Miré la bolsa de deporte. Era grande, porque tres millones de dólares ocupaban mucho espacio, pero cinco habrían requerido casi el doble.
Me acerqué a la cama y me senté junto a Richard. Nos miramos fijamente por unos instantes y después él apartó los ojos.
– ¿Lo quieres? -pregunté.
Asintió.
– Yo también -añadí.
Parpadeó un poco y sus ojos se llenaron de pena.
– Ni te imaginas cómo te odio -dijo con voz ronca.
– Ya lo sé, pero ahora vamos a salvar a Ben juntos.
– ¿Es que no nos has oído? Ya les he ofrecido los tres millones y no han aceptado. Quieren cinco. Han dicho que o cinco o nada, y no tengo tanto. No puedo conseguido. No sé qué decirles.
Le puse el teléfono del hotel en la mano.
– Haz lo que se te da mejor, Richard: miente. Diles que tienes los cinco millones y que estás listo para intercambiarlos por tu hijo.
Richard observó el teléfono un momento y después marcó.
23
Tiempo desde la desaparición: 52 horas, 38 minutos
Richard llamó exactamente a las nueve de la noche y resultó convincente. Myers y yo escuchamos por el supletorio. Fallon le ordenó que llevara el dinero a la zona oeste del aeropuerto de Santa Mónica. Y que fuera solo.
Tanto Myers como yo meneamos la cabeza.
Al contestar, a Richard le tembló la voz.
– De ninguna manera. Myers irá conmigo. Los dos solos. Y más te vale que esté Ben contigo. Si no, llamo a la policía. Debería llamar igualmente.
– ¿Está Myers escuchando?
– Aquí me tienes, hijo de puta.
– Es la Zona oeste del aeropuerto, en la parte sur. Dejad atrás los hangares y deteneos. Bajad del coche, pero sin alejaros de él, y esperad.
– Si no hay niño, no hay dinero -repuso Myers-. Ni siquiera podrás acercarte al dinero si no vemos al niño.
– Yo sólo quiero el dinero. Parad, bajad del coche y ya me veréis cuando yo lo quiera. No estaré cerca, pero me veréis. Entonces llamad otra vez a este número. ¿Entendido?
– Llamaré cuando te veamos.
– Adivina lo que pasará si veo a alguien más.
– Me lo imagino.
– Pues eso. Que te quede claro. Quince minutos.
Y cortó la comunicación.
Richard también colgó y acto seguido me preguntó:
– ¿Qué hacemos?
– Exactamente lo que os ha dicho. De lo demás nos encargamos nosotros.
Pike y yo salimos pitando. Sabíamos que Fallon ya debía de estar en el aeropuerto, colocado de forma que viera a Richard acercarse y pudiera controlar una posible llegada de la policía. La rapidez era crucial, teníamos que llegar al aeropuerto antes que Richard, mantenernos ocultos y atacar a Fallon de una forma que le pillara por sorpresa.
Conduje a toda velocidad, lo mismo que Pike, en una carrera contra el reloj.
Sunset Boulevard resplandecía con una luz de un violeta azulado que formaba ondas y se reflejaba en el capó de mi Corvette. Los coches que adelantamos parecían congelados en su sitio, y sus luces traseras se alargaban ante nuestros ojos como haces líquidos de color rojo. Tenía que acelerar, que conducir aún más rápido. Cruzamos Westwood como una exhalación, llegamos a Brentwood y desde allí fuimos hacia el mar.
El aeropuerto era pequeño y tranquilo, con una única pista construida en una época en que la parte interior de Santa Mónica consistía principalmente en campos de pastoreo para las vacas, al norte de LAX y al oeste de la 405. La ciudad había ido creciendo en torno a él, y con los años aquel pequeño aeródromo había quedado rodeado de viviendas y comercios que ocupaban personas que no soportaban el ruido y vivían con el miedo constante de un accidente. Era un buen lugar para comprarse una hamburguesa y sentarse en un banco, enfrente de la torre, a ver cómo despegaban y aterrizaban los aviones. Ben y yo lo habíamos hecho en más de una ocasión.
La parte norte del aeropuerto estaba ocupada principalmente por oficinas de empresas y por el Museo de la Aviación; en la sur había hangares antiguos y rampas de aparcamiento. Muchos de esos hangares se habían transformado en oficinas o comercios, pero otros estaban desocupados; imaginé que sería más barato abandonarlos que reformarlos.
Cuando ya nos acercábamos llamé al móvil de Myers.
– Falta muy poco para que lleguemos. ¿Por dónde vais?
– Acabamos de salir del hotel. Tardaremos unos doce o quince minutos. Vamos deprisa.
– ¿Conduces tú?
– Sí. Richard va detrás.
– Cuando lleguéis al aeropuerto, aminorad la marcha. Id despacio para darnos tiempo suficiente a Pike y a mí.
– No podemos llegar muy tarde, Cole.
– Verán la limusina cuando gire al entrar en el recinto del aeropuerto. Sabrán que estáis ahí. Eso es lo importante. Saben que no sois de Los Ángeles, así que conduce como si no supieras muy bien por dónde vas.
– Joder, tío, eso ya lo hago ahora.
No tuve más remedio que sonreír, a pesar de todo.
– Te llamo cuando lleguemos.
Me apoyé en el claxon durante toda la bajada por Bundy. Desaceleraba cuando veía un semáforo en rojo, pero no me detuve ni una sola vez, y Pike me pasó en dos ocasiones. Subí dos ruedas a la acera para adelantar a coches que iban más despacio que yo, me pegaba a sus parachoques, y luego me metía rápidamente en el carril contrario. En Olympic Boulevard le di a una papelera y me llevé por delante una señal de tráfico cuando nos metíamos bajo la autopista. Me cargué el faro derecho.
Cuando giré para bajar hacia el mar los cuatro neumáticos echaban humo.
Cogí el teléfono.
– ¿Myers?
– Ya estoy aquí.
– Dos minutos.
Dos manzanas al norte del aeropuerto giramos al oeste y pasamos por delante de una larga hilera de oficinas y hangar es de aviones chárter. La torre se alzaba, solitaria, en la distancia, ya dormida hasta el día siguiente. Su único síntoma de vida era una luz verde y blanca que parpadeaba.
Pike se detuvo en el terraplén que había al final de la pista de aterrizaje, pero yo seguí. Tras los edificios de oficinas había un campo de fútbol y más allá calles flanqueadas de viviendas. Dejé el coche a una manzana de distancia y fui corriendo hasta los oscuros hangares que ocupaban la parte sur del campo y semejaban sombras desproporcionadamente grandes.