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Stars & Stripes era un local a pie de calle que daba a la parte delantera del centro comercial y estaba flanqueado por una tienda de animales y una farmacia. A lo largo del escaparate y de la puerta había una alarma de infrarrojos. En el interior se veían los buzones empotrados en la pared. Un mostrador separaba esa parte de la de atrás. El propietario había colocado una pesada cortina metálica a lo largo del mostrador para dividir el local en dos. Fuera del horario comercial, los clientes podían entrar a retirar el correo, pero nadie podía pasar a la parte de atrás para robar los sellos y los paquetes. La valla parecía muy resistente, capaz de servir de jaula a un rinoceronte.

El buzón de Schilling era, o había sido, el 205. No teníamos modo de saber si aún lo alquilaba a menos que entrásemos. Desde fuera lo distinguí, pero no veía con claridad si contenía correo o no. La imaginación me decía que dentro era muy probable que hubiese un mapa del tesoro que condujera hasta Ben Chenier.

– Los contratos de alquiler deben de estar en la oficina -observó Pike-. Tal vez resulte más fácil entrar por detrás.

Rodeamos el centro comercial hasta llegar al callejón que discurría paralelo a él por detrás. Allí había más coches aparcados, junto con contenedores de basuras y las puertas traseras de los locales. La de uno de los restaurantes estaba abierta, y allí se habían sentado sobre cajas de embalaje dos hombres vestidos con delantal blanco. Estaban pelando patatas y zanahorias que iban echando en un gran cuenco metálico.

En todas las puertas estaban pintados los nombres de los locales correspondientes, junto con advertencias del tipo «PROHIBIDA LA ENTRADA» O «ESTACIONAMIENTO SÓLO PARA DESCARGA». Encontramos la de Star & Stripes Mail Boxes. Estaba forrada de acero y tenía dos cerraduras industriales. Los goznes también eran muy resistentes. Para arrancarlos de la pared habrían hecho falta cadenas y un camión.

– ¿Puedes abrirla? -preguntó Pike.

– Sí, pero tardaría. Estas cerraduras están hechas para que resulte imposible forzarlas, y además tenemos a esos tíos ahí.

Miramos a los dos hombres, que hacían un gran esfuerzo para no fijarse en nosotros. Sería más rápido entrar por delante.

Volvimos al aparcamiento. Ante la tienda de animales había una familia china con dos niños pequeños contemplando los perros y los gatos. El padre sostenía al hijo menor en brazos y señalaba uno de los cachorros.

– ¿Y ése? -decía-. ¿Ves cómo juega? El de la mancha en el hocico.

La madre me sonrió cuando pasamos y yo también sonreí. Todo era tan educado y tan pacífico. Todo tan normal.

Fuimos hasta la puerta de cristal. Podíamos aguardar a que llegase alguien a recoger el correo y entrar con él, pero ni nos plantearnos quedarnos por allí un par de horas. Si hubiéramos querido esperar hasta la medianoche podíamos haber hecho que Starkey pidiera una orden judicial e hiciera que el propietario se presentara allí para abrir.

– Cuando rompamos la puerta -dije- sonará la alarma de la tienda. Es probable que también se dispare en una empresa de seguridad y que desde allí llamen a la policía. Tenemos que reventar su buzón, meternos en la oficina y registrarla. Nos va a ver toda esta gente del aparcamiento y seguro que alguien llama a la policía. No contaremos con mucho tiempo. Habrá que salir pitando. Seguramente verán los números de las matrículas.

– ¿Estás intentando disuadirme?

El cielo de la tarde había oscurecido hasta quedar de un azul intenso y seguía apagándose, pero las farolas aún no estaban encendidas. Las familias paseaban por el camino que discurría por delante de todos los locales. Salían de los restaurantes o esperaban a que los llamaran para decirles que su mesa estaba lista. De la farmacia salió un anciano renqueando. Algunos coches recorrían lentamente el aparcamiento en busca de un sitio. Y allí estábamos nosotros, a punto de asaltar el negocio de un ciudadano honrado. Íbamos a provocar daños, y eso habría que pagarlo. Íbamos a violar los derechos de sus clientes, y eso era algo que no podía pagarse. E íbamos a dar un susto de muerte a toda aquella gente, que acabaría testificando contra nosotros si terminábamos yendo a juicio.

– Sí, me parece que sí. Deja que de esta parte me encargue yo. ¿Por qué no esperas en el coche?

– Eso puede hacerlo cualquiera. No es mi estilo.

– No, supongo que no. Vamos a dejarlos en el callejón. Entramos por aquí, pero salimos por detrás.

Aparcamos delante de la salida trasera y volvimos a rodear el edificio a pie. Pike llevaba una palanca y yo un destornillador plano y el cric que había sacado del maletero.

La familia que estaba junto a la tienda de animales se había colocado justo delante de Stars & Strip es Mail Boxes. Los padres intentaban decidir en qué restaurante encontrarían mesa antes, teniendo en cuenta que iban con dos niños.

– Están demasiado cerca de la puerta -les dije-. Apártense, por favor.

– Perdone, ¿qué dice? -preguntó la mujer.

Señalé la puerta con el cric.

– Van a saltar cristales. Apártense.

Pike se colocó pegado al marido, como una sombra imponente.

– Fuera de aquí -masculló.

De repente comprendieron lo que iba a suceder y se alejaron a toda prisa tirando de los niños y hablando en chino.

Arremetí contra la puerta con el cric e hice añicos el cristal. Se disparó la alarma, un zumbido atronador y constante que resonaba en todo el aparcamiento y en el cruce como la sirena de un bombardeo aéreo. La gente que estaba junto a los coches y en la acera se volvió hacia el origen del ruido. A golpes retiré los restos de cristal del marco de la puerta y entré. Algún objeto afilado me arañó la espalda. Cayeron más cristales y Pike entró detrás de mí.

Él se fue hacia la cortina metálica y yo me dirigí a los buzones. Eran de construcción muy sólida, con puertas de bronce empotradas en estructuras metálicas. En cada uno había una ventanita de cristal para ver si había correo y una cerradura reforzada. El de Schilling estaba repleto de cartas.

Introduje la hoja del destornillador por debajo de la puerta y la abrí haciendo palanca con el cric. Ninguna de las cartas estaba dirigida a Eric Schilling ni a Gene Jeanie, todas eran para Eric Shear.

– Es suyo. Se hace llamar Eric Shear.

La alarma hacía tanto ruido que tuve que decirlo a gritos. Me guardé las cartas en los bolsillos y fui corriendo a ayudar a Pike.

La cortina metálica iba metida en unas guías clavadas al techo y al suelo, para que nadie pudiera pasar por arriba ni por debajo, y se extendía entre dos tubos metálicos anclados a las paredes. Con la palanca y el cric arrancamos trozos de la pared por debajo de uno de los tubos y después lo soltamos de la pared haciendo fuerza. Se dobló formando un ángulo extraño y lo apartamos.