El bosque se lo tragaba. Árboles viejos como la tierra surgían vigorosos del suelo y desaparecían al transformarse en una cubierta de verdor. La lluvia goteaba por entre sushojas, convertida en un repiqueteo inquebrantable que dejó a Pike calado hasta los huesos. En las empinadas orillas del arroyo la maraña de helechos, árboles jóvenes y enredaderas era tal que descendió y fue caminando por el agua. Aquel lugar agreste le resultaba fascinante.
Los demás habían llegado cuando el ciclo de desove acababa de empezar y el arroyo estaba repleto de peces. Pike, en cambio, vio salmones muertos desparramados por las graveras y colgados de las raíces, como cortinas podridas. Buscar alimento no era algo tan sencillo. Pike dedujo que el oso enfurecido debía de haber espantado a los cachorros, a las hembras y a los osos menos corpulentos que él para quedarse todos los peces.
Siguió avanzando durante el resto del día, pero no hallo nada. Por la noche regresó al campamento. Pasó cinco días de caza con la misma estrategia, avanzando cada mañana un poco más río arriba. Se detenía a descansar a menudo. Le dolía al respirar a causa de las cicatrices de los pulmones.
Al sexto día encontró la sangre.
Rodeó la base desarraigada de un aliso caído y vio regueros de una sustancia rojiza, semejante a pintura, por una gravera. Había una docena de salmones keta fuera del agua, y la sangre fresca aún resplandecía en su carne desgarrada. Algunos estaban partidos en dos de un mordisco y a otros les faltaba la cabeza. Pike se detuvo y permaneció absolutamente inmóvil. Buscó entre las enredaderas unos ojos que estuvieran clavados en los suyos, pero no encontró nada. Sacó un encendedor del bolsillo, lo encendió y observó la llama. El viento soplaba en la dirección contraria. Si había alguien río arriba no podría olerle.
Se arrastró hasta la gravera. En el barro había huellas como platos que mostraban marcas de garras de la longitud de cuchillos.
Pike levantó el rifle para apuntar con mayor firmeza. Si el oso le atacaba tendría que empuñar el arma con mucha rapidez, o media tonelada de locura cargada de furia se abalanzaría sobre él. Un año antes habría estado totalmente convencido de ser capaz de hacerlo. Quitó el seguro. El mundo no garantizaba nada: la única garantía estaba en su interior.
Empezó a avanzar por el agua.
Se encontró con una curva cerrada. Le tapaba la visión una cicuta caída cuya enorme bola de raíces se extendía como un imponente abanico de encaje. Oyó un fuerte chapoteo al otro lado del árbol caído. El ruido se repitió. No era el palmetazo rápido de un pez al saltar, sino el avance de algún animal corpulento por el agua.
Pike forzó la vista para ver lo que había tras el árbol derribado, pero el embrollo de raíces, ramas y hojas era demasiado tupido.
Se oyeron más chapoteos a muy poca distancia. La carne roja se arremolinaba a su alrededor y rebotaba contra suspiernas.
Pike rodeó el árbol caído con un silencio glacial, poniendo cuidado en cada paso, sin hacer el mínimo ruido en aquellas aguas embravecidas. Un salmón moribundo se desplomó sobre la dura orilla, con las entrañas al aire, pero el oso había desaparecido. Pesaba media tonelada y se había escabullido, había salido del agua y se había metido en un matorral de aliso y enredaderas sin hacer ruido alguno. En el margen de un sendero se veía la enorme y solitaria huella de una garra.
Pike se quedó inmóvil en las aguas arremolinadas, esperando. El oso podía estar al acecho a apenas tres metros de allí o podría haberse marchado hacía un buen rato. Pike se subió a la ribera. El rastro del oso estaba marcado por las espinas y un reguero viscoso de peces podridos. Pike volvió a mirar el salmón que había saltado fuera del agua. Ya estaba muerto.
Se adentró en el matorral. Un velo de helechos, enredaderas y árboles jóvenes cayó sobre él. Una forma corpulenta pero imprecisa avanzó por su derecha.
¡Huf!
Pike levantó el rifle, pero el cañón se enredó en el tallo de una enredadera, que era más fuerte que su brazo lesionado.
¡Huf!
El oso soltó un resoplido por la boca para probar el sabor de Pike. Sabía que había algo más en el matorral, pero no el qué. Pike logró llevar el arma al hombro, pero no veía nada a lo que apuntar.
¡Clac!
El oso cerró las mandíbulas de golpe a modo de advertencia. Estaba preparándose para abalanzarse sobre él.
¡Clac, clac!
Cortaba la maleza como si fuese papel; su ataque podía proceder de cualquier parte. Pike se preparó mentalmente. No pensaba retroceder; no pensaba dar media vuelta. Ésa era la única ley inmutable de la fe de Joe Pike: siempre había que quedarse para enfrentarse al enemigo.
¡Clac, clac, clac!
De repente le fallaron las fuerzas. Le tembló el hombro y perdió la sensibilidad. El brazo le tiritaba. Concentró todas susfuerzas en mantenerse firme, pero el rifle le pesaba cada vez más y la maleza lo empujaba hacia abajo.
¡Clac!
Pike salió del matorral arrastrándose de espaldas y se metió en el agua. El golpeteo de la lluvia fue apagando el chasquido de las mandíbulas de acero.
No se detuvo hasta llegar a la bahía. Apoyó la espalda contra una gigantesca picea e hizo lo que pudo para enterrar sussentimientos, pero no logró esconderse de la vergüenza, el dolor y la certeza de que estaba totalmente perdido.
Dos días después regresó a Los Ángeles.
Primera Parte. EL PRIMER DETECTIVE
En el sueño, la lápida me inmoviliza impidiéndome huir. Es un pequeño rectángulo negro enclavado en la tierra, que el sol del atardecer tiñe de rojo. Bajo la mirada hacia la lápida, muerto de ganas de saber qué se esconde en la tierra, pero en el mármol no hay nada escrito. No hay ningún nombre que señale ese lugar de reposo. Sólo dispongo de una pista: la tumba es pequeña. A mis pies yace un niño.
Últimamente el sueño se repite, casi todas las noches, en ocasiones más de una vez. Entonces duermo poco; prefiero levantarme y quedarme sentado en la oscuridad de mi casa vacía. Aun así, sigo atrapado, prisionero del sueño.
Lo que sucede es lo siguiente: el cielo se oscurece mientras la bruma se apodera del cementerio. Las ramas retorcidas de un roble centenario, cargadas de musgo, se balancean al ritmo de la brisa nocturna. No sé dónde está ese lugar ni cómo he llegado hasta allí.
Me encuentro solo y tengo miedo. Las sombras titilan al final de la zona iluminada; unas voces susurran, pero no las entiendo. Una sombra tal vez sea mi madre; la otra, el padre al que jamás conocí. Quiero preguntarles quién yace en esa tumba, pero cuando me dirijo a ellos en busca de ayuda sólo encuentro oscuridad. No queda nadie a quien preguntar, nadie en situación de ayudarme. Estoy solo.
La lápida sin nombre me aguarda.