Ninguno de los dos dijo gran cosa después de aquello hasta que salió John Chen. Tenía las huellas.
Tiempo desde la desaparición: 47 horas, 04 minutos
Unos círculos blancos concéntricos cubrían el celofán formando manchas superpuestas. La gente no toca las cosas una sola vez y deja una huella limpia, sino que las manosea. Cogemos los lápices, las tazas, los volantes, los teléfonos y los envoltorios de celofán de los puros y levantamos y deslizamos los dedos, que se ajustan una y otra vez a su presa y dejan una huella encima de otra, formando capas confusas e inseparables.
Chen analizó el celofán con la ayuda de una lupa unida a un brazo flexible.
– Casi todo esto es insignificante, pero tenemos un par de dibujosclaros que nos permiten trabajar.
– ¿Bastarán? -quise saber.
– Depende de cuántas líneas típicas consiga identificar y de lo que haya en el ordenador. Se verá mejor cuando haya añadido algo de color.
Acto seguido aplicó con un pincel un polvo azul marino en dos puntos del celofán y a continuación retiró el exceso mediante un bote de aire comprimido. Aparecieron dos huellas digitales azules que contrastaban con las manchas blancas. Chen se inclinó un poco más sobre la lupa y soltó un gruñido.
– Aquí tengo una curva doble muy clara; y en ésta, un arco elevado perfectamente limpio. Hay un par de islas. -Miró a Starkey y asintió-. Nos basta. Si está metido en el sistema, lo identificaremos.
Starkey colocó la mano en la espalda de Chen y le apretó el hombro.
– Fantástico, John.
Me dio la impresión de que Chen ronroneaba.
Colocó cinta adhesiva transparente sobre las huellas azules para levantarlas del celofán y después las pegó en un soporte de plástico transparente. Las situó en una mesa de luz y las fotografió con una cámara digital de alta resolución. Descargó las imágenes al ordenador y, con la ayuda de un programa de tratamiento de gráficos, las amplió y reorientó. Después rellenó un formulario de identificación de huellas dactilares del FBI que consistía básicamente en una lista de control de cada una de las huellas en la que había que ir marcando lo que Chen denominó «puntos característicos» según el tipo y la situación: el inicio o el final de una curva se llamaba línea típica; cuando se dividía en forma de Y se trataba de una bifurcación; una línea corta entre dos más largas era una isla, y cuando una se separaba para enseguida juntarse de nuevo se hablaba de ojo.
El Centro Nacional de Información Delictiva (CNID) y el Sistema Nacional de Telecomunicaciones de las Fuerzas del Orden (SNTFO) del FBI no comparaban imágenes para identificar una huella, sino listas de puntos característicos. La exactitud y la extensión de la lista determinaba el éxito de la búsqueda; por supuesto, siempre que hubiera en el sistema una huella reconocible que se correspondiera.
Chen dedicó casi veinte minutos a introducir los rasgos de las dos huellas en los formularios. Después apretó el botón de envío y se retrepó en la silla.
– ¿Y ahora? -pregunté.
– A esperar.
– ¿Cuánto suele tardar?
– Son ordenadores. Van deprisa.
El busca de Starkey volvió a sonar. Lo miró y una vez más lo devolvió al bolsillo.
– Gittamon.
– Tiene muchas ganas de pillarte.
– Que se joda. Necesito un pitillo.
Starkey ya estaba volviéndose cuando el ordenador de Chen emitió un pitido. Tenía un correo electrónico.
– Vamos a ver-dijo Chen, preparándose.
Abrió el mensaje y el archivo se descargó automáticamente. Un logotipo que rezaba «CNID/Interpol» parpadeó en la pantalla sobre una serie de fotografías policiales de un hombre de ojos hundidos y cuello recio. Se llamaba Michael Fallon.
Chen tocó con el dedo la pantalla por encima de una serie de números que aparecía en la parte inferior de la ficha.
– Tenemos una concordancia del noventa y nueve por ciento en los doce puntos característicos. El celofán es suyo.
Starkey me pegó un codazo.
– ¿Qué? ¿Lo conoces?
– No lo he visto jamás.
Chen bajó por la barra de desplazamiento del documento para que pudiéramos leer los datos personales del individuo: cabello castaño, ojos pardos, uno ochenta de estatura, ochenta y seis kilos de peso. Su última residencia conocida estaba en Amsterdam, pero se desconocía su paradero habitual. Se lo buscaba por dos asesinatos no relacionados entre sí en Colombia y otros dos en El Salvador, y se lo acusaba, según la Ley internacional de crímenes de guerra de las Naciones Unidas, de asesinatos en masa, genocidios y torturas sucedidos en Sierra Leona. La Interpol advertía que debía tenerse en cuenta que iba armado y era sumamente peligroso.
– Joder-exclamó Starkey-. Es uno de esos chalados que andan sueltos por ahí.
Chen asintió.
– Lesiones. En esa gente siempre encuentran lesiones.
Fallon poseía amplia experiencia militar. Había pasado nueve años en el ejército, primero como paracaidista y después como ranger. Tenía cuatro años más de servicio, pero las actividades a las que se había dedicado durante ese tiempo constaban como «confidenciales».
– ¿Y eso qué demonios significa? -saltó Starkey.
Yo lo sabía, y sentí una enorme presión en el pecho que era algo más que miedo. Me di cuenta de cómo había conseguido el adiestramiento necesario para no dejar huellas tras vigilamos, moverse por la montaña y raptar a Ben. Yo había sido soldado, y de los buenos. Mike Fallon era mejor.
– Estuvo en la Delta Force.
– ¿Los antiterroristas? -preguntó Chen.
Starkey se quedó mirando las fotografías.
– Joder.
La Delta. Los D-boys. Los operadores. En la Delta los hombres se adiestraban para realizar operaciones muy duras y muy directas contra objetivos terroristas. Sólo reclutaban a los mejores. Eran los asesinos más preparados del mundo.
– Quizá todo este rollo del ejército se deba a que se obsesionó contigo cuando estaba de servicio -aventuró Starkey.
– No me conoce. Es demasiado joven, no pudo haber ido a Vietnam.
– ¿Y entonces?
N o tenía ni idea.
Seguimos leyendo. Tras dejar las fuerzas armadas, Fallon había aprovechado su experiencia para trabajar como soldado profesional en Nicaragua, Líbano, Somalia, Afganistán, Colombia, El Salvador, Bosnia y Sierra Leona. Michael Fallon era mercenario. Recordé que Lucy me había dicho en una ocasión: «Esto no es normal. Estas cosas no le pasan a la gente corriente.»