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– Ya sabía que ibas a triunfar, campeón -le susurró la voz de la Reina.

Ben se orientó. Era de noche y estaba en el jardín trasero de una casa de las colinas. No sabía exactamente en qué zona, pero a lo lejos se distinguían las luces de Los Ángeles.

Fue sacudiendo el cuerpo hasta liberar los pies. Estaba en un parterre, en el extremo de la parte trasera de una casa muy bonita, aunque el jardín estaba seco y medio muerto. Tras unos muros ocultos por la hiedra se veían las viviendas de los vecinos.

Ben temió que Mike y los otros dos lo oyeran, pero la casa estaba a oscuras y las cortinas corridas. Fue a toda prisa hasta la pared del edificio y se adentró en las sombras como si fueran un abrigo viejo y cómodo.

Por el costado de la casa discurría un camino que llevaba hasta la parte delantera. Ben avanzó con tanto sigilo que ni siquiera él se oía. Al llegar a la puerta de la alambrada le entraron ganas de abrirla de golpe y salir corriendo, pero tuvo miedo de que los hombres lo atraparan. La abrió con cuidado. Las bisagras chirriaron un poco, pero la puerta no ofreció resistencia. Ben aguzó el oído, listo para huir si los oía acercarse, pero la casa seguía en silencio.

Salió con sigilo. Estaba muy cerca de la fachada. Al otro lado de la calle vio una casa con todas las luces encendidas y coches aparcados delante. Se dijo que dentro debía de haber una familia; ¡una madre, un padre, adultos que lo ayudarían! Sólo tenía que cruzar sin hacer ruido y correr hasta la puerta.

Llegó a la esquina de la casa y asomó la cabeza. El camino de acceso, que era corto y en descenso, estaba desierto. La puerta del garaje permanecía bajada. Las ventanas seguían a oscuras.

Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de Ben. ¡Había escapado! Justo cuando pisaba el camino de acceso unas manos de acero le cubrieron la boca y tiraron de el hacia atrás.

Ben intentó gritar, pero no pudo. Dio patadas y se resistió, pero más acero envolvió sus brazos y sus piernas. Habían salido de la nada.

– Deja de patalear, enano de mierda.

La voz de Eric era un áspero susurro, y Mazi, un gigante de ébano a sus pies. Las lágrimas le nublaban la visión. «No me metáis otra vez en la caja -quiso decir-. Por favor, ¡no me enterréis.» Pero las palabras no lograban traspasar la mano de hierro de Eric.

Mike surgió de entre las sombras y agarró a Eric del brazo. Ben sintió en la repentina debilidad de Eric la terrible presión que ejercía el otro.

– Un chico de diez años os ha tomado el pelo. Tendría que pegaros de patadas.

– Lo hemos pillado, ¿no? Así nos ahorramos tener que desenterrarlo.

Mike recorrió las piernas de Ben con las manos y después le registró los bolsillos y encontró la estrella de plata. La agarró del lazo.

– ¿Esto te lo ha dado Cole?

Ben apenas consiguió asentir.

Mike hizo oscilar la medalla ante Mazi y Eric.

– Ha cortado la tapa con esto. ¿Veis que hay puntas dobladas? Habéis metido la pata. Tendríais que haberlo registrado.

– Es una medalla, no un cuchillo.

Mike aferró a Eric de la garganta tan deprisa que Ben ni siquiera vio cómo movía la mano, y acercando el rostro masculló:

– Si vuelves a hacer algo mal, acabo contigo.

– Sí, señor -dijo Eric con un hilo de voz.

– Pues espabila, que no eres ningún aficionado.

Eric intentó responder, pero fue incapaz de hacerla. Mike apretaba cada vez más. Al darse cuenta, Mazi le agarró el brazo y dijo:

– Lo estás matando.

Mike soltó la presa. Volvió a mirar la estrella de plata y después la devolvió al bolsillo de Ben.

– Te la has ganado.

Mike dio media vuelta y echó a andar hacia las sombras. Ben vio de reojo la casa de enfrente. Vislumbró a la familia vecina. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Qué cerca había estado.

Mike se detuvo, se volvió hacia ellos y ordenó:

– Metedle dentro. Ha llegado el momento de que se ponga al teléfono.

A veinticinco metros de distancia, los miembros de la familia Gladstone cenaban pastel de carne y se contaban cómo había ido el día. El padre se llamaba Emile y la madre, Susse. Los hijos, Judd y Harley. Su cómoda casa estaba muy iluminada, y se reían mucho. Ninguno de ellos oyó ni vio a los tres hombres y al niño. Sólo tenían una idea remota de que en la casa de enfrente estaban haciendo obras menores durante el día mientras los nuevos dueños esperaban a que terminara todo el papeleo. Creían que no había nadie en ella.

Segunda Parte. EL DIABLO ANDA SUELTO

11

Tiempo desde la desaparición: 28 horas, 02 minutos

Joe Pike

Pike estaba sentado, inmóvil, entre las ramas rígidas y las hojas coriáceas de un árbol del caucho, frente a la casa de Lucy Chenier. Las pequeñas separaciones entre las hojas le permitían ver con claridad las escaleras que llevaban hasta su piso, y con más dificultad la calle y la acera. Pike llevaba un Colt Python 357 Magnum en una pistolera prendida a la cadera derecha, un cuchillo de combate de quince centímetros, una Beretta pequeña del calibre 25 sujeta al tobillo derecho y una porra de cuero. Raramente tenía que recurrir a ellos. Lucy se encontraba a salvo.

Cuando Cole le había dejado allí unas horas antes, Pike se había acercado al piso de Lucy a pie desde tres calles de distancia. Ante la posibilidad de que el secuestrador de Ben estuviese vigilando, Pike estudió los edificios, las azoteas y los coches de la zona. Cuando quedó satisfecho y estuvo seguro de que no había nadie, rodeó la manzana para salir por detrás de las casas de una planta del otro lado de la calle. Se metió entre los densos árboles y arbustos que las rodeaban y se convirtió en una sombra entre otras sombras. Se preguntaba qué estaría sucediendo en la comisaría de Hollywood, pero su trabajo era esperar y vigilar, así que eso fue lo que hizo.

El Lexus blanco apareció al cabo de una hora aproximadamente. Lucy aparcó en la calle y subió a toda prisa. Pike no la había visto desde que le habían dado el alta, hacía ya varios meses; era más baja de lo que recordaba y la rigidez con que andaba indicaba que estaba alterada.

La limusina negra de Richard apareció diez minutos después y aparcó en segunda fila junto al Lexus. Richard se apeó y subió las escaleras. Cuando Lucy abrió la puerta quedó envuelta en un halo de luz dorada. Intercambiaron unas palabras y Richard entró. La puerta se cerró tras él.