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Miré a un lado y otro en busca de Joe. Debía de estar por allí, vigilando, y lo necesitaba.

– ¡Joe!

Los hombres como Michael Fallon vivían y trabajaban en un mundo clandestino del que yo no sabía nada; pagaban y cobraban en efectivo, tenían nombres falsos y se movían en círculos tan cerrados que muy poca gente llegaba a conocer su verdadera identidad.

– ¡Joe!

Pike me tocó el hombro. Debía de haber salido de entre una mata cerrada de plantas por la esquina el edificio. Sus gafas de espejo resplandecían como una armadura abrillantada. Al darle la ficha me temblaron las manos.

– Éste es el tío que ha raptado a Ben. Ha vivido por todo el mundo. Ha luchado y hecho cosas por todas partes. No tengo ni idea de cómo encontrarlo.

Pike también había vivido y trabajado en la clandestinidad.

Leyó en silencio la ficha y cuando hubo terminado se la guardó.

– Estos hombres no luchan gratis -dijo-. Hay gente que los contrata, así que debe de haber alguien que sepa cómo ponerse en contacto con él. Lo que tenemos que hacer es encontrar a esa persona.

– Quiero hablar con ella.

Pike torció la boca y meneó la cabeza.

– No querrá, Elvis. Esta gente ni siquiera dejaría que te acercaras. -Se quedó con la vista fija, pero me pareció que no me miraba a mí. Me pregunté en qué estaría pensando.

– No puedo irme a casa. No puedo quedarme de brazos cruzados, sin más.

– Se te ha escapado de las manos.

Pike desapareció entre los edificios sin perder aquella mirada distante, pero yo estaba tan preocupado por Ben que no le di más vueltas.

17

Tiempo desde la desaparición: 47 horas, 54 minutos

Pike

Pike creía que los ojos de Cole parecían túneles del mismo color que una magulladura. Había visto aquellos mismos ojos en los policías que trabajaban tanto que acababan quemados y en los soldados que disparaban demasiado. Cole estaba en la zona de peligro, agotado, desquiciado, conduciendo hacia adelante como Terminator, con el piloto automático. Cuando alguien entraba en la zona de peligro, y eso Pike lo sabía muy bien, le costaba pensar con claridad. Costaba poco ponerse a tiro de alguien.

Recorrió a toda prisa las tres manzanas que lo separaban de su coche. Se movía de una forma que le incomodaba. Tenía la espalda tensa por haber pasado demasiado tiempo sentado en la misma postura y se le había dormido el hombro. Correr no era precisamente bueno para el hombro, pero aun así apretó el ritmo.

Los mercenarios no se presentaban sin más en una zona de combate para que los contrataran para matar a alguien o adiestrar tropas extranjeras, sino que eran reclutados por corporaciones militares privadas, empresas de seguridad con contratos en distintos países y con diversos «consultores». No había mucha variedad de caras. La misma gente contrataba a la misma gente una y otra vez, del modo en que los mismos ingenieros de software acababan pasando de un trabajo a otro por todo Silicon Valley. La diferencia era, claro, que la expectativa de vida se reducía.

En sus tiempos, Pike había conocido a unos cuantos consultores, pero ignoraba si seguían dedicándose a aquellas actividades. No sabía si alguno de ellos estaría dispuesto a colaborar ni, en caso de hacerlo, qué le pediría a cambio o cuánto tardaría en ayudarlo. Ni siquiera sabía si seguían vivos. Hacía mucho tiempo que había abandonado aquel mundo; si no, habría llamado desde el coche. Pero ya no se acordaba de sus teléfonos.

Se dirigió a su casa, en Culver City. Al llegar se quitó la sudadera y se bebió una botella de agua con un puñado de analgésicos y aspirinas. Los números de teléfono de aquellos hombres de su pasado estaban en la caja fuerte que tenía en el dormitorio. No estaban escritos con dígitos, sino en forma de lista de palabras codificadas. Los sacó e hizo las llamadas.

Los primeros cuatro teléfonos ya no estaban en funcionamiento. La voz achispada de una chica contestó al llamar al quinto, que evidentemente había sido adjudicado a un nuevo usuario. El sexto también estaba desconectado, y el séptimo correspondía a la consulta de un dentista. La guerra era un negocio en el que había una tasa de mortalidad muy elevada. Al octavo intento Pike acertó.

– ¿Sí?

Reconoció la voz nada más oírla. Como si acabaran de hablar esa misma mañana.

– Soy Joe Pike. ¿Te acuerdas?

– Claro. ¿Qué tal te va?

– Estoy buscando a un profesional que se llama Michael Fallon.

Su interlocutor titubeó, y la familiaridad de unos momentos antes desapareció.

– Creía que habías dejado el tema.

– Es verdad. Ya no tengo nada que ver.

Pike advirtió que el otro recelaba. Hacía casi diez años que no hablaban y estaría preguntándose si Pike trabajaba para los federales. A las autoridades de Estados Unidos no les hacía demasiada gracia que sus ciudadanos ofrecieran sus servicios a otros países o a grupos paramilitares, algo que, por otro lado, era ilegal.

– No sé qué estás buscando, Pike -repuso con precaución-, pero soy consultor de seguridad. Me dedico a hacer comprobaciones de historiales y otras referencias en diversas especialidades militares, pero no trabajo con terroristas, narcotraficantes o dictadores, ni me relaciono con nadie que esté metido en eso. Son actividades ilegales.

Decía todo aquello por si llegaba a oídos de los federales, pero Pike sabía que además era cierto.

– Lo entiendo. No te llamo por eso.

– Vale. Lo que quieres es asesoramiento, ¿no?

– Exacto. Se llama Fallon. Estuvo en la Delta y después se estableció por su cuenta. Hace dos años vivía en Amsterdam. Ahora está en Los Ángeles.

– La Delta, ¿eh?

– Sí.

– Esos tíos son los que se llevan más pasta.

– Quiero verlo cara a cara. Eso es lo más importante: verlo cara a cara.

– Bien. Dime algo que me refresque la memoria.

Pike le leyó el informe del SNTFO, que mencionaba los países en los que se sabía que había trabajado Fallon: Sierra Leona, Colombia y El Salvador, entre otros.

– Joder, sí que se ha movido -exclamó el otro-. Conozco a gente que ha estado en esos sitios. ¿De verdad lo has dejado?

– Sí.