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Un hombre musculoso con gafas de sol y una camiseta de Tupac hecha jirones se encaramó a la plataforma del camión para observar a los habitantes del poblado. Llevaba un collar de huesos que hacía ruido al chocar contra la canana que se había colgado en bandolera. A su lado había otros hombres, uno de ellos con una tira de balas en la frente a modo de cinta para el pelo. Otro vestía una camisa con bolsillos hechos con escrotos de jabalí. Eran guerreros violentos y espantosos, y Ahbeba estaba aterrorizada.

El del collar de huesos agitó un fusil negro y resplandeciente.

– ¡Soy el comandante Blood! ¡Conoceréis mi nombre y lo temeréis! ¡Somos guerreros del FRU y luchamos por la libertad! ¡Vosotros sois traidores al pueblo de Sierra Leona! ¡Buscáis nuestros diamantes para dárselos a gente de fuera que controla el Gobierno títere de Freetown! ¡Vamos a mataros a todos!

El comandante Blood disparó por encima de las cabezas de los habitantes del poblado y ordenó a sus hombres que los pusieran a todos en fila para fusilados.

El hombre del pelo de fuego y otro blanco aparecieron por detrás del camión. El segundo era más alto y mayor, y llevaba pantalones verde olivo y camiseta negra. Tenía la piel quemada por el sol.

– Aquí nadie va a matar a nadie -anunció-. Hay una forma mejor de ocuparnos de esto.

Hablaba en krio, como el del pelo de fuego.

El comandante Blood, subido al camión, se lanzó como un león hasta el extremo de la plataforma, para quedar muy por encima de ellos. Disparó con rabia y exclamó:

– ¡Ya he dado la orden! iVamos a matar a estos traidores para que corra la voz por todas las minas de diamantes! ¡Los mineros tienen que tenernos miedo! ¡Ponedles en fila! ¡Ahora mismo!

El hombre de la camiseta negra balanceó el brazo como si fuera a dar un puñetazo, agarró al comandante Blood por las piernas y le hizo perder el equilibrio y caer boca arriba. Luego tiró de él para bajarlo al suelo de un golpe y le pateó la cabeza. Tres apasionados guerreros saltaron del camión para auxiliar a su comandante. Ahbeba jamás había visto a ningún hombre luchar tan encarnizadamente ni de forma tan extraña: el alto y el del pelo de fuego tumbaron a los guerreros con tanta rapidez que la lucha terminó en un abrir y cerrar de ojos. Dos hombres habían conseguido derrotar a cuatro. Uno de los guerreros se quedó gritando de dolor; los otros dos estaban inconscientes o muertos.

Ramal se acercó a su amiga y le susurró:

– Son demonios. ¡Mira, lleva las marcas de los malditos!

Mientras el de la camiseta negra agarraba al comandante Blood del cuello, Ahbeba vio que llevaba un triángulo tatuado en la mano. Le entró aún más miedo. Ramal era muy lista y entendía de aquellas cosas.

El demonio tiró de Blood hasta ponerlo en pie y después ordenó a los demás que llevaran a los guardias surafricanos asesinados al pozo que había en el centro del poblado. El comandante estaba aturdido y no osó resistirse. El hombre del pelo de fuego habló por una radio pequeña.

Ahbeba esperaba con ansiedad lo que fuera a suceder a continuación. Abrazaba a Julius con fuerza e intentaba tranquilizarlo, temerosa de que sus sollozos atrajeran la atención de los rebeldes. En dos ocasiones vio breves oportunidades de huir, pero no podía abandonar al chico. Se dijo que era mejor permanecer con el resto de la gente, pues así estarían a salvo.

Mientras los rebeldes iban amontonando los cadáveres de los surafricanos junto al pozo, un segundo camión entró retumbando en el poblado. Estaba abollado y cubierto de polvo negro. Unos guardabarros enormes semejantes a alas cubrían los neumáticos, los faros estaban rotos y torcidos y la rejilla era como la sonrisa de dientes afilados de una hiena; el óxido de aquellos dientes era del color de la sangre seca. Una docena de jóvenes de ojos vidriosos iban acuclillados en él. Muchos llevaban vendajes ensangrentados en la parte superior del brazo, bien apretados. Los que no iban vendados tenían cicatrices dentadas en la misma zona.

Ramal, que había estado en Freetown y sabía de esas cosas, comentó:

– ¿Ves lo de los brazos? Les han abierto la piel para meterles cocaína y anfetaminas en las heridas. Lo hacen para volverlos locos.

– ¿Por qué?

– Porque así no sienten el dolor y luchan mejor.

Un guerrero alto bajó de un salto del camión y se colocó junto a los dos blancos. Llevaba una túnica de arpillera y pantalones anchos, pero no fue eso lo que llamó la atención de Ahbeba, sino su cara, tan cortada como un diamante pulido. En la parte superior del brazo se veían las mismas cicatrices que presentaban los otros hombres, pero a diferencia de éstos, también tenía la cara marcada; tenía tres cicatrices redondas que parecían ojos en cada mejilla y una tira de bultos similares a lo largo de la frente. En sus ojos resplandecía un calor que Ahbeba no comprendía, pero era de una belleza abrumadora, el hombre más apuesto y espléndido que había visto jamás. Y tenía porte de príncipe o, mejor dicho, de rey.

El hombre de la camisa negra arrastró al comandante Blood hasta el montón de cadáveres de surafricanos.

– Así es cómo se crea miedo -dijo.

Miró al guerrero africano alto, que con un gesto hizo bajar a sus hombres del camión. Saltaron al suelo, aullando como si estuvieran poseídos. No iban armados con escopetas y fusiles como el primer grupo de rebeldes, sino con machetes y hachas oxidados.

Se arremolinaron en torno a los cadáveres de los guardias surafricanos y comenzaron a decapitarlos frenéticamente y a arrojar las cabezas al pozo.

Ahbeba sollozaba y Ramal se tapaba los ojos. A su alrededor, las mujeres, los niños y los ancianos gemían. Ishina Kotay, una mujer fuerte y joven, madre de dos criaturas, que de pequeña había sido igual de rápida que cualquier chico del poblado, se puso en pie de un salto y echó a correr hacia la selva. El hombre del pelo de fuego le pegó un tiro por la espalda.

Ahbeba notó que se mareaba, como si hubiera fumado majijo. Perdió la noción de lo que estaba sucediendo y vomitó. El mundo se convirtió en algo pequeño y confuso, con espacios vacíos entre momentos de tremenda claridad. El día había empezado con un desayuno de pasteles mientras los primeros rayos de sol acariciaban la sierra que dominaba el poblado. Su madre le había hablado de príncipes.