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– Sí. Hay gente para todo.

– ¿Lo habéis identificado?

– No, aún no. Soy Tims, de Robos y Homicidios. Acabamos de llegar, así que el forense todavía no lo ha visto. Seguramente no tardará.

No podíamos tocar el cadáver hasta que el forense, que era el responsable de determinar la causa y la hora de la muerte, examinase la escena del crimen, por lo que de momento la policía debía limitarse a conservar intactas las pruebas.

– Estamos buscando a un niño -intervine.

– Aquí todo lo que había era un cadáver sin rastros de sangre que indiquen el lugar del asesinato. ¿Por qué preguntáis por un niño?

– Dos hombres que conducían esta furgoneta secuestraron a un chico de diez años hace dos días. Estamos buscándolo.

– Pues si tenéis algún sospechoso quiero los nombres.

Starkey le dio el nombre de Fallon y su descripción, junto con la del negro. Mientras Tims los volcaba en una libreta, le pregunté quién había abierto la furgoneta. Me hizo un gesto con la cabeza para señalar a los niños que estaban con los agentes de uniforme.

– Ésos de ahí. Han venido a pasar un rato en las rampas. Se dedican a subir y bajar una y otra vez. Han visto la sangre que goteaba y la han abierto. Por cómo sigue saliendo sangre por el lateral, ¿lo ves?, yo diría que la cosa tiene que haber pasado hace tres o cuatro horas como mucho.

– ¿Los ha registrado para ver si tenían la cartera del muerto? -preguntó Starkey.

– No ha hecho falta. ¿Le ves el culo en la parte en la que se le ha levantado el abrigo? Ahí está el bulto. La lleva aún en el bolsillo.

– Starkey -dije.

– Ya lo sé. Oye, Tims, si conseguimos saber dónde ha estado esta furgoneta o dais con alguna pista que tenga que ver con Fallon, nos servirá de mucho para encontrar al chico. Puede que el muerto haya tenido algo que ver en el secuestro. Necesitamos saber quién es.

Tims meneó la cabeza. Sabía qué le estaba pidiendo.

– Imposible. El forense viene para aquí. Está a punto de llegar. Miré a Starkey y después me dirigí a la puerta del conductor.

– No toques nada-ordenó Tims.

El charco de sangre había llegado hasta el asiento. Se veía una parte del cadáver, pero la cara permanecía oculta. Miré por debajo y alrededor de los asientos todo lo que pude sin tocar el vehículo, pero sólo vi sangre y la mugre que se acumula en los vehículos viejos.

Tims y Starkey seguían en la parte de atrás. Los otros dos inspectores y los agentes de uniforme estaban con los críos. Me subí y me colé por entre los dos asientos para llegar a la zona de carga. Olía como una carnicería en un día de pleno agosto.

Al verme, Tims se lanzó sobre las puertas traseras como si fuera a subir de un salto, pero no lo hizo.

– ¡Eh! ¡Sal de ahí! Starkey, ¡dile a tu compañero que baje ahora mismo!

Starkey se colocó delante de él y extendió los brazos hacia la puerta como si estuviera mirándome, aunque en realidad le bloqueaba el acceso a Tims impidiéndole sacarme. Uno de los inspectores y dos de los agentes se acercaron corriendo para ver por qué gritaba su compañero.

– Cole, ¿quieres hacer el favor de darte prisa?

Las moscas formaron un enjambre a mi alrededor, cabreadas por aquella intrusión. La sangre del suelo estaba pegajosa y parecía grasa recalentada. Le quité la cartera al muerto y le registré los bolsillos. Encontré unas llaves, un pañuelo, dos monedas de veinticinco centavos y una llave magnética de hotel. Era del Baitland Swift de Santa Mónica. También llevaba una sobaquera. Estaba vacía. Eché la cartera y las demás cosas en el asiento delantero y le di la vuelta a la cabeza. Tenía la piel amoratada y sucia. Las cervicales sobresalían de la carne como un pomo de mármol blanco y tenía el pelo pegado con coágulos de sangre; era un espectáculo obsceno, muy desagradable, y no quería estar tocando aquello. No quería estar allí rodeado de moscas y de sangre. Tims no paraba de gritar, pero su voz casi se había desvanecido, hasta convertirse en una mosca más que zumbaba por el aire caliente. Hice una pelota con el pañuelo y lo utilicé para enderezar la cabeza. Al girada me di cuenta de que estaba colocada encima de una zapatilla de atletismo K-Swiss negra. Era de niño.

– ¿Qué pasa, Cole? ¿Qué has visto?

– Es DeNice. Starkey, han dejado una zapatilla de Ben. Aquí hay una zapatilla de Ben.

– ¿Han dejado alguna nota? ¿Hay algo más?

– No veo nada más. Sólo la zapatilla.

El coche de Desapariciones bajó por la rampa con las luces azules de la sirena puestas. Tras él iba la limusina de Richard.

– Sal de ahí -ordenó Starkey-. Coge las cosas. Puede que haya algo que nos indique cómo dio con ellos. No te toques la cara.

– ¿Qué?

– Estás cubierto de sangre. No te toques los ojos ni la boca.

– Es la zapatilla de Ben.

Fui incapaz de agregar palabra.

Starkey se alejó a toda prisa para interceptar a Lucas y a Álvarez. Yo me bajé de la furgoneta y puse todo en el suelo. Mis manos parecían enfundadas en guantes de sangre. La cartera, la zapatilla de Ben y todo lo demás estaban también teñidos de rojo. Uno de los agentes de uniforme dio un paso atrás como si hubiera visto algo radiactivo.

– Joder, tío, estás hecho un asco.

Lucas esquivó a Starkey y se acercó a la furgoneta a toda prisa. Miró en el interior y luego retrocedió, tambaleándose, como si le hubieran dado una bofetada.

– Dios mío -exclamó.

La cartera de DeNice contenía sesenta y dos dólares, un permiso de conducir de Luisiana a nombre de Debulon R. DeNice, tarjetas de crédito, un carné de la Orden Fraternal de la Policía, una licencia de caza de Luisiana y fotografías de dos chicas adolescentes, pero nada que indicara cómo había dado con Fallon o cómo había acabado muerto en aquella furgoneta. También había encontrado unas llaves, un pañuelo y dos monedas, pero tampoco me sirvieron de nada.

Richard y Myers apartaron a Álvarez y se acercaron. Richard se puso blanco al ver la sangre.

– Señor Chenier, espere en el coche -dijo Lucas-. Ray, no deberían estar aquí. Me cago en todo.

– ¿Qué hay ahí dentro? -preguntó Richard-. ¿Es…? ¿Es…?

– Es DeNice. Han colocado su cabeza encima de una zapatilla de Ben.

Richard y Myers miraron dentro antes de que Álvarez atinara a impedírselo. Richard soltó un ruido entrecortado, como si se le hubiera metido algo en el pecho.

– ¡Dios mío!

Agarró a Myers para mantenerse en pie y después se volvió, pero Myers miró en el interior. Abrió la boca como si se le hubiera desencajado la mandíbula y permaneció inmóvil. Una de aquellas moscas enormes se le posó en el pecho, pero no pareció que él se diera cuenta.