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– Ya sé que lo que está pasando entre tu madre y yo te preocupa -empecé-. Lo que quiero que sepas es que vamos a superarlo. Tu madre y yo nos queremos. Todo va a acabar bien.

– Ya lo sé.

– Ella te quiere. Y yo también.

Ben se quedó mirando la pantalla, con la imagen detenida, por unos instantes, y luego levantó la vista hacia mí. Su carita infantil reflejaba sus cavilaciones. No era tonto: sus padres también lo querían y no por eso habían dejado de divorciarse.

– ¿Elvis?

– ¿Qué?

– Me lo he pasado muy bien aquí contigo en tu casa. Ojalá no tuviera que irme.

– Yo también. Me alegro de que hayas venido.

Sonrió y también yo sonreí. Tiene gracia: un momento así basta para llenarte de esperanza. Le di una palmadita en la pierna.

– A ver qué te parece esto. Tu madre va a volver enseguida. ¿Por qué no limpiamos un poco para que no se crea que somos unos guarros y después preparamos la barbacoa para estar preparados y cenar en cuanto llegue? ¿Te apetecen hamburguesas?

– ¿Puedo acabar la partida antes? La Reina de la Culpa está a punto de encontrar a Modus.

– Sí, hombre. ¿Por qué no la sacas al porche? Esa Reina hace mucho ruido.

– Vale.

Volví a la cocina y Ben se llevó a la Reina, pechos incluidos, afuera. Incluso desde tan lejos se la escuchaba con claridad: «¡Te voy a dejar la cara hecha una pizza!» Y entonces su víctima gemía de dolor.

Debería haber escuchado algo más. Debería haber prestado más atención.

Menos de tres minutos después llamó Lucy desde el coche. Eran las cuatro y veintidós y acababa de sacar la carne de las hamburguesas de la nevera.

– ¡Eh! ¿Dónde estás? -pregunté.

– En Long Beach. El tráfico va bien, así que no estoy tardando mucho. ¿Qué tal vosotros?

Lucy Chenier era comentarista de temas legales en una cadena de televisión de Los Ángeles. Antes de eso se había dedicado al derecho civil en Batan Rouge, precisamente en la época en que nos habíamos conocido. En su voz se notaba todavía un rastro del acento afrancesado de Luisiana, pero había que prestar atención para detectarlo. Había ido a San Diego a cubrir un juicio.

– Pues bien. Estoy preparando hamburguesas para cuando llegues.

– ¿Y Ben cómo está?

– Hoy no le he visto muy animado, pero hemos charlado un rato. Se le ha pasado un poco. Te echa de menos.

Se produjo un silencio que duró demasiado. Lucy había llamado todos los días al final de la jornada y nos habíamos reído siempre, pero nuestras conversaciones parecían incompletas, aunque intentáramos fingir lo contrario. No era nada fácil salir con el mejor detective privado del mundo.

– Yo también te he echado de menos -dije por fin.

– Y yo a ti. Ha sido una semana muy larga. Lo de las hamburguesas me parece muy buena idea. Con queso. Y muchos pepinillos.

La noté cansada, pero también me dio la impresión de que sonreía.

– Me parece que podrá arreglarse. Aquí tiene la señora su pepinillo esperándola.

Se echó a reír. También soy el detective privado más gracioso del mundo.

– ¿Cómo iba a rechazar una oferta tan tentadora? -dijo.

– ¿Quieres hablar con Ben? Acaba de salir.

– Tranquilo. Dile que voy para allá y que le quiero, y luego puedes decirte a ti mismo que también te quiero.

Colgamos y salí al porche para transmitir la buena noticia, pero estaba desierto. Me acerqué a la barandilla. A Ben le gustaba jugar en la pendiente que hay detrás de mi casa y subirse a los nogales negros que crecen bajando por la colina. Tras los árboles había más casas enclavadas en las calles que recorrían la ladera igual que telarañas.

Las zonas más profundas del cañón ya empezaban a adquirir tonos morados, pero aún había bastante luz. No lo vi por ningún lado.

– ¿Ben?

No contestó.

– ¡Eh, tío! ¡Ha llamado tu madre!

Seguía sin responder.

Fui a mirar el lateral de la casa, luego volví a entrar y lo llamé otra vez, pensando que a lo mejor había ido a la habitación de invitados, que se había convertido en la suya, o al lavabo.

– ¡Eh, Ben! ¿Dónde estás?

Nada.

Miré en la habitación de invitados y en el baño de la planta baja, y después salí a la calle por la puerta delantera. Mi casa estaba en una callecita privada que recorría, trazando bastantes curvas, la parte superior del cañón. No solían pasar muchos coches, solamente cuando los vecinos iban al trabajo y volvían, así que no había ningún peligro y era una calle ideal para iren monopatín.

– ¿Ben?

No lo veía. Volví a entrar en casa.

– ¡Ben! ¡Oye, que la que ha llamado ha sido tu madre!

Me pareció que aquello de la amenaza de la madre podía funcionar.

– Si te has escondido, sal de inmediato. No tiene gracia. Subí al altillo donde estaba mi dormitorio, pero no lo encontré.

Bajé y volví a salir al porche.

– ¡Ben!

En la casa más cercana vivía una mujer con dos hijos, pero Ben nunca se marchaba sin decírmelo antes. Ni siquiera bajaba por la ladera, ni salía a la calle, ni se iba a la cochera sin avisar. Lo que estaba ocurriendo no era propio de él. Tampoco era normal que hiciese aquel numerito a lo David Copperfield y desapareciera sin más. Entré otra vez en la casa y llamé a la vecina. Por la ventana de la cocina veía la casa de Grace.

– ¿Grace? Soy Elvis, el vecino de al lado.

Como si pudiera haber otro Elvis por el barrio.

– Hola, guapo. ¿Qué hay?

Grace me llamaba «guapo». Había sido especialista cinematográfica hasta el día que conoció a un colega de profesión mientras caían de un edificio de doce pisos. Se retiró y tuvo dos hijos.

– ¿Ben está por ahí?

– No. ¿Tenía que haber venido?

– Hace un momento estaba aquí, pero de repente se ha desvanecido. Se me ha ocurrido que tal vez hubiese ido a ver a tus hijos.

Grace titubeó y su habitual tono desenfadado fue sustituido por cierta preocupación.

– Voy a preguntarle a Andrew. A lo mejor han bajado al sótano sin que yo los viera.