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¿Quién yace aquí?

¿Quién ha dejado sola a esta criatura?

Siento un deseo desesperado de huir de ese lugar. Quiero escapar, abrirme, salir por piernas, largarme, abandonar, pirármelas, evaporarme, zafarme, escabullirme, marcharme, salir pitando, volar, CORRER, pero, de esa forma extraña en que suceden las casas en los sueños, aparece una pala en mis manos. No puedo mover los pies, no me obedece el cuerpo. Una voz que oigo en la cabeza me ordena que tire la pala, pero una fuerza a la que soy incapaz de resistirme dirige mi mano: si cavo, encontraré; si encuentro, comprenderé. La voz me ruega que me detenga, pero estoy poseído. Me advierte que los secretos que allí se esconden no van a gustarme, pero cavo con total determinación.

Se abre la tierra negra.

El ataúd queda al descubierto.

La voz me chilla que me detenga, que no mire, que me salve, así que aprieto los ojos. La he reconocido. Es la mía.

Tengo miedo de lo que haya mis pies, pero no me queda alternativa. He de ver la verdad.

Mis ojos se abren.

Y miro.

1

El silencio llenaba aquel otoño el cañón que se extendía a los pies de mi casa; no había halcones planeando por el cielo, los coyotes no aullaban y el búho que vivía en el alto pino que había delante de mi puerta ya no repetía mi apellido. Una persona más inteligente habría visto en todo aquello una advertencia, pero el aire era frío y exageradamente límpido, como suele ocurrir algunos días de invierno. Eso me permitía ver más allá de las casas que salpicaban las laderas de las colinas que formaban la cuenca en la que estaba enclavada la gran ciudad de Los Ángeles. A veces, cuando la visibilidad es tan buena, uno se olvida de mirar lo que tiene justo delante de las narices, lo que está a su lado, tan cerca que forma parte de uno mismo. Debería haber considerado aquel silencio como un aviso, pero no fue así.

– ¿A cuánta gente ha matado?

Del cuarto contiguo surgían resoplidos, insultos y puñetazos.

– ¿Qué? -gritó Ben Chenier.

– ¡Que a cuánta gente ha matado?

Estábamos a seis metros el uno del otro, yo en la cocina y él en el salón. Hablábamos a voz en grito: Ben Chenier, también conocido como el hijo de diez años de mi novia, y yo, también conocido como Elvis Cole, el mejor detective privado del mundo, y como el responsable del chaval mientras su madre, Lucy Chenier, estaba de viaje por motivos de trabajo. Era el quinto y último día que pasábamos juntos.

Me acerqué a la puerta.

– ¿Esa cosa tiene control de volumen?

Ben estaba tan metido en algo llamado Game Freak que ni siquiera levantó la vista. Había que agarrarlo como si fuera una pistola con una mano y manejar los mandos con la otra mientras en la pantalla incorporada se desarrollaba la acción. El dependiente me había dicho que se vendía como rosquillas y que era para chicos de entre diez y catorce años. Lo que no me había contado era que hacía más ruido que un tiroteo en plena hora punta.

Ben no había dejado de jugar desde que se lo había regalado el día anterior, pero yo me daba cuenta de que no se lo pasaba bien, y eso me preocupaba. Había ido de excursión a las colinas conmigo y me había dejado que le enseñara algunas de las cosas que sabía sobre artes marciales, y también me había acompañado a la oficina, porque creía que los detectives privados no nos limitábamos a telefonear a morosos y a limpiar mierda de pájaro de las barandillas de los balcones. Por las mañanas lo había llevado al colegio y por las tardes había pasado a recogerlo, y entre lo segundo y lo primero habíamos preparado comida tailandesa, habíamos visto películas de Bruce Willis y nos habíamos reído mucho juntos. Sin embargo, de repente había empezado a Utilizar el juego para esconderse de mí con una falta de placer absoluta. Yo sabía por qué lo hacía, y verlo así me afectaba mucho, no sólo por el modo en que se sentía, sino por la parte que me tocaba. Luchar contra asesinos de la yakuza era más fácil que hablar con niños.

Me acerqué y me dejé caer en el sofá, junto a él.

– Podríamos ir de excursión por Mulholland.

Ni caso.

– ¿Quieres hacer ejercicio? Puedo enseñarte otra kata de tae kwon do antes de que vuelva tu madre.

– No.

– ¿Quieres hablar de tu madre y de mí?

Soy detective privado. Debido a mi trabajo he de tratar con individuos peligrosos, y a principios del verano anterior ese peligro me había tocado de lleno cuando un asesino, Laurence Sobek, había amenazado a Lucy y a Ben. Lucy no lo llevaba nada bien y Ben nos había oído discutir. Sus padres se habían divorciado cuando él tenía seis años, y con todo lo que estaba pasando se preocupaba, porque creía que la historia se repetía. Tanto Lucy como yo habíamos intentado hablar con él, pero a los chavales, al igual que a los hombres, les cuesta hablar de sus sentimientos.

En lugar de responderme, Ben apretó con más fuerza el mando del juego y empezó a asentir sin despegar los ojos de lo que sucedía en la pantalla.

– Mira qué guaro Es la Reina de la Culpa.

Perfecto.

Una joven de rasgos asiáticos con el pelo de punta y pechos como melones que gruñía como si estuviera muy enfadada salto por encima de un contenedor de basuras para enfrentarse a tres musculosos adictos a los esteroides en lo que parecía un paisaje urbano desvastado. Una camiseta minúscula le cubría los pechos y poco más, nos pantalones cortos que parecían pantalones cortos que parecían pintados con aerosol dejaban sus nalgas al descubierto y su voz era un bufido electrónico que surgía del pequeño altavoz del Game Freak.

«¡Eres una mierda!»

Se defendió con una patada de artes marciales, dada de lado, que hizo saltar por los aires al primer atacante.

– Qué tía -exclamé.

– Sí. Uno de los malos, que se llama Modus, ha vendido a su hermana como esclava, así que ahora la Reina va a darle una lección que se va a enterar.

La Reina de la Culpa empezó a propinar puñetazos a un hombre tres veces más corpulento que ella. Le atizaba con la izquierda y con la derecha tan deprisa que las manos quedaban borrosas. Sangre y dientes salieron volando por todas partes.

«¡Toma tu merecido, cerdo!»

Me percaté de que había un botón de pausa en los controles y detuve el juego. Cuando los adultos nos ponemos a hablar con un niño siempre estamos pensando qué vamos a decir y cómo. Queremos ser sabios, pero en realidad también somos niños, aunque dentro de un cuerpo de persona mayor. Nada es nunca lo que parece. Las cosas que creemos saber jamás son ciertas. Ahora lo tengo muy claro. Preferiría no saberlo, pero no puedo evitarlo.