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– Perdona, Sondra, ¿qué has dicho?

– ¿Qué? -pregunté.

Levantó la mano para hacerme callar. Meneaba la cabeza como si no comprendiera lo que estaba escuchando, pero entonces me di cuenta de que lo que sucedía era que se negaba a comprenderlo.

– ¿Qué dice? -quise saber.

– Ha encontrado once llamadas al número de San Miguel; ninguna al de Los Ángeles, pero once al de San Miguel. Myers sólo hizo cuatro. Las demás las hizo Richard.

– No puede ser. Tiene que haber llamado Myers. Será que lo hizo desde el teléfono de Richard.

Lucy sacudió la cabeza como si estuviera atontada.

– No proceden de su despacho. La empresa también paga su teléfono particular. Richard llamó a San Miguel desde su casa.

– ¿Puede imprimir la lista de llamadas?

Lucy se lo preguntó en un tono monocorde, mecánico.

– Sí.

– Pues que nos haga una copia.

Se la pidió.

– Dile que nos la mande por fax -indiqué.

Le dio su número de fax a Sondra y le pidió que la mandara. Su voz sonaba distante, como la de una niñita perdida en el bosque.

La lista de llamadas apareció por el fax de Lucy al cabo de unos minutos. Nos colocamos sobre el aparato como si fuera una bola de cristal y esperásemos ver el futuro.

Lucy la leyó mientras me cogía con fuerza de la mano. Se dio cuenta ella misma. Repitió en voz alta el número de la casa de Richard.

– Pero ¿qué ha hecho? Dios mío, ¿qué ha hecho?

Me había equivocado en todo. Richard tenía tanto miedo de que a Ben o a Lucy les pasara algo por mi culpa que lo había provocado él mismo. Había organizado el falso secuestro de su propio hijo para poder echarme las culpas. Quería que Lucy entrara en razón. Quería alejarnos para salvarla, y en ese empeño había recurrido a gente capaz de cualquier cosa: Fallon, Ibo y Schilling. Probablemente no,sabía quiénes eran ni qué habían hecho hasta que Starkey y yo habíamos conseguido la ficha de la Interpol. Me imaginé que Myers lo había ayudado a prepararlo todo. Sin embargo, una vez que había tenido a Ben en su poder, Fallon lo había traicionado y de repente Richard había quedado atrapado entre dos fuegos.

– Ay, Dios mío, ¿qué ha hecho?

Richard había provocado el secuestro de Ben.

Recogí y el fax y los demás papeles y cogí a Lucy de la mano.

– Ahora sí que tenemos que ir a ver a Richard. Voy a traértelo a casa, Luce. Voy a devolverte a Ben.

Bajamos las escaleras juntos, nos metimos en el coche y nos fuimos al hotel de Richard.

Tiempo desde la desaparición: 52 horas, 21 minutos

El hotel Beverly Hills era una mole rosada que se extendía a lo largo de Sunset Boulevard donde Benedict Canyon desembocaba en Beverly Hills. En aquella zona vivían algunas de las personas más ricas del mundo, y aquel palacio rosa encajaba bien en su púlpito, una pequeña colina sobre la que se había posado como la gran joya del estilo mission revival. Las estrellas de cine y los jeques de Oriente Próximo se sentían a gusto alojados tras sus cuidadas paredes; supuse que Richard también estaría en su ambiente. El alquiler de su bungaló costaba dos mil dólares por noche.

Lucy sabía su número de habitación. De los tres era la única que no desentonaba en el hotel. Yo tenía el aspecto de un loco y Pike sencillamente parecía Pike. Cruzamos el vestíbulo y seguimos un camino serpenteante que atravesaba unos verdes jardines que olían a jazmín. Ben podía estar en cualquier parte, pero Richard sabíamos con seguridad que estaba allí; Myers había contestado la llamada, lo que significaba que Fallon aún tenía a Ben y que Richard seguía intentando recuperarlo a golpe de talonario.

– ¿Cómo quieres que lo hagamos? -preguntó Pike.

– Ya sabes lo que voy a hacer.

– ¿Delante de Lucy?

– No tienes elección -intervino ella.

Los bungalós que salpicaban el camino eran caros porque garantizaban la intimidad; estaban aislados y escondidos entre la vegetación. Era como pasear por una jungla hecha a medida.

Un poco más adelante vimos a Fontenot, de pie ante una puerta a la que se llegaba por un desvío del camino principal. Estaba fumando y desplazando el peso del cuerpo de un pie a otro. Parecía nervioso. Myers salió de una habitación, habló con él y después echó a andar por el camino. Fontenot entró en la habitación de la que acababa de salir Myers.

– ¿Ése es el de Richard?

– No. Ahí se aloja Myers. No es un bungaló completo, sólo una habitación. Richard está en el de delante.

– Espera aquí.

– Si te crees que me vaya quedar aquí esperando es que te has vuelto loco.

– Espera. Primero quiero hablar con Fontenot. Luego iremos a ver a Richard. Puede que Fontenot sepa algo que nos sirva, y si te quedas aquí iremos más deprisa.

– Fontenot va a colaborar. Te lo prometo -aseguró Pike.

Lucy miró a Joe y asintió. Sabía que lo decía en serio y que la velocidad era un factor decisivo.

Así pues, Lucy se quedó en el camino, entre las sombras, mientras Joe y yo nos acercábamos a la puerta. No nos molestamos en llamar ni en decir que éramos del servicio de habitaciones o cualquier tontería por el estilo; le pegamos un patadón tan fuerte a la puerta que el pomo quedó empotrado en la pared. Llevaba ya tres puertas destrozadas en una sola noche, pero me daba igual.

Fontenot estaba viendo la televisión con los pies encima de la cama. En el suelo, a su lado, había una pistola, pero Pike y yo ya estábamos dentro y apuntándole antes de que pudiera agarrada. Titubeó, al ver nuestras armas, y después se humedeció los labios.

– ¿Has visto a DeNice? -le pregunté-. ¿Has visto lo que le han hecho?

Se puso de pie, temblando como una hoja. Parpadeaba continuamente, como quien ha pasado muchos nervios durante todo el día. Y la cosa seguía empeorando. La habitación olía a bourbon.

– Pero ¿qué coño es esto? ¿Qué estáis haciendo?

Metí su pistola debajo de la cama de una patada.

– ¿Richard está en su habitación?

– No sé dónde está Richard. Salid de aquí. No sé qué coño habéis venido a hacer.