– ¡Eh, mirad eso! -gritó alguien fuera.
La gente estaba aglomerándose en el aparcamiento. Se agazapaban detrás de los coches o se reunían en pequeños grupos. Señalaban la tienda y estiraban el cuello para ver qué hacíamos. Dos hombres miraron boquiabiertos los restos de la puerta de cristal y se marcharon a toda prisa. No sabía cuánto tiempo llevábamos dentro, pero no podía ser mucho: cuarenta segundos, un minuto, quizá la alarma era tan ensordecedora que no sólo costaba concentrarse sino que nos impediría oír las sirenas cuando se acercaran.
Apartamos la cortina metálica, que estaba medio caída, y entramos en la oficina. En el suelo había montañas de paquetes y colgada del techo vi una enorme bolsa de piececitas de espuma de poliestireno de las que se utilizan en embalajes. En un rincón había un archivador y junto a éste una mesita cubierta de correo sin clasificar y recibos de UPS. Pike fue hasta la puerta trasera mientras yo me ocupaba del archivador.
Me gritó, lo bastante fuerte para que le oyera a pesar de la alarma, que teníamos la salida asegurada.
– Todo bien. Las cerraduras saltarán sólo con hacer palanca.
Abrí el primer cajón del archivador creyendo que me encontraría carpetas repletas de papeles, pero estaba lleno de material de oficina. Seguí con los dos siguientes, que contenían lo mismo. Pike miró por la puerta trasera para ver si se acercaba alguien. Se nos acababa el tiempo.
– Más deprisa.
– Estoy buscando.
Repasé los papeles, las revistas y los sobres esparcidos por la mesa y abrí el cajón de ésta. Era lo único que quedaba. Tenían que estar dentro los contratos de alquiler de los apartados postales, pero sólo encontré documentación de los pedidos de servicios y suministros que necesitaba Star & Stripes para funcionar; no había nada que tuviera relación con los buzones ni con los clientes que los alquilaban.
Pike me dio unos golpecitos en la espalda y miró hacia el aparcamiento.
– Tenemos un problema.
En el aparcamiento había un hombre obeso vestido con un polo amarillo y rodeado por varias personas que nos señalaban. La camisa le iba demasiado pequeña, por lo que la barriga le sobresalía por encima del cinturón como una bolsa de plástico rellena de mermelada. Llevaba la palabra «seguridad» pintada en la pechera, como si fuera una chapa. Tenía una pistola dentro de una funda de nailon negro colgada de la cadera derecha. Le sobresalían tanto los michelines que el arma quedaba casi oculta. Avanzaba con la mano en la pistolera. Tenía cara de miedo.
– Joder, ¿de dónde ha salido ése? -grité.
– Sigue buscando.
Pike pasó por mi lado, pistola en mano. Lo cogí del brazo.
– No, Joe.
– No voy a hacerle daño. Sigue buscando.
El guardia se arrodilló detrás de un coche y miró por encima del maletero. Pike se fue hasta la puerta, de modo que el guardia pudiera verlo. Eso bastó. El pobre hombre se tiró al suelo y se acurrucó detrás de la rueda. Al menos no empezó a pegar tiros. Cuando a uno le pagan el salario mínimo conviene ser discretamente valiente.
Pike y yo oímos las sirenas a la vez. Me hizo un gesto y agité la mano. Se nos había acabado el tiempo.
– Vámonos.
– ¿Lo has encontrado?
– No.
Volvió a cruzar la oficina hasta la puerta trasera.
– Sigue buscando. Aún tenemos unos segundos.
– Desde la cárcel no podremos encontrarlo.
– Sigue buscando.
Y entonces fue cuando vi la caja de cartón marrón debajo de la mesa. Era del tamaño justo para almacenar carpetas. La saqué de allí abajo y la coloqué encima de la mesa. Estaba llena de carpetas numeradas del 1 al 600, y me di cuenta de que cada una correspon día a un buzón. Extraje la del 20S.
– ¡Ya está! ¡Vamos!
Pike abrió la puerta de golpe. Fuera el aire era fresco y la alarma no se oía tanto. Los dos hombres que pelaban patatas gritaron algo hacia la cocina al vernos, y cuando ya nos íbamos salieron dos de sus compañeros. Metimos los coches por una calle de servicio situada tras un multicine que estaba a ocho calles de allí y repasamos la carpeta. Contenía el contrato de alquiler de Eric Shear. En él aparecían un teléfono y su dirección.
Tiempo desde la desaparición: 50 horas, 37 minutos
Eric Shear vivía en un edificio de cuatro plantas llamado Casitas Arms, situado en el extremo occidental de San Gabriel. Estaba a menos de diez minutos de la oficina postal. Era un edificio voluminoso, de los que tenían un centenar de pisos organizados en torno a un atrio central y se publicitaban como «viviendas de lujo con vigilancia». En esos sitios es muy fácil entrar sin invitación.
Aparcamos en una zona donde estaba prohibido hacerla, al lado de la calle, y Pike subió a mi coche. Al encender el teléfono me encontré con tres mensajes de Starkey, pero no hice caso. ¿Qué podía decirle, que el próximo boletín de alerta que recibiera sería sobre mí? Marqué el número de Schilling. A la segunda llamada se escuchó un contestador automático con una voz masculina: «Habla después de la señal.»
Colgué y se lo conté a Pike.
– Vamos a ver -propuso.
Se llevó la palanca. Caminamos pegados a la pared del edificio hasta encontrar unas escaleras externas que podían utilizar los residentes en lugar de los ascensores del vestíbulo. Para acceder a ellas había que abrir una reja cerrada con llave, pero Pike metió la palanca por entre las barras e hizo saltar la cerradura. El piso de Eric Shear era el 313. El edificio estaba estructurado en torno a un patio central con largos pasillos de los que salían otros más cortos, formando una T. El 313 estaba en el otro extremo.
Hacía poco que había anochecido. De los distintos pisos surgían los olores de las cocinas, música y alguna que otra voz. Oí una risa de mujer. Todas aquellas personas vivían sus vidas tan tranquilamente, sin saber que Eric Shear era en realidad Eric Schilling. Seguramente le sonreían en el ascensor o lo saludaban en el garaje. Y en ningún momento se imaginaban a qué se dedicaba o lo que había sido capaz de hacer.
Seguimos por el pasillo hasta unos cuantos ascensores que dejamos atrás hasta llegar a una bifurcación en forma de T. En la pared de delante unas flechas indicaban los números de los pisos de la izquierda y de la derecha. El 313 estaba a nuestra izquierda.
– Atención -advertí.
Me acerqué a la esquina y asomé la cabeza al pasillo de al lado. El 313 estaba al final, ante una salida de emergencia que seguramente daba a unas escaleras como las que acabábamos de utilizar para subir. Había dos papeles doblados metidos en la ranura de la puerta de Schilling unos centímetros por encima de la cerradura.