Andrew era el mayor, de ocho años. Su hermano pequeño, Clark, tenía seis. Ben me había contado que a Clark le gustaba comerse los mocos.
Volví a mirar la hora. Lucy había llamado a las cuatro y veintidós, eran ya y treinta y ocho. Salí al porche, teléfono en mano, con la esperanza de toparme con Ben, que subiría con la lengua fuera. Pero la ladera estaba desierta.
Grace volvió a ponerse al aparato.
– ¿Elvis?
– Dime.
– Los niños no lo han visto. Espera, que voy a salir a mirar. A lo mejor está en la calle.
– Gracias, Grace.
Cuando lo llamó, su voz se distinguió con claridad, procedente del otro lado de la curva del cañón que separaba nuestras casas. Luego volvió al teléfono.
– Se ve bastante lejos por los dos lados, y no hay ni rastro de él. Quieres que me acerque y te ayude a buscarlo?
– Ya tienes bastante con Andrew y con Clark. Si aparece, ¿me haces el favor de retenerlo y me llamas?
– Inmediatamente.
Colgué y me quedé mirando el cañón que se abría a mis pies. La pendiente no era muy pronunciada, pero podía haber tropezado o haberse caído de un árbol. Dejé el aparato en el porche y empecé a bajar por la colina. Se me hundían los pies en la tierra, que estaba reblandecida, y me costaba mantener el equilibrio.
– ¡Ben! ¿Dónde diablos te has metido?
Los grises y rugosos nogales poblaban la ladera, retorcidos como dedos nudosos. Una solitaria yuca crecía en espiral entre ellos; sus hojas puntiagudas semejaban rayos de sol de un verde negruzco. Los restos oxidados de una alambrada estaban medio enterrados tras años de movimientos de tierras. El nogal más voluminoso surgía del suelo más allá de la alambrada con cinco troncos pesados que se desplegaban como una mano a medio abrir. Ben y yo habíamos subido a ese árbol juntos dos veces, e incluso habíamos hablado de la posibilidad de construir una casita de madera entre los troncos.
– ¡Ben!
Agucé el oído. Tomé aire con fuerza, lo solté y después contuve la respiración. Oí una voz muy lejana.
– ¡Ben!
Me imaginé que estaría más abajo, con una pierna rota. O algo peor.
– ¡Ya voy!
Me di prisa.
Seguí la voz por entre los árboles y detrás de una elevación del terreno. Estaba convencido de que iba a encontrarle, pero al saltar el montículo distinguí más claramente la voz y me di cuenta de que no era la suya. El Game Freak me esperaba en un nido de hierba otoñal. No había ni rastro de Ben.
Le llamé con todas mis fuerzas:
– ¡Ben!
No llegó respuesta, sólo se oían el martilleo atronador de mi corazón y la voz metálica de la Reina. Por fin había encontrado a Modus, que era un hombre gigantesco, gordísimo, de cabeza puntiaguda y ojos saltones. Ella le pegaba una patada tras otra, un puñetazo tras otro, sin dejar de vociferar que había prometido vengarse, y la pelea proseguía, en un bucle sin fin, por una habitación cubierta de sangre.
«¡Muérete ya! ¡Muérete ya! ¡Muérete ya!»
Apreté a la Reina de la Culpa con fuerza contra el pecho y subí la colina a toda prisa.
2
Tiempo desde la desaparición: 00 horas, 21 minutos
El sol se ponía. Las sombras que surgían de las profundas hendiduras que había entre las cadenas montañosas parecían tinta que iba llenando el cañón. En mitad del suelo de la cocina dejé una nota que rezaba: «Quédate quieto. He salido a buscarte», y acto seguido me subí al coche para recorrer el cañón, en un intento de dar con él.
Si el chaval se había torcido un tobillo o se había hecho un esguince en la rodilla, quizás hubiera bajado la colina renqueando, en lugar de subir por la pendiente para volver a mi casa; quizás hubiese llamado a la puerta de alguien para que le ayudara; quizás estuviera regresando a casa él solo, cojeando. Me dije que sí, claro, que tenía que ser eso. Los niños de diez años no se desvanecen como si se los hubiera tragado la tierra.
Cuando alcancé la calle que seguía el sistema de desagüe, por debajo de mi casa, aparqué y me apeé. La luz estaba desapareciendo más deprisa y en la oscuridad costaba distinguir las formas. Lo llamé:
– ¿Ben?
Si había bajado por la colina, tenía que haber pasado junto a una de las tres casas que había en aquella zona. En las dos primeras no encontré a nadie, pero en la tercera me atendió la asistenta, quien me dejo pasar al jardín trasero, aunque se quedó mirándome por las ventanas como si temiera que fuese a robar los juguetes de la piscina. Nada. Me subí a un muro de hormigón para ver los jardines de los vecinos, pero tampoco estaba allí. Volví a llamarlo:
– ¡Ben!
Regresé al coche. Era muy fácil (y sumamente probable) que nos cruzáramos; mientras yo iba conduciendo por una calle, Ben podría salir por otra, y, cuando llegara yo a ésa, podría reaparecer detrás de mí. Pero no se me ocurría nada más.
En dos ocasiones hice que las patrullas de seguridad que vi pasar se detuvieran y les pregunté si habían visto a un niño que encajara con la descripción de Ben. En los dos casos me contestaron negativamente, pero anotaron mi nombre y mi teléfono y se ofrecieron a llamarme en caso de que dieran con él.
Aceleré para recorrer el máximo de terreno posible antes de que se pusiera el sol. Crucé las mismas calles una y otra vez, serpenteando por los cañones como si el que se hubiera perdido fuese yo y no Ben. Cuanto más subía, más iluminadas estaban las calles, pero por las sombras corría un aire helado. Ben llevaba una sudadera y unos vaqueros. Me imaginé que debía de estar pasando frío.
Al llegar a casa empecé a llamarlo otra vez mientras entraba, pero nuevamente sin éxito. La nota seguía en el mismo sitio y no había mensajes en el contestador automático.
Llamé a las oficinas de las empresas de seguridad privadas que vigilaban el cañón, incluida la compañía propietaria de las dos patrullas a las que ya había avisado. Los coches de esas empresas recorrían los cañones las veinticuatro horas del día, y delante de casi todas las casas se veían carteles suyos, como advertencia para los ladrones. Así era la vida en la gran ciudad. Les expliqué que había desaparecido un niño en la zona y les di la descripción de Ben. Aunque no tenía contratados sus servicios, se ofrecieron a ayudarme.
Al colgar el auricular oí que se cerraba la puerta de la calle y sentí una punzada de alivio tan intensa que me dolió.
– ¡Ben!,
– Soy yo.