muertos o de lo contrario te arrastran con ellos. Hablar de aquello era como mirar la vida de otra persona con un telescopio puesto del revés.

– Muy bien -empezó a resumir Gittamon-, el tío este de la cinta está al tanto del número de su equipo, conoce los nombres de al menos dos de esos hombres y sabe que todos murieron menos usted. ¿Quién puede tener esa información?

– Sus familias. Los compañeros de mi compañía. El ejército.

– Esta mañana Cole me ha dado una lista de nombres -intervino Starkey-. Le he pedido a Hurwitz que los metiera en el NLETS, incluidos los muertos. No hemos sacado nada.

– Puede que uno de ellos tuviera un hermano pequeño. O un hijo. En la grabación nos dice que ha sufrido, que lo ha pasado mal.

– También nos dice que estaba allí -señalé-, pero sólo éramos cinco, y los otros cuatro murieron. Llamen al ejército y pregúnteselo. La citación y el informe final les dirán lo que sucedió.

– Ya he llamado -dijo Starkey-. Voy a leer toda la documentación esta noche.

Gittamon asintió y después miró el reloj. Se había hecho tarde.

– Muy bien. Ya hablaremos con las familias mañana. Puede que con eso descubramos algo más. ¿Carol? ¿Alguna otra cosa?

– ¿Puedo llevarme una copia de la grabación? -pedí-. Quiero volver a escuchada.

– Vete a casa, Dave -pidió Starkey-. Ya le consigo yo la cinta.

Gittamon me agradeció que les hubiera dedicado mi tiempo y se puso de pie. Titubeó por un instante, como si estuviera pensando en llevarse la carpeta de Richard, y después me miró.

– Yo también quiero disculparme por ese arrebato. Si hubiera tenido la mínima idea de que iba a hacer eso lo habría detenido.

– Ya lo sé. Gracias.

Volvió a mirar la carpeta y por fin se marchó. Starkey salió con la cinta y no regresó. Al cabo de unos minutos, un inspector al que no conocía me llevó la copia y a continuación me acompañó hasta las puertas dobles y esperó a que abandonara el edificio.

Me quedé en la acera deseando haberme llevado la carpeta. Quería saber qué información tenía Richard, pero no me apetecía volver a entrar. El aire fresco de la noche era reconfortante. Volvieron a abrirse las puertas dobles y salió un inspector que vivía cerca de casa, un poco más arriba. Encendió un cigarrillo tapando la brisa con la mano.

– Hola -lo saludé.

Tardó unos segundos en reconocerme. Años atrás su casa había sufrido daños durante el gran terremoto. Por aquel entonces yo no lo conocía ni sabía que era policía, pero poco tiempo después pasé por allí haciendo jogging mientras él retiraba escombros y me percaté de que llevaba una ratita tatuada en el hombro, lo que indicaba que había sido una «rata de túnel» en Vietnam. Me detuve para estrecharle la mano, quizá porque teníamos algo en común.

– Ah, sí. ¿Qué tal estás?

– He oído por ahí que lo has dejado.

Miró el cigarrillo con mala cara y le dio una profunda calada antes de arrojarlo al suelo.

– No es fácil-contestó.

– No me refería al tabaco, sino al trabajo.

– Ah,. sí. He tenido que venir a firmar los papeles.

Era el momento de irse, pero ninguno de los dos se movió.

Quería contarle lo de Abbott y Fields, y que tras su muerte me había hecho el enfermo porque me daba mucho miedo volver a salir en misión. Quería decirle que yo no había matado a nadie, y que la rabia que había visto reflejada en los ojos de Lucy me asustaba, y todo lo demás que no había sido capaz de contar jamás, porque él era mayor que yo, había estado allí y me pareció que podía entenderlo, pero en lugar de todo eso me quedé mirando el cielo.

– Bueno, pásate algún día por casa y nos tomamos una cerveza -dije a modo de despedida.

– Vale. Tú también.

Echamos a andar por el lateral del edificio y al poco nos separamos y desapareció. Me quedé pensando en el silencio que llevaba consigo y después recordé el mío.

Joe Pike y yo fuimos una vez en coche hasta el extremo de la península de Baja California con dos chicas que conocíamos. Allí pescamos y luego acampamos en la playa de Cortez. Estábamos muy al sur y el sol del verano recalentaba el mar hasta convertirlo en una bañera de agua caliente. El agua era tan salada que si dejabas que el aire te secara sin ducharte antes una especie de copos blancos se adherían a tu piel. La misma agua pesaba tanto que nos empujaba hacia la superficie y se negaba a dejar que nos hundiéramos. Aquel mar podía sosegarte. Podía hacer que te sintieras a salvo aunque no fuera cierto.

Aquella primera tarde, el agua estaba tan tranquila que su superficie era como la de un estanque. Nos bañamos los cuatro, y cuando los demás volvieron a la orilla yo me quedé, flotando boca arriba sin esfuerzo. Contemplaba el cielo azul claro, sin nube alguna; estaba en la gloria.

Puede que me adormilara. Puede que encontrara la paz interior.

Estaba totalmente inmóvil en mi mundo propio cuando al cabo de un instante una presión brutal y repentina me elevó sin aviso alguno y el mar se apartó. Intenté mover las piernas, pero la ola era demasiado fuerte. Traté de recuperar el equilibrio, pero el embate aumentaba demasiado deprisa. Me di cuenta de inmediato que era posible que sobreviviera, muriera o fuera arrastrado por el oleaje, y no podía hacer nada al respecto. Estaba a merced de una fuerza desconocida a la que no podía resistirme.

Y entonces el mar volvió a calmarse de golpe.

Pike y las chicas habían sido testigos de todo. Cuando llegué a la orilla me lo explicaron: en el mar de Cortez había cetorrinos, unos tiburones inofensivos pero de un tamaño monstruoso que pueden alcanzar los veinte metros de longitud y pesan muchas toneladas. Nadan muy cerca de la superficie, donde el agua es cálida, y yo me había metido delante de uno. En lugar de esquivarme, había pasado por debajo de mí, y la ola provocada por su enorme masa me había levado por los aires.