– No queremos ofrecerle nada -intervine-, sólo encontrarlo. Fallon, con la ayuda de al menos un cómplice, ha secuestrado al hijo de mi novia.
Resnick, cuyo ojo izquierdo parpadeó con una tensión imprevista, me observó atentamente como si estuviera decidiendo si sabía de qué estaba hablando, y se irguió un poco.
– ¿Mike Fallon está en Los Ángeles?
– Sí -contesté, y repetí-: Ha raptado al hijo de mi novia.
El ojo izquierdo parpadeó más visiblemente y la tensión se extendió por todo el cuerpo de Resnick, que se encogió de hombros y dijo:
– Fallon es un hombre peligroso. Me parece increíble que esté en Los Ángeles o en cualquier otro punto del país, pero si es cierto que ha hecho lo que usted dice, deberían acudir a la policía.
– Ya lo hemos hecho. También están buscándolo.
– Sin los medios de los que dispongo -apuntó Pike-. Usted lo conoce. Lo que esperamos es que sepa cómo llegar hasta él o nos diga quién lo sabe.
Resnick observó a Pike y después se incorporó y rodeó la mesa para sentarse en su sillón. El sol poniente se reflejaba en los coches. Los aviones despegaban de LAX y se dirigían al oeste, rumbo al océano. Resnick se quedó mirándolos.
– De eso hace años. Michael Fallon está acusado de crímenes de guerra por las atrocidades que cometió en Sierra Leona. La última vez que supe algo acerca de él estaba viviendo en Suramérica, en Brasil, creo, o quizás en Colombia. Si supiera cómo encontrarlo, se lo habría dicho al Departamento de Justicia. Me parece increíble que haya tenido cojones para volver a Estados Unidos. -Miró otra vez a Pike-. Si lo encuentra, ¿piensa matarlo?
Lo dijo con la misma naturalidad con que podría haberle preguntado si le gustaba el fútbol.
Pike no contestó, de modo que yo lo hice por éclass="underline"
– Sí. Si es el precio que nos pide por ayudamos, sí.
Pike me puso la mano en el brazo. Con un sutil movimiento de la cabeza me indicó que lo dejara.
– Si lo quiere muerto, es hombre muerto -añadí-. Si no, no.
A mí sólo me importa el chico. Para recuperado haría lo que fuera.
Pike volvió a tocarme.
– Me gusta confiar en las reglas, señor Cole -dijo Resnick-. En este mundo en el que nos movemos sólo las reglas nos impiden convertirnos en animales. -Volvió a concentrarse en los aviones. Los contemplaba con aire melancólico, como si en uno de ellos pudiera alejarse de algo de lo que en realidad no podía escapar-. Cuando estaba en Londres contratamos a Mike Fallon. Lo mandamos a Sierra Leona. Su misión consistía en proteger las minas de diamantes que teníamos según un contrato firmado con el Gobierno, pero se pasó a los rebeldes. Aún desconozco el motivo. Sería el dinero, supongo. Hicieron cosas inimaginables. Si se las contara creerían que me las he inventado.
Le expliqué lo que había visto dentro de la furgoneta. Mientras le describía la escena se volvió hacia mí. Supongo que le sonaba. Meneó la cabeza.
– Un animal asqueroso, eso es lo que es. Ya no puede trabajar de mercenario, con tantas acusaciones pendientes. Nadie le ofrece nada. ¿Creen que ha raptado a ese niño para conseguir un rescate?
– Así me lo parece -respondí-. El padre tiene dinero.
– No sé qué decirles. Como les he contado, la última vez que supe de él estaba en Rió, pero ni siquiera puedo confirmarles eso. Debe de haber mucho dinero en juego para que se haya arriesgado a volver.
– Hay un cómplice -observó Pike-. Un negro corpulento con la cara cubierta de heridas o quizá verrugas.
Resnick hizo girar el sillón hasta quedar frente a nosotros y se llevó una mano a la cara.
– ¿En la frente y las mejillas?
– Exacto.
Se inclinó hacia adelante y apoyó los antebrazos en la mesa. Era evidente que había reconocido la descripción.
– Son cicatrices tribales. Uno de los hombres que utilizó Fallon en Sierra Leona era un guerrero benté que se llamaba Mazi Ibo. Tenía esas cicatrices. -Resnick se animaba por momentos-. ¿Hay un tercer hombre?
– No lo sabemos. Es posible.
_A ver. Escúchenme bien. La visita a Los Ángeles empieza a tener sentido. Iba era amigo de otro mercenario llamado Eric Schilling. Hará cosa de un año Schilling se puso en contacto con nosotros. Buscaba trabajo de seguridad. Es de aquí, de Los Ángeles, así que puede que Ibo le haya llamado. A lo mejor conservamos algún dato. -Resnick se colocó ante el ordenador y empezó a teclear para abrir una base de datos.
– ¿Tuvo que ver con lo de Sierra Leona?
– Seguramente, pero no se lo ha acusado de nada -respondió Resnick-. Por eso puede seguir trabajando. Era uno de los hombres de Fallon. Por ese motivo me cuadré cuando vino a vemos. Me niego a dar trabajo a ninguno de sus hombres, aunque no tuviesen nada que ver. Sí, aquí está. -Copió la dirección que veía en el ordenador y me entregó el papel-. Tenía una dirección en San Gabriel que le servía para recibir correo. Utilizaba el nombre de Gene Jeanie. Siempre recurren a nombres falsos. No sé si aún funciona, pero es todo lo que tengo.
– ¿Tiene un número de teléfono?
– Nunca dan teléfonos. Siempre un apartado postal y un nombre falso. Así consiguen permanecer aislados.
Eché un vistazo a la dirección y se la pasé a Pike. Me temblaban las piernas. Resnick volvió a rodear la mesa.
– Estamos hablando de gente muy peligrosa -me dijo-. No confunda a estos hombres con el típico delincuente de tres al cuarto. Fallon era el mejor, y él es quien se ha encargado de adiestrar a los otros dos. No hay mejores asesinos.
– Los osos -puntualizó Pike.
Tanto Resnick como yo nos volvimos, pero Pike estaba leyendo la dirección. Resnick me agarró la mano y me la apretó con fuerza. Me miró a los ojos como si estuviera buscando algo.
– ¿Cree usted en Dios, señor Cole?
– Cuando tengo miedo.
– Yo rezo todas las noches. Rezo por haber enviado a Mike Fallon a Sierra Leona, porque siempre he creído que parte de su pecado me correspondía a mí. Espero que lo encuentre. Y que ese niño esté sano y salvo.
Vi la desesperación en el rostro de Resnick y la reconocí: era la mía. Seguramente una mariposa nocturna veía lo mismo al mirar una llama. No debería haber preguntado, pero fui incapaz de contenerme:
– ¿Qué pasó? ¿Qué hizo Fallon en Sierra Leona?
Resnick se quedó mirándome durante lo que pareció una eternidad y luego, por fin, lo confesó todo.
Sierra Leona (África). 1995
El Jardín de Piedras